Ella entró y sus ojos localizaron la bolsa de viaje. La ropa de la noche anterior y la chaqueta también estaban allí. Rebuscó en los bolsillos y encontró el sobre del padre Tibor. Katerina recordó que Michener no tardaba mucho en ducharse y rasgó el sobre.
Santo padre:
He mantenido el juramento que me obligó a prestar Juan XXIII por amor a nuestro Señor, pero hace unos meses un hecho me hizo reconsiderar dicha obligación. Uno de los niños del orfanato murió, y cuando su vida tocaba a su fin, mientras gritaba de dolor, me preguntó por el Cielo y quiso saber si Dios lo perdonaría. No fui capaz de imaginar qué le tendría que ser perdonado a ese inocente, pero le dije que el Señor se lo perdonaría todo. Me pidió que se lo explicara, pero la muerte se mostró impaciente, y él falleció antes de que yo pudiera darle una aclaración. Fue entonces cuando caí en la cuenta de que también yo había de pedir perdón. Santo Padre, el juramento que le hice a mi Papa era importante para mí. Lo he mantenido más de cuarenta años, pero no hay que desafiar al Cielo. No cabe duda de que yo no soy quién para decirle a usted, el Vicario de Cristo, lo que hay que hacer. Eso es algo que sólo le pueden indicar su bendita conciencia y la mano de nuestro Señor y Salvador. Pero debo preguntar: ¿cuánta intolerancia permitirá el Cielo? No pretendo resultar irrespetuoso, pero es usted quien solicitó mi opinión, la cual le ofrezco humildemente.
Katerina releyó el mensaje. El padre Tibor era tan críptico sobre el papel como lo había sido en persona la noche anterior, aportando únicamente más acertijos.
Dobló de nuevo la nota y la introdujo en un sobre blanco que había encontrado entre sus cosas. Era algo mayor que el original, pero esperaba que no lo bastante distinto como para levantar sospechas.
Metió el sobre en la chaqueta y salió del cuarto.
Al pasar por delante de la puerta del baño, el agua de la ducha cesó. Imaginó a Michener secándose, ajeno a su última traición. Vaciló un instante y bajó las escaleras sin mirar atrás, sintiéndose aún peor consigo misma.
Ciudad del Vaticano, 7:15
Valendrea apartó el desayuno. No tenía apetito. Había dormido poco. El sueño que había tenido era tan real que seguía sin poder quitárselo de la cabeza.
Se vio en su propia entronización, entrando en la basílica de San Pedro encaramado a la regia sedia gestatoria. Ocho monseñores sostenían en alto un palio de seda que cubría la antigua silla de oro. Lo rodeaba la corte papal, todo el mundo vestido con majestuosa elegancia. Unos abanicos de plumas de avestruz lo flanqueaban por tres lados, resaltando su elevada posición como representante de Cristo en la Tierra, y un coro cantaba mientras un millón de personas lo aclamaba y millones más lo veían por televisión.
Lo curioso del caso es que estaba desnudo.
Sin vestiduras, sin nada. Completamente desnudo sin que nadie pareciera darse cuenta, aunque él era plenamente consciente. Experimentó una extraña incomodidad mientras saludaba sin cesar a la multitud. ¿Por qué nadie lo veía? Quería taparse, pero el miedo lo mantenía pegado a la silla. Si se ponía en pie, era posible que la gente se percatara. ¿Se reiría? ¿Lo ridiculizaría? Entonces distinguió a un rostro entre los millones que lo rodeaban.
El de Jakob Volkner.
El alemán lucía todos los atributos papales. Llevaba las vestiduras, la mitra, el palio: todo lo que Valendrea debía llevar. Por encima de los vítores, la música y el coro, oyó cada una de las palabras que pronunció Volkner, con tanta claridad como si se hallaran uno al lado del otro.
– Me alegro de que seas tú, Alberto.
– ¿A qué se refiere?
– Ya lo verás.
Se despertó empapado en un sudor frío y al cabo volvió a dormirse, pero el sueño volvió. Al final alivió la tensión con una ducha caliente. Se cortó dos veces al afeitarse y estuvo a punto de resbalar en el baño. Sentir desconcierto resultaba preocupante: no estaba acostumbrado al nerviosismo.
– Quería que supieras lo que te espera, Alberto.
