Steve Berry - La Habitación de Ámbar

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La Habitación de Ámbar es uno de los mayores tesoros creados por el hombre. Las tropas alemanas que invadieron la Unión Soviética se hicieron con ella en 1941. Cuando los Aliados comenzaron los bombardeos fue ocultada y se convirtió en un misterio que perdura hasta nuestros días.
A la juez Rachel Cutler le encantan su trabajo y sus hijos, y mantiene una relación civilizada con su ex marido Paul. Todo cambia cuando su padre muere en misteriosas circunstancias, dejando pistas acerca de un secreto llamado 'la Habitación de Ámbar'. Desesperada por descubrir la verdad, Rachel viaja a Alemania seguida de cerca por Paul.
Enfrentados a asesinos profesionales en un juego traicionero, los dos chocan contra las fuerzas de la avaricia, el poder y la misma Historia.

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– Me han contado que su talento está en la organización. La administración tiene una gran opinión de usted.

– Me encanta el trabajo de voluntariado. Este lugar es muy especial para mí.

Un ruidoso grupo de adolescentes llegó en tromba desde la entreplanta.

– ¿Ha recibido alguna educación artística?

Paul negó con la cabeza.

– Lo cierto es que no. Saqué una licenciatura en Ciencias Políticas en Emory y realicé algunos cursos de postgrado en Historia del Arte. Pero entonces descubrí a qué se dedican en realidad los historiadores del arte y me metí en Derecho. -Se dejó el asunto de que no fuera aceptado al primer intento. No era cuestión de vanidad: pensaba que, después de trece años, el asunto ya no tenía la menor importancia.

Rodearon a dos mujeres que admiraban un lienzo de María Magdalena.

– ¿Qué edad tiene? -preguntó el reportero.

– Cuarenta y uno.

– ¿Casado?

– Divorciado.

– Como yo. ¿Qué tal lo lleva?

Paul se encogió de hombros. No tenía el menor sentido realizar comentarios al respecto durante una entrevista grabada.

– Lo llevo.

En realidad, el divorcio significaba un austero apartamento de dos dormitorios y cenas en soledad o con socios profesionales, salvo por las dos noches a la semana en que comía con los niños. Su vida social se limitaba a las actividades del Colegio de Abogados, único motivo por el que servía en tantos comités, algo que ocupaba su tiempo libre y los fines de semana en que no tenía a los niños. Rachel no ponía problemas con las visitas. Podía ir siempre que quisiera, en realidad. Pero Paul no quería interferir en la relación de ella con los chicos y comprendía la importancia de seguir con coherencia el programa establecido.

– ¿Querría describirse?

– ¿Disculpe?

– Es algo que pido a toda la gente a la que entrevisto. Se hacen el perfil mucho mejor que yo. ¿Quién va a conocerlo mejor que usted mismo?

– Cuando el administrador me pidió que le concediera esta entrevista y le enseñara el lugar, supuse que se trataba de un artículo acerca del museo, no de mí.

– Y así es. Saldrá en la revista Constitution del domingo que viene. Pero el editor también quiere algunos recuadros laterales con información sobre la gente clave. Sobre las personalidades que se esconden tras las exposiciones.

– ¿Y qué hay de los encargados?

– El administrador dice que es usted un verdadero puntal. Alguien en quien puede confiar ciegamente.

Paul se detuvo. ¿Cómo podía describirse? ¿Uno setenta y ocho de estatura, pelo y ojos castaños, con el cuerpo de quien corre cinco kilómetros diarios? No.

– ¿Qué tal un tipo con una cara normal, un cuerpo normal y una Personalidad normal? Alguien en quien confiar. La clase de tipo con quien te gustaría estar si te vieras atrapado en una trinchera.

– ¿La clase de tipo que se asegura de que tus posesiones se repartan como corresponde cuando ya no estás?

Paul no había hecho comentario alguno acerca de su trabajo como legalizador de testamentos. Era evidente que el reportero había hecho los deberes.

– Algo así.

– Ha mencionado las trincheras. ¿Ha estado en el ejército?

– La llamada a filas me pilló demasiado joven. Post Vietnam y todo eso.

– ¿Cuánto tiempo lleva ejerciendo?

– Como sabe que soy abogado legalizador, asumo que también sabe cuánto tiempo llevo en esta profesión.

– La verdad es que se me olvidó preguntarlo.

Una respuesta honesta. Bien.

– Llevo ya trece años en Pridgen & Woodworth.

– Sus colegas hablan muy bien de usted. Hablé con ellos el viernes.

Paul enarcó una ceja asombrado.

– Nadie me lo ha comentado.

– Les pedí que no lo hicieran. Al menos hasta después de hoy. Quería que nuestra charla fuera espontánea.

Llegaron más visitantes. La galería empezaba a llenarse y a resultar ruidosa.

