Stephanie se precipitó en su interior.
Dos tumbas de mármol se alzaban entre las brillantemente decoradas paredes, ambas evocadoras de los templos romanos. Se retiró hacia la más alejada. Entonces un espantoso e irrazonable terror se apoderó de ella.
Estaba atrapada.
Malone llegó a la catedral y entró por la puerta principal. A su derecha descubrió a dos hombres -robustos, de cabello corto, vestidos sencillamente- parecidos a los dos que acababa de dar esquinazo ante la casa de subastas. Decidió no correr ningún riesgo y se metió la mano bajo la chaqueta en busca de su Beretta automática, artículo corriente en todos los agentes del Magellan Billet. Se le había permitido conservar el arma al retirarse y consiguió entrarla de tapadillo en Dinamarca… donde poseer un arma de fuego era ilegal.
Palpó la culata, el dedo en el gatillo, y sacó el arma, tapándola con su muslo. No sostenía un arma en la mano desde hacía más de un año. Era una sensación que había considerado parte de su pasado, y que no había echado de menos. Pero un hombre que saltaba en busca de su muerte había captado su atención, de modo que había venido preparado. Eso es lo que un buen agente haría, y una de las razones por las que había servido como portador del féretro para algunos amigos en vez de ser acarreado él mismo por la nave central de la iglesia.
Los dos hombres se encontraban de pie dándole la espalda, los brazos a sus costados, las manos vacías. La retumbante música del órgano ocultó su aproximación. Se acercó a ellos y dijo:
– Buenas noches, muchachos.
Ambos se dieron la vuelta y él agitó el arma.
– Seamos discretos.
Por encima del hombro de uno de los individuos distinguió a un tercero, a unos treinta metros de distancia, dirigiéndose con paso indiferente hacia ellos. Vio que el hombre metía la mano bajo su chaqueta de cuero. Malone no esperó a ver qué venía a continuación, y se metió en una fila de bancos vacía. Una detonación resonó por encima del órgano, y una bala atravesó el banco de madera ante él.
Vio que los otros dos hombres buscaban sus armas.
Desde su posición boca abajo, disparó dos veces. Las detonaciones retumbaron por toda la catedral, sobreponiéndose a la música. Uno de los hombres cayó y el otro huyó. Malone se puso de rodillas y oyó tres nuevas detonaciones. Volvió a hundirse en el banco cuando más balas golpearon contra la madera cerca de él.
Lanzó entonces dos disparos más en dirección al pistolero solitario.
El órgano se detuvo.
La gente comprendió lo que estaba sucediendo. La multitud empezó a salir en tropel de los bancos más allá de donde estaba escondido Malone, buscando la seguridad del exterior a través de las puertas traseras. Cotton utilizó la confusión para atisbar por encima del banco y ver al hombre de la chaqueta de cuero cerca de la entrada de una de las capillas laterales.
– Stephanie -gritó por encima del caos.
Ninguna respuesta.
– Stephanie. Soy Cotton. Hágame saber si está bien.
Siguió sin haber respuesta.
Se arrastró sobre su barriga, encontró el crucero contrario y se puso de pie. El pasillo que tenía ante sí rodeaba la iglesia y conducía al otro lado. Las columnas que marcaban el camino dificultarían cualquier disparo contra él, y luego el coro lo taparía completamente, de manera que se lanzó adelante.
Stephanie oyó que Malone gritaba su nombre. A Dios gracias, él nunca había sido capaz de ocuparse sólo de sus propios asuntos. Ella seguía en la Capilla de los Magos, oculta tras una tumba de mármol negro. Oyó los disparos y comprendió que Malone estaba haciendo lo que podía, pero le superaban en número al menos en una proporción de tres a uno. Tenía que ayudarle, pero ¿De qué podía servir ella? No llevaba ninguna arma. Al menos, debía hacerle saber que se encontraba bien. Pero antes de que pudiera contestar, a través de otra trabajada verja de hierro que daba a la iglesia, vio a Bernardo, pistola en mano.