El maldito alemán se había mostrado tan engreído la otra noche.
Y ahora lo comprendía.
Jakob Volkner sabía exactamente lo que había ocurrido en 1978.
Valendrea volvió a entrar en la Riserva . Pablo lo había obligado a regresar, de manera que al archivero le había sido ordenado explícitamente que abriera la caja fuerte y lo dejara a solas.
Echó mano del cajón y sacó la caja de madera. Llevaba consigo cera, un encendedor y el sello de Pablo VI. Igual que el sello de Juan XXIII estuvo estampado en el exterior en su día, ahora el de Pablo daría a entender que la caja no debía abrirse, salvo por orden del Papa.
Levantó la tapa y se aseguró de que en su interior seguían los dos legajos, cuatro hojas dobladas en total. Aún podía ver la cara de Pablo mientras leía el primer papel: estaba sorprendido, una emoción que rara vez se veía en el rostro de Pablo VI. Pero también hubo algo más, durante un instante tan sólo, si bien Valendrea lo vio con claridad.
Miedo.
Clavó la vista en la caja. Los dos legajos que contenían el tercer secreto de Fátima continuaban en su sitio. Sabía que no debía hacerlo, pero nadie se enteraría. De modo que sacó el montón de encima, el que provocaría reacciones.
Lo desdobló, dejó a un lado el original en portugués, y, a continuación, leyó la traducción al italiano. Sólo tardó un instante en comprender: sabía lo que había que hacer. Tal vez fuera ésa la razón por la cual Pablo lo había enviado. Quizás el anciano comprendiera que él leería las palabras y después haría lo que el Papa no podía hacer.
Ocultó la traducción en la sotana, a la cual se unió un segundo después el texto original de la hermana Lucía. Luego abrió el otro legajo y lo leyó.
Nada trascendente.
Así que reorganizó esas dos páginas, las metió en la caja y selló ésta.
Valendrea se levantó de la mesa y cerró con llave las puertas de sus dependencias. Acto seguido fue a su dormitorio y sacó un cofrecillo de bronce de un armario. Su padre le había regalado la caja por su decimoséptimo cumpleaños, y desde entonces guardaba en ella todos sus tesoros, entre ellos unas fotos de sus padres, escrituras de propiedades, títulos de acciones, su primer misal y un rosario de Juan Pablo II.
Metió la mano bajo las vestiduras y encontró la llave que llevaba colgando del cuello. Abrió la caja y rebuscó. Las dos hojas de papel dobladas que sacara de la Riserva aquella noche de 1978 seguían allí: una en portugués, la otra en italiano. La mitad del tercer secreto de Fátima.
Cogió ambos papeles.
No fue capaz de leer las palabras de nuevo, con una vez bastaba. Así que entró en el cuarto de baño, los rompió en pedazos diminutos y los arrojó al retrete.
Tiró de la cadena.
Fuera.
Por fin.
Tenía que volver a la Riserva para destruir el último facsímil de Tibor. Pero esa visita tendría que esperar a que muriera Clemente. También necesitaba hablar con el padre Ambrosi. Había intentado llamarlo vía satélite hacía una hora sin éxito. Ahora levantó el auricular de la encimera del baño y volvió a marcar el número.
Ambrosi lo cogió.
– ¿Qué ha pasado? -le preguntó a su asistente.
– Hablé con nuestro ángel la otra noche. No ha averiguado gran cosa. Hoy lo hará mejor.
– Olvídalo. Lo que teníamos pensado en un principio es irrelevante. Necesito otra cosa.
Tenía que ser cuidadoso con lo que decía, ya que en un teléfono vía satélite podía haber escuchas.
– Presta atención -le dijo.
Bucarest, 6:45
Michener terminó de vestirse y metió el neceser y la ropa sucia en la bolsa de viaje. Una parte de él quería volver a Zlatna a pasar más tiempo con los niños. El invierno se aproximaba, y el padre Tibor le había contado la noche previa la batalla que suponía el mero hecho de mantener las calderas en funcionamiento. El año anterior se habían pasado dos meses con las tuberías congeladas, utilizando estufas provisionales para quemar la madera que lograban arrebatarle al bosque. Este invierno Tibor creía que estarían bien gracias a los trabajadores de las organizaciones de ayuda que habían estado todo el verano reparando la anticuada caldera.
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