– ¿Qué desea?
– Dos cosas. Primera, el libro que ambos perdimos en la subasta. Pero reconozco que no puede usted proporcionármelo. La segunda, sí la tiene usted. Se la enviaron hace un mes.
Ella se mantuvo inexpresiva. Realmente el hombre estaba al corriente de su propósito.
– ¿Y eso qué es?
– Ah, se trata de una prueba. Una manera de que usted juzgue mi credibilidad. De acuerdo. El paquete que le enviaron a usted contenía el diario que una vez perteneció a su marido… el mismo que él llevó hasta su prematura muerte. ¿Sorprendida?
Ella no dijo nada.
– Quiero ese diario.
– ¿Por qué es tan importante?
– Muchos consideraban extraño a su marido. New age. Poco convencional. La comunidad académica se burlaba de él, y la prensa lo ridiculizaba. Pero yo lo consideraba brillante. Podía ver cosas que otros ni siquiera advertían. Mire lo que realizó. Fue la causa de todo el atractivo actual de Rennes-le-Château. Su libro fue el primero en volver a alertar al mundo de las maravillas locales. Se vendieron cinco millones de ejemplares en todo el planeta. Un auténtico logro.
– Mi marido publicó muchos libros.
– Catorce, si no me equivoco, pero ninguno de la magnitud del primero, El tesoro de Rennes-le-Ch âteau. Gracias a él, hay ahora centenares de volúmenes publicados sobre este tema.
– ¿Qué le hace pensar que tengo el diario de mi marido?
– Ambos sabemos que yo lo tendría ahora, de no ser por la interferencia de un hombre llamado Cotton Malone. Creo que en el pasado ese hombre trabajó para usted.
– ¿Haciendo qué?
Él parecía comprender su continuado desafío.
– Es usted una funcionaria de carrera en el departamento de Justicia de Estados Unidos, y dirige una unidad conocida como el Magellan Billet. Doce abogados, cada uno de ellos elegido especialmente por usted, que trabajan bajo su única dirección y manejan, digamos, asuntos sensibles. Cotton Malone trabajó varios años para usted. Pero se retiró a comienzos del año pasado y ahora es dueño de una librería en Copenhague. De no ser por las desgraciadas acciones de mi acólito, habría usted disfrutado de un almuerzo ligero con el señor Malone, despidiéndose luego de él, para dirigirse aquí a la subasta, que era su verdadero propósito al venir a Dinamarca.
El tiempo del fingimiento se había acabado.
– ¿Para quién trabaja usted?
– Para mí mismo.
– Lo dudo.
– ¿Y por qué?
– Años de práctica.
Él volvió a sonreír, cosa que la irritó.
– El diario, por favor.
– Yo no lo tengo. Después de lo de hoy, pensé que necesitaba estar a buen recaudo.
– ¿Lo tiene Peter Hansen?
Ella no dijo nada.
– No. Supongo que usted no va a admitir nada.
– Creo que esta conversación se ha terminado.
Stephanie se dio la vuelta y, dirigiéndose a la abierta puerta, la cruzó rápidamente. A su derecha, hacia atrás, divisó a otros dos hombres de pelo corto -que no eran los mismos de la casa de subastas-, pero ella supo instantáneamente quién les daba las órdenes.
Volvió a mirar al hombre que se hacía llamar Bernardo.
– Como le pasó a mi asociado hoy en la Torre Redonda, no hay ningún lugar al que pueda usted ir -dijo éste.
– Que le jodan.
Giró en redondo hacia la izquierda y se adentró apresuradamente en el cuerpo central de la catedral.
Malone valoró la situación. Se encontraba en un lugar público, adyacente a una atestada calle. Iba y venía gente de la sala de subastas, mientras otros aguardaban a que los asistentes les entregaran sus coches desde un cercano aparcamiento. Evidentemente, su vigilancia de Stephanie no había pasado inadvertida, y se maldijo por no estar más alerta. Pero decidió que, contrariamente a las amenazas efectuadas, los dos hombres situados a cada lado de su persona no se arriesgarían a ser descubiertos. Estaba siendo detenido, no eliminado. Quizás su tarea consistía en ganar tiempo para que se desarrollara lo que fuera que estaba sucediendo en la catedral.
