Steve Berry - El tercer secreto

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Fátima, Portugal, 1917. La Virgen María se aparece a tres niños y les hace tres revelaciones. Dos de ellas son hechas públicas: la primera presagia la II Guerra Mundial, la segunda, la conversión de Rusia. El tercer secreto es guardado bajo llave. En el año 2000 Juan Pablo II desvela finalmente el misterio: el atentado fallido contra el Papa. Pero algo indica que un mensaje mucho más importante sigue sumido en la oscuridad. En la actualidad, Clemente XV se adentra en la Riserva vaticana y estudia la caja de madera que alberga el tercer secreto. ¿Duda el nuevo pontífice de su autenticidad? Andrej Tibor, el sacerdote que lo tradujo, sabe la verdad.

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– Usted qué sabe.

– Si no es que era más tonto de lo que yo pensaba. -La mirada de Clemente se agudizó-. Leíste las palabras y eliminaste parte de ellas. Como bien sabes, antes había cuatro pliegos de papel en esta caja: dos escritos por la hermana Lucía cuando dio testimonio del tercer secreto en 1944 y dos obra del padre Tibor cuando realizó la traducción en 1960. Pero después de que Pablo abriera la caja y tú la sellaras de nuevo, nadie volvió a abrirla hasta 1981, año en que Juan Pablo II leyó el tercer secreto por primera vez, cosa que hizo en presencia de varios cardenales. Su testimonio confirma que el sello de Pablo estaba intacto. Todos los que estuvieron presentes ese día también dieron fe de que en la caja sólo había dos hojas: una la de la hermana Lucía y la otra la traducción del padre Tibor. Diecinueve años después, en 2000, cuando Juan Pablo finalmente dio a conocer al mundo el texto del tercer secreto, en la caja sólo seguían esos dos papeles. ¿Cómo lo explicas, Alberto? ¿Dónde están las otras dos páginas de 1978?

– Usted no sabe nada.

– Por desgracia para ambos, no es así. Hay algo que tú nunca has sabido: el traductor de Juan XXIII, el padre Andrej Tibor, copió el tercer secreto, que ocupaba dos páginas, en una libreta y a continuación hizo una traducción en dos hojas. Le entregó al Papa el original, pero más tarde cayó en la cuenta de que en la libreta se había impresionado lo que había escrito. Él, al igual que yo, tenía la molesta costumbre de apretar demasiado. Cogió un lapicero, sombreó las palabras y las pasó a dos hojas de papel: en una, el texto original de la hermana Lucía; en la otra, su traducción. -Clemente sostuvo en alto el papel que tenía en la mano-. Uno de esos facsímiles es éste, me lo envió el padre Tibor hace poco.

Valendrea se mantenía impertérrito.

– ¿Puedo verlo?

Clemente sonrió.

– Si lo deseas.

El italiano agarró el pliego y una oleada de aprensión se apoderó de su estómago. Aquélla era la misma letra femenina que él recordaba, unos diez renglones en portugués que seguía sin entender.

– El portugués era la lengua materna de la hermana Lucía -prosiguió Clemente-. He comparado el estilo, el formato y la caligrafía del facsímil del padre Tibor con la primera parte del tercer secreto, que te dignaste a dejar en la caja: son idénticos.

– ¿Existe una traducción? -inquirió, disimulando cualquier emoción.

– Existe, y el buen padre también me mandó el facsímil. -Clemente señaló la caja-. Pero está en la caja, donde debe estar.

– En 2000 se publicaron unas fotografías de la letra de la hermana Lucía. Puede que el padre Tibor se limitara a copiar su estilo. -Sacudió la hoja-: Esto podría ser una falsificación.

– ¿Por qué sabía que dirías eso? Podría ser, pero no lo es. Y los dos lo sabemos.

– ¿Por eso es por lo que ha estado viniendo aquí? -le preguntó Valendrea.

– ¿Qué querías que hiciera?

– Ignorar esas palabras.

Clemente meneó la cabeza.

– Eso es precisamente lo que no puedo hacer. Además de esta copia, el padre Tibor me hizo llegar una sencilla pregunta. «¿Por qué miente la Iglesia?» Tú conoces la respuesta: nadie mintió, porque cuando Juan Pablo II sacó a la luz el texto del tercer secreto, nadie, aparte del padre Tibor y tú mismo, sabía que ése no era todo el mensaje.

