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Steve Berry: Los caballeros de Salomón

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Steve Berry Los caballeros de Salomón

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La poderosa orden medieval de los templarios poseía un conocimiento secreto que amenazaba los cimientos de la Iglesia y cuya revelación podría haber cambiado el rumbo de la Historia. Condenador por herejía, fueron aniquilados en el siglo XIV, y los rastros de su colosal saber se perdieron en el abismo de la Historia. Hasta hoy. Cotton Malone, un ex agente secreto del gobierno americano, se ve envuelto en una persecución a contrarreloj por descifrar ese enigma que los templarios codificaron. Su búsqueda pone al descubierto una peligrosa conspiración religiosa capaz de cambiar el destino de la humanidad y poner en entredicho la veracidad de los Santos Evangelios.

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– Desnudadlo -ordenó Imbert.

El guardapolvo que había llevado desde el día de su arresto le fue arrancado del cuerpo. No sintió mucha tristeza al perderlo, ya que la sucia ropa olía a heces y orina. Pero la regla prohibía a todos los hermanos que mostraran su cuerpo. Sabía que la Inquisición prefería a sus víctimas desnudas, sin orgullo. Así que se dijo a sí mismo que no se arrugaría por el acto insultante de Imbert. Su anciano cuerpo de cincuenta y seis años de edad poseía aún una buena estatura. Al igual que todos los caballeros hermanos, había cuidado de él. Permaneció erguido, aferrándose a su dignidad, y calmosamente preguntó:

– ¿Por qué debería ser humillado?

– ¿Qué queréis decir? -En la pregunta flotaba un aire de incredulidad.

– Esta sala era un lugar de adoración; sin embargo, me desnudáis y contempláis mi desnudez, sabiendo que los hermanos desaprueban semejantes exhibiciones.

Imbert alargó la mano, abrió el cofre y sacó una larga tela de sarga.

– Diez acusaciones han sido dirigidas contra vuestra preciosa orden.

De Molay las conocía todas. Iban desde ignorar los sacramentos y adorar ídolos, hasta sacar provecho de actos inmorales, y practicar la homosexualidad.

– La que me produce más preocupación -dijo Imbert- es vuestro requisito de que cada hermano niegue que Cristo es nuestro Señor y que escupa sobre, y pisotee, la verdadera cruz. Uno de vuestros hermanos ha contado incluso que algunos orinaban sobre una imagen de Jesús en la cruz. ¿Es eso cierto?

– Preguntad a ese hermano.

– Desgraciadamente, no resistió la dura prueba sufrida.

De Molay no dijo nada.

– Mi rey y Su Santidad se disgustaron más por esta confesión que por todas las otras. Seguramente, como un hombre nacido en el seno de la Iglesia, podéis comprender que se irritaran así por vuestra negativa a ver a Cristo como nuestro Salvador, ¿no?

– Prefiero hablar sólo con el Sumo Pontífice.

Imbert hizo un gesto, y los dos guardianes sujetaron con grilletes las dos muñecas de De Molay, luego dieron un paso atrás y le estiraron los brazos sin ninguna consideración. Imbert sacó un látigo de varias colas de debajo de su hábito. Los extremos tintinearon al chocar y De Molay vio que cada uno de ellos estaba rematado con un hueso.

Imbert descargó el látigo bajo los estirados brazos y sobre la desnuda espalda de De Molay. El dolor se extendió por su cuerpo y luego retrocedió, dejando una sensación de quemazón que no se alivió. Antes de que la carne tuviera tiempo de recuperarse, llegó otro azote, y luego otro. De Molay no quería darle a Imbert ninguna satisfacción, pero el dolor le superó y lanzó un grito de agonía.

– No os burlaréis de la Inquisición -declaró Imbert.

De Molay contuvo sus emociones. Estaba avergonzado de haber gritado. Miró fijamente a los grasientos ojos de su inquisidor, y aguardó lo que seguía.

Imbert volvió a mirarle.

– ¿Negáis a nuestro Salvador, decís que era solamente un hombre y no el hijo de Dios?¿Mancháis la verdadera cruz? Muy bien. Pues veréis lo que es soportar la cruz.

El látigo volvió a caer… contra su espalda, sus nalgas, sus piernas. La sangre salpicó cuando las puntas de hueso rasgaron la piel.

El mundo se desvanecía.

Imbert detuvo sus azotes.

– Crucificad al maestre -gritó.

De Molay levantó la cabeza y trató de concentrar la mirada. Vio lo que parecía un trozo redondo de hierro negro, ribeteado de clavos en los bordes, las puntas torcidas hacia abajo y hacia dentro.

Imbert se acercó.