Lo cual quería decir que necesitaba actuar.
Observó a medida que más clientes salían de la sala de subastas. Uno de ellos, un larguirucho danés, era propietario de una librería en el Ströget, cerca del almacén de Peter Hansen. Vio que un empleado le entregaba el coche.
– Vagn -gritó Malone, separándose del arma que tenía apretada contra su espalda.
Su amigo oyó su nombre y se dio la vuelta.
– Cotton, ¿cómo está? -respondió el hombre en danés.
Malone se dirigió como si tal cosa hacia el coche y miró hacia atrás, a tiempo de ver que el hombre de pelo corto ocultaba rápidamente el arma bajo su chaqueta. Había pillado desprevenido al sicario, lo cual sólo confirmaba lo que ya había pensado. Aquellos tipos eran aficionados. Y estaba dispuesto a apostar cualquier cosa a que ni siquiera hablaban danés.
– ¿Le sería de alguna molestia llevarme de vuelta a Copenhague? -preguntó.
– Claro que no. Tenemos sitio. Suba.
Alargó la mano hacia la puerta de detrás.
– Se lo agradezco. Mi compañero se ha ido a dar una vuelta por ahí, y tengo que volver a casa.
Tras cerrar la puerta de golpe, hizo un gesto de saludo a través de la ventanilla, observando una mirada de confusión en las caras de los dos hombres cuando el coche arrancaba.
– ¿No encontró nada interesante hoy? -preguntó Vagn.
Él volvió su atención al conductor.
– Absolutamente nada.
– Yo tampoco. Decidimos irnos y cenar temprano.
Malone miró a la mujer que había a su lado. Otro hombre iba sentado delante. Tampoco lo conocía, así que él mismo se presentó. El coche se abría camino lentamente a través del laberinto de estrechas calles de Roskilde en dirección a la autopista de Copenhague.
Cuando divisó las dos agujas y los tejados de cobre de la catedral, dijo:
– Vagn, ¿puede dejarme aquí? Tengo que hacer un poco más de tiempo.
– ¿Está seguro?
– Acabo de recordar algo que necesito hacer.
Stephanie avanzó paralelamente a la nave. Más allá de las macizas columnas que se alzaban a su derecha, el servicio religioso seguía en marcha. Sus bajos tacones producían un ligero repiqueteo contra las losas, pero sólo ella podía oírlo debido al órgano. El pasillo que se extendía ante ella rodeaba al altar principal, y una serie de medias paredes y monumentos conmemorativos separaban el deambulatorio del coro.
Miró hacia atrás para ver cómo el hombre que se hacía llamar Bernardo seguía avanzando, aunque a los otros dos no se les veía por ninguna parte. Se dio cuenta de que pronto estaría dirigiéndose otra vez hacia la entrada principal de la iglesia, sólo que por el otro lado del edificio. Por primera vez, comprendió del todo los riesgos que corrían sus agentes. Ella nunca había hecho trabajo de campo -no formaba parte de sus obligaciones-, pero ésta no era una misión oficial. Era personal, y, oficialmente, ella estaba de vacaciones. Nadie sabía que había viajado a Dinamarca… Nadie excepto Cotton Malone. Y, considerando su apurada situación actual, ese anonimato se estaba convirtiendo en un problema.
Dio la vuelta al deambulatorio.
Su perseguidor permanecía a una distancia discreta, probablemente consciente de que ella no tenía ningún lugar a donde ir. Stephanie pasó por delante de un tramo de escaleras de piedra que bajaban hasta otra capilla lateral y entonces vio, a unos quince metros delante de ella, a los dos hombres en el vestíbulo trasero, bloqueándole la salida. Detrás de ella, Bernardo continuaba avanzando lenta pero firmemente. A su izquierda había otro sepulcro, la Capilla de los Magos.
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