Valendrea retrocedió, se metió una mano en el bolsillo y sacó un encendedor en el que había reparado al bajar. Prendió el papel y arrojó al suelo la hoja en llamas.

Clemente no trató de impedírselo.

Valendrea pisoteó las cenizas ennegrecidas como si acabara de luchar contra el Diablo y, acto seguido, sus ojos se centraron en Clemente.

– Déme la traducción de ese maldito cura.

– No, Alberto. Se quedará en la caja.

Su primer pensamiento fue apartar de un empujón al anciano y hacer lo que había que hacer, pero el prefecto de noche apareció en la puerta de la Riserva .

– Cierre con llave esta caja -le dijo Clemente, y el otro se adelantó para cumplir la orden.

El Papa agarró a Valendrea del brazo y lo sacó de la Riserva . Éste quería desasirse, pero la presencia del prefecto exigía que se mostrase respetuoso. Fuera, entre las estanterías, lejos del prefecto, se zafó de la garra de Clemente.

– Quería que supieras lo que te espera -comentó el pontífice.

Pero a Valendrea le preocupaba otra cosa:

– ¿Por qué no ha impedido que quemara el papel?

– Era perfecto, ¿no, Alberto? Eliminar esas dos páginas de la Riserva . Nadie se enteraría. Pablo vivía sus últimos días, pronto ocuparía la cripta. A la hermana Lucía le habían prohibido hablar con nadie y luego murió. Nadie más sabía lo que había en esa caja, salvo tal vez un traductor búlgaro desconocido. Pero en 1978 habían pasado tantos años que el traductor dejó de preocuparte. Sólo tú sabías de la existencia de esas dos páginas. Y aunque alguien se percatara, las cosas tienden a desaparecer del archivo. Si el traductor aparecía, sin las páginas no existía ninguna prueba. Sólo palabras, rumores.

Valendrea no tenía intención de responder a lo que acababa de escuchar. Prefirió insistir:

– ¿Por qué no impidió que quemara el papel?

El Papa vaciló un instante antes de contestar:

– Ya lo verás, Alberto.

Y Clemente se alejó arrastrando los pies cuando el prefecto cerró de golpe la puerta de la Riserva .

22

bucarest

Sábado, 11 de noviembre

6:00

Katerina durmió mal. Le dolía el cuello debido al ataque de Ambrosi, y estaba furiosa con Valendrea. Lo primero que se le pasó por la cabeza fue mandar a la mierda al secretario de Estado y contarle a Michener la verdad, pero sabía que de ese modo echaría por tierra la paz que habían firmado la noche anterior. Michener jamás creería que el principal motivo por el que se había aliado con Valendrea era volver a estar cerca de él. Lo único que vería sería su traición.

Tom Kealy no se había equivocado con Valendrea: «Es un cabrón ambicioso.» Más de lo que Kealy sabía, pensó ella, mirando de nuevo al techo de la habitación a oscuras y frotándose los doloridos músculos. Kealy también tenía razón en otra cosa. Una vez le dijo que había dos clases de cardenales: los que querían ser Papa y los que de verdad querían ser Papa. Ahora ella añadía una tercera: los que codiciaban ser Papa.

Como Alberto Valendrea.

Se odiaba a sí misma. Había una inocencia en Michener que ella había quebrantado. Él no podía evitar ser quien era ni creer lo que creía. Quizás fuera eso precisamente lo que le atrajo de él. Una lástima que la Iglesia no permitiera que sus clérigos fuesen felices. Una lástima que nada fuera a cambiar. Maldita fuera la Iglesia Católica Apostólica y Romana. Y maldito Alberto Valendrea. Había dormido con la ropa puesta, y llevaba las últimas dos horas aguardando. Los crujidos de la madera del piso de arriba la pusieron sobre aviso. Sus ojos siguieron el sonido que hacía Colin Michener al andar por la habitación. Oyó correr el agua en el lavabo y esperó lo inevitable. Al poco, los pasos se dirigieron al pasillo, y Katerina oyó abrir y cerrar la puerta.

Se levantó, salió del cuarto y fue directa a la escalera justo cuando la puerta del baño del pasillo se cerraba. Subió las escaleras con sigilo y titubeó al llegar arriba. Esperó a oír el agua de la ducha y avanzó por una raída alfombra que cubría el desnivelado suelo de dura madera hasta llegar a la habitación de Michener, cruzando los dedos para que siguiera teniendo la costumbre de no cerrar nada con llave.

La puerta se abrió.

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