– ¿Por qué no vamos a la Galería Edward? Hay menos gente. Tenemos expuestas algunas esculturas excelentes.

Abrió el camino por la entreplanta. La luz del sol caía sobre las pasarelas desde los amplios y gruesos ventanales que se abrían en el edificio, blanco como la porcelana. La pared norte estaba ocupada por un gigantesco dibujo a tinta. Desde la cafetería abierta les llegaba el aroma del café y las almendras.

– Es magnífico -dijo el reportero mientras echaba un vistazo alrededor-. ¿Cómo lo denominó el New York Times? ¿«El mejor museo que ninguna ciudad haya construido en una generación»?

– Nos sentimos muy complacidos con el entusiasmo del periódico. Nos ayudó a llenar las paredes. Después de aquello, los donantes empezaron a sentirse cómodos con nosotros.

Delante de ellos, en el centro del atrio, se alzaba un monolito de granito rojo pulimentado. Paul se dirigió instintivamente hacia él. Nunca pasaba por allí sin detenerse un momento. El periodista lo siguió. En la piedra había grabada una lista con veintinueve nombres. Su mirada siempre se dirigía hacia el centro.

YANCY CUTLER

4 de junio de 1936 – 23 de octubre de 1998

Jurista abnegado

Mecenas de las artes

Amigo del museo

MARLENE CUTLER

14 de mayo de 1938 – 23 de octubre de 1998

Esposa devota

Mecenas de las artes

Amiga del museo

– Su padre era miembro del Consejo, ¿no? -preguntó el joven.

– Sirvió durante treinta años. Ayudó a conseguir los fondos para el edificio. Mi madre también participó de forma activa.

Guardó silencio, reverente como siempre. Era el único monumento que existía en recuerdo de sus padres. El avión había estallado mar adentro. Veintinueve personas muertas. Todo el Consejo de dirección del museo, sus cónyuges y varios empleados. No se encontró ningún cuerpo. Tampoco hubo más explicación del suceso que una escueta conclusión de las autoridades italianas sobre la responsabilidad de un grupo terrorista separatista. Se presumía que el objetivo del atentado era el ministro italiano de Cultura, que se encontraba a bordo. Yancy y Marlene Cutler simplemente estaban en el lugar equivocado, en el momento equivocado.

– Eran buenas personas -dijo Paul-. Todos los echamos de menos.

Se volvió para guiar al reportero hacia la Galería Edwards, pero una guardia se dirigía hacia ellos desde el atrio.

– Señor Cutler, espere, por favor. -La mujer se acercó apresuradamente con expresión preocupada-. Acabamos de recibir una llamada para usted. Lo siento mucho. Su ex suegro ha muerto.

17

Atlanta, Georgia

Martes, 13 de mayo

Karol Borya fue enterrado a las once de una mañana de primavera encapotada y fría, impropia de mayo. El funeral fue muy concurrido. Paul ofició la ceremonia y presentó a tres viejos amigos de Borya, que ofrecieron conmovedores discursos. Después, también él pronunció algunas palabras.

Rachel estaba sentada delante, con María y Brent a su lado. Presidía el mitrado de la Iglesia ortodoxa de St. Methodius, de la que Karol era parroquiano. Fue una ceremonia pausada, bañada en lágrimas y acompañada por las interpretaciones que el coro hizo de la música de Chaikovski y Rachmaninov. El enterramiento se produjo en el cementerio ortodoxo adyacente a la iglesia, una tierra ondulada de arcilla roja y hierba que recibía la sombra de numerosos sicómoros. Cuando el ataúd fue introducido en la fosa, las palabras del sacerdote resonaron con el poder de la verdad: «Polvo eres y en polvo te convertirás».

Aunque Borya había adoptado por completo la cultura norteamericana, siempre había conservado una conexión religiosa con su patria y se había adherido de forma estricta a la doctrina ortodoxa. Paul no recordaba a su ex suegro como un hombre especialmente devoto, solo como alguien que creía solemnemente, y que había convertido esa creencia en una vida bondadosa. El anciano había mencionado muchas veces que le gustaría ser enterrado en Bielorrusia, entre los bosques de abedules, las tierras pantanosas y las colinas cubiertas de lino azul. Sus padres, hermanos y hermanas yacían en fosas comunes cuya localización exacta había muerto junto a los oficiales de las SS y los soldados alemanes que los habían asesinado. Paul pensó en hablar con alguien del Departamento de Estado sobre la posibilidad de un entierro en el extranjero, pero Rachel rechazó la idea y dijo que quería tener cerca a su padre y a su madre. También insistió en que la reunión posterior al funeral tuviera lugar en su propia casa y, durante más de dos horas, más de setenta personas no dejaron de entrar y salir. Los vecinos proporcionaron la comida y la bebida. Rachel habló educadamente con todo el mundo, aceptó las condolencias y expresó su agradecimiento.

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