Steve Berry - La Habitación de Ámbar

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La Habitación de Ámbar es uno de los mayores tesoros creados por el hombre. Las tropas alemanas que invadieron la Unión Soviética se hicieron con ella en 1941. Cuando los Aliados comenzaron los bombardeos fue ocultada y se convirtió en un misterio que perdura hasta nuestros días.
A la juez Rachel Cutler le encantan su trabajo y sus hijos, y mantiene una relación civilizada con su ex marido Paul. Todo cambia cuando su padre muere en misteriosas circunstancias, dejando pistas acerca de un secreto llamado 'la Habitación de Ámbar'. Desesperada por descubrir la verdad, Rachel viaja a Alemania seguida de cerca por Paul.
Enfrentados a asesinos profesionales en un juego traicionero, los dos chocan contra las fuerzas de la avaricia, el poder y la misma Historia.

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Por lo general, las noticias de periódicos y revistas acerca de la Habitación de Ámbar resultaban contradictorias. Unas aseguraban que los paneles desaparecieron en enero de 1945, otras que en abril. ¿Partieron en camiones, por tren o por barco? Distintos escritores ofrecían distintas perspectivas. Un relato señalaba que los soviéticos habían torpedeado el Wilhelm Gustolffy lo habían enviado al fondo del Báltico con los paneles dentro, y otro mencionaba que el barco había sido bombardeado desde el aire. Uno estaba seguro de que setenta y dos cajones partieron de Königsberg, el siguiente rebajaba la cuenta a veintiséis y un tercero a dieciocho. Varios artículos estaban convencidos de que los paneles ardieron en Königsberg durante el bombardeo. Otro había seguido pistas que implicaban que la cámara había viajado subrepticiamente hasta Estados Unidos a través del Atlántico. Era difícil extraer nada de utilidad y ninguno de los artículos llegaba a mencionar siquiera sus fuentes de información. Podía tratarse de rumores de segunda mano. O de tercera. O peor aún, de pura especulación.

Solo uno de aquellos artículos, el de una publicación desconocida, The Military Historian, se hacía eco de la historia de un tren que había abandonado la Rusia ocupada allá por el primero de mayo de 1945, con la Habitación de Ámbar embalada supuestamente a bordo. Los informes de testigos aseguraban que las cajas habían sido descargadas en la diminuta localidad checoslovaca de Týnecnad-Sázavou. Allí habrían sido supuestamente transportadas en camión hacia el sur y almacenadas en un bunker subterráneo que albergaba el cuartel general del mariscal de campo Von Schörner, comandante del ejército alemán, un millón de hombres que seguían resistiendo en Checoslovaquia. Pero el artículo señalaba que los soviéticos habían realizado una excavación en el bunker en 1989 sin encontrar nada.

Aquello estaba muy cerca de la verdad, pensó. Muy, muy cerca.

Hacía siete años, la primera vez que leyó el artículo, se preguntó por su fuente, e incluso intentó ponerse en contacto con su autor, mas sin éxito. Ahora, un hombre llamado Wayland McKoy estaba horadando las montañas Harz, en las cercanías de Stod, Alemania. ¿Seguía la pista correcta? Lo único claro era que la búsqueda de la Habitación de Ámbar se había cobrado vidas. Lo que les había sucedido a Alfred Rohde y a Erich Koch era historia documentada. Así lo eran las demás muertes y desapariciones. ¿Coincidencia? Quizá. Pero él no estaba tan seguro. En especial después de lo que había sucedido hacía nueve años. Cómo olvidarlo. El recuerdo lo acosaba cada vez que miraba a Paul Cutler. Y se había preguntado muchas veces si no se añadirían dos nombres más a la lista de bajas.

Desde el salón llegó un chirrido.

No era un sonido propio de una casa vacía.

Levantó la mirada y esperó ver a Lucy entrar en la habitación, pero no veía a la gata por ninguna parte. Dejó a un lado los artículos y se incorporó. Se dirigió hacia el pasillo de la planta alta y miró hacia abajo sobre la barandilla de roble. Las luces que custodiaban la puerta principal a ambos lados estaban a oscuras. La planta baja solo estaba iluminada por una lámpara del salón. Arriba también estaba a oscuras, salvo por la lámpara de suelo del estudio. Justo delante de él, la puerta del dormitorio estaba abierta. La habitación se encontraba a oscuras, silenciosa.

– ¿Lucy? ¿Lucy?