– Ved lo que vuestro Señor soportó… Nuestro señor Jesucristo, al cual vos y vuestros hermanos negasteis.

La corona fue apretada sobre su cráneo y encajada a golpes. Los clavos mordieron su cuero cabelludo y la sangre manó de las heridas, empapando su mata de grasiento cabello.

Imbert arrojó su látigo a un lado.

– Traedlo.

De Molay fue arrastrado a través de la capilla hasta una alta puerta de madera que antaño había conducido a sus aposentos privados. Trajeron un taburete y fue colocado encima de él. Uno de los guardianes lo sostenía derecho mientras otro permanecía preparado por si se resistía, pero estaba demasiado débil para hacerlo.

Le quitaron los grilletes.

Imbert tendió tres clavos a otro guardián.

– El brazo derecho hacia arriba -ordenó Imbert-. Tal como hablamos.

El brazo fue estirado por encima de su cabeza. El guardián se acercó y De Molay vio el martillo.

Y comprendió lo que pensaba hacer.

Santo Dios.

Sintió que una mano le agarraba la muñeca, y la punta de un clavo se apretaba contra su sudorosa carne. Vio que el martillo se balanceaba y oyó el golpe del metal contra el metal.

El clavo atravesó su muñeca y él lanzó un grito.

– ¿Has encontrado venas? -le preguntó Imbert al guardián.

– Las he evitado.

– Bien. Así no morirá desangrado.

De Molay, siendo un joven hermano, había luchado en Tierra Santa cuando la orden había viajado hasta Acre. Recordaba la sensación de una hoja de espada contra la carne. Dura. Profunda. Duradera. Pero un clavo en la muñeca era algo infinitamente peor.

Su brazo izquierdo fue estirado en ángulo y otro clavo le atravesó la carne a la altura de la muñeca. De Molay se mordió la lengua, tratando de contenerse, pero el dolor le hizo rechinar los dientes. La sangre le llenó la boca y tuvo que tragar.

Imbert apartó el taburete de una patada y el peso de los seis pies de estatura de De Molay fue soportado ahora íntegramente por los huesos de sus muñecas, en especial la derecha, pues el ángulo de su brazo izquierdo tensaba el derecho hasta el punto de dislocación. Algo cedió en su hombro y el dolor golpeó su cerebro.

Uno de los guardianes le agarró el pie derecho y examinó la carne. Habían tenido buen cuidado en elegir los puntos de inserción, lugares donde corrían pocas venas. El pie izquierdo fue entonces colocado detrás del derecho y ambos fueron clavados a la puerta con un único clavo.

De Molay ya no tenía fuerzas para gritar.

Imbert inspeccionó la obra.

– Poca sangre. Bien hecho. -Dio un paso atrás-. Lo que nuestro Señor y Salvador soportó, vos lo soportaréis. Con una diferencia.

Ahora De Molay comprendió por qué habían elegido una puerta. Lentamente, Imbert hizo balancear la hoja en sus goznes, abriendo la puerta y luego cerrándola de golpe.

El cuerpo de De Molay fue proyectado en un sentido, luego en el otro, oscilando sobre las dislocadas articulaciones de sus hombros, sobre los clavos. La tortura era de una especie tal que jamás hubiera pensado que existiese.

– Como el potro -dijo Imbert-. Donde el dolor puede ser aplicado en fases. Esto, también, tiene sus gradaciones. Puedo dejar que colguéis. Puedo haceros balancear de un lado a otro. O puedo hacer lo que acabáis de experimentar, que es lo peor de todo.

El mundo aparecía y desaparecía intermitentemente, y él apenas podía respirar. Cada uno de sus músculos estaba atenazado por el dolor. Su corazón latía salvajemente. El sudor brotaba de su piel, y se sentía como si tuviera fiebre, todo su cuerpo convertido en una rugiente llamarada.

– ¿Os burláis de la Inquisición ahora? -preguntó Imbert.

De Molay quiso decirle a Imbert que odiaba a la Iglesia por lo que estaba haciendo. Un papa débil controlado por un monarca francés arruinado había conseguido destruir la más grande organización religiosa que el hombre había conocido. Quince mil hermanos repartidos por toda Europa. Nueve mil propiedades. Un grupo de hermanos que antaño habían dominado Tierra Santa y durado doscientos años. Los Pobres Compañeros-Soldados de Cristo y el Templo de Salomón eran el compendio de todo lo bueno. Pero el éxito había engendrado celos y, como maestre, él debería haberse percatado de las tormentas políticas que se cernían a su alrededor. Ser menos rígido, más flexible, no tan abierto. Gracias a Dios, había previsto algo, y tomado sus precauciones. Felipe IV nunca vería una onza del oro y la plata templarios.

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