El miedo le agarrotó los músculos, e invadió su mente un sentimiento de pánico nada familiar.
Bernardo entró en la capilla.
Malone dio la vuelta al coro. La gente seguía saliendo apresuradamente de la iglesia, sus voces histéricas. Seguramente alguien había llamado a la policía. Le bastaba con contener a sus atacantes hasta que llegaran.
Rodeó el deambulatorio y vio que uno de los hombres a los que había disparado estaba ayudando al otro a llegar a la puerta trasera. El que había iniciado el ataque no se encontraba a la vista.
Eso le preocupó.
Aminoró el paso y puso el arma en posición de disparo.
Stephanie se puso rígida. Bernardo estaba a una distancia de seis metros.
– Sé que está usted ahí -dijo el hombre, con una voz profunda, gutural-. Su salvador ha llegado, de manera que no tengo tiempo de negociar con usted. Sabe lo que quiero. Nos volveremos a ver.
La perspectiva no era halagüeña.
– Su marido se mostró igual de irrazonable. Recibió una oferta similar hace once años con relación al diario, y rehusó.
Las palabras del hombre le hirieron en lo vivo. Sabía que debería permanecer en silencio, pero no había forma. Ahora no.
– ¿Qué sabe usted de mi marido?
– Bastante. Dejémoslo así.
Stephanie oyó que el hombre se marchaba.
Malone vio a Chaqueta de Cuero salir de una de las capillas laterales.
– Alto -gritó.
El hombre giró en redondo y levantó su arma.
Malone se lanzó hacia un tramo de escaleras que conducían a otra sala que sobresalía de los muros de la catedral y bajó rodando media docena de escalones de piedra.
Tres balas impactaron en la pared, encima de su cabeza.
Malone retrocedió precipitadamente, dispuesto a devolver el fuego, pero Chaqueta de Cuero se encontraba a unos treinta metros de distancia, y corría hacia el vestíbulo trasero, donde giró hacia el otro lado de la iglesia.
Malone se puso de pie y salió trotando.
– Stephanie -gritó.
– Aquí, Cotton.
Vio aparecer a su antigua jefa al otro lado de la capilla. Caminaba hacia él, con una expresión glacial en su tranquila cara. Podían oírse las sirenas en el exterior.
– Sugiero que salgamos de aquí -dijo él-. Va a haber un montón de preguntas, y yo tengo la impresión de que usted no va a querer contestar a ninguna.
– Tiene usted toda la razón -dijo, rozándole al pasar.
Malone estaba a punto de sugerir que usara una de las otras salidas cuando las puertas principales se abrieron de golpe y la policía uniformada penetró en la iglesia. Él sostenía todavía el arma, y los policías la descubrieron inmediatamente.
Los pies se plantaron y las armas automáticas se alzaron.
Él y Stephanie se quedaron paralizados. - Hen til den landskab. Nu -fue la orden que llegó. «Al suelo. Ahora.»
– ¿Qué quieren que hagamos? -preguntó Stephanie. Malone dejó caer su arma y empezó a ponerse de rodillas.
– Nada bueno.
Raymond de Roquefort se encontraba de pie delante de la catedral, más allá del círculo de mirones, observando el drama que se desarrollaba. Él y sus dos asociados se habían desvanecido en la red de sombras arrojadas por los espesos árboles que se alzaban en la plaza de la catedral. Había conseguido deslizarse por una puerta lateral y retirarse, justo cuando la policía irrumpía por la entrada principal. Nadie parecía haberlo visto. Las autoridades, por el momento, se concentrarían en Stephanie Nelle y Cotton Malone. Pasaría un rato antes de que los testigos describieran a los otros hombres armados. Estaba familiarizado con este tipo de situaciones, y sabía que las cabezas tranquilas siempre prevalecían. Se dijo a sí mismo que debía relajarse. Sus hombres debían comprender que él controlaba la situación.
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