La gata no respondió. Escuchó con atención. No oía nada más. Todo parecía tranquilo. Se volvió y empezó a caminar de vuelta al estudio. De repente, alguien se abalanzó hacia él desde atrás, saliendo del dormitorio. Antes de que Borya pudiera reaccionar, un fuerte brazo le rodeó el cuello y lo levantó del suelo. Pudo oler el látex de las manos enguantadas.

Können wir reden mehr, Ýxo.

Era la voz de su visitante, Christian Knoll. Tradujo con facilidad.

«Ahora vamos a seguir hablando, Oídos».

Knoll le apretó la garganta con fuerza y se quedó sin aliento.

– Maldito ruso miserable. Escupirme la mano… ¿Quién cojones te crees que eres? He matado por menos que eso.

Borya no respondió, ya que toda una vida de experiencia le recomendaba guardar silencio.

– Ahora vas a decirme lo que quiero saber, viejo, o te mataré.

Borya recordó unas palabras similares pronunciadas cincuenta y dos años atrás. Göring informaba a los soldados desnudos de cuál seria su destino justo antes de empezar a verter el agua. ¿Qué es lo que había respondido el soldado alemán, Mathias?

«Es un honor enfrentarte abiertamente a tu captor.»

Sí, lo seguía siendo.

– Sabes dónde está Chapaev, ¿a que sí?

Borya trató de negar con la cabeza.

Knoll apretó todavía más su presa.

– Sabes dónde se encuentra das Bernstein-zimmer, ¿no es así?

Estaba a punto de perder el conocimiento. Knoll aflojó un poco y el aire inundó los pulmones del anciano.

– No soy alguien a quien se deba tomar a la ligera. He recorrido un largo camino para obtener información.

– No diré nada.

– ¿Estás seguro? Antes dijiste que te quedaba poco tiempo. Pues ahora es menos aún del que te imaginabas. ¿Y qué hay de tu hija? Y de tu nieto… ¿No te apetece pasar algunos años más con ellos?

Así era, pero no lo bastante como para ser amedrentado por un alemán.

– Váyase a la puta mierda, Herr Knoll.

Su frágil cuerpo fue arrojado sobre las escaleras. Intentó gritar, pero antes de reunir el aliento necesario golpeó la barandilla con la cabeza y empezó a rodar sin control escalones abajo. Algo se quebró. Creyó perder la conciencia durante un momento. El dolor le abrasó el espinazo. Al final aterrizó de espaldas sobre el suelo. Lo consumía un dolor agónico en la mitad superior del cuerpo. No sentía las piernas. El techo comenzó a dar vueltas. Oyó que Knoll empezaba a bajar las escaleras y por fin lo vio agacharse y levantarle la cabeza tirando del pelo. Qué irónico. Le debía la vida a un alemán y un alemán sería quien se la quitara.

– Diez millones de euros son diez millones de euros. Pero no permito que me escupa un puto ruso de mierda.

Borya trató de reunir saliva suficiente para escupirle de nuevo, pero tenía la boca seca y la mandíbula paralizada.

Knoll le rodeó el cuello con el brazo.

15

Suzanne Danzer observó a través de la ventana y oyó claramente cómo Knoll partía el cuello del anciano. Vio cómo el cuerpo quedaba laxo, con la cabeza vuelta en un ángulo antinatural.

Después, Knoll arrojó el cuerpo a un lado y le propinó una patada en el pecho.

Había logrado capturar el rastro de su rival esa mañana, después de llegar a Atlanta en un vuelo procedente de Praga. Las acciones del alemán habían sido previsibles hasta ese momento. Lo había localizado mientras Knoll realizaba una misión de exploración del vecindario. Cualquier adquisidor competente estudiaba siempre el escenario antes de actuar, para asegurarse de que la pista seguida no se tratara de una trampa.

Y si algo era Knoll, era bueno en su trabajo.

El alemán se había quedado casi todo el día en el centro, en su hotel, y ella lo había seguido durante su primera visita a Borya. Pero en vez de regresar al hotel, Knoll había esperado en un coche, a tres manzanas de la casa, y tras oscurecer había rehecho sus pasos. Suzanne lo había visto entrar por la puerta trasera, que aparentemente estaba cerrada sin llave porque el picaporte había funcionado al primer intento.

Resultaba evidente que el viejo no se había mostrado colaborador. El temperamento de Knoll era legendario. Había arrojado a Borya por las escaleras con el gesto despreocupado que uno usaría para tirar un papel a la papelera y luego le había quebrado el cuello con aparente placer. Suzanne respetaba los talentos de su adversario y sabía del estilete que ocultaba en el antebrazo, y de su habilidad y disposición para emplearlo.

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