– Alguien con quien no debería haber jugado. -De Roquefort hizo la señal de la cruz-. Que el Señor esté contigo.
Malone vio luces en las ventanas del segundo piso. La calle frente a la tienda de Hansen estaba vacía. Sólo había unos pocos coches aparcados sobre los oscuros adoquines, que él sabía que desaparecerían por la mañana, cuando los compradores, una vez más, invadieran esa parte del peatonal Ströget.
¿Qué había dicho Stephanie antes, cuando estaba en la tienda de Hansen? «Mi marido me dijo que era usted un hombre que podía encontrar lo inencontrable.» De manera que Peter Hansen estaba aparentemente relacionado con Lars Nelle, y esta antigua asociación explicaría por qué Stephanie había buscado a Hansen en vez de acudir a él. Pero no contestaba a la multitud de preguntas que Malone aún tenía en su cabeza.
Malone no había conocido a Lars Nelle. Éste murió un año después de que Malone ingresara en el Magellan Billet, en una época en que él y Stephanie estaban sólo empezando a conocerse. Pero posteriormente leyó todos los libros de Nelle, que eran una mezcla de historia, hechos, conjeturas y grandes coincidencias. Lars era un conspirador internacional, que pensaba que la región del sur de Francia conocida como el Languedoc albergaba una especie de gran tesoro. Lo cual era en parte comprensible. Aquella zona había sido durante mucho tiempo la tierra de los trovadores, un lugar de castillos y cruzadas, donde había nacido la leyenda del Santo Grial. Desgraciadamente, el trabajo de Lars Nelle no había generado ninguna erudición. En vez de ello, sus teorías sólo despertaron el interés de escritores New Age y cineastas independientes que desarrollaron su premisa original, acabando por proponer teorías que iban desde los extraterrestres al saqueo romano y a la esencia oculta de la Cristiandad. Nada, por supuesto, se había probado o hallado. Pero Malone estaba seguro de que a la industria turística francesa le encantaba todo aquella especulación.
El libro que Stephanie había tratado de comprar en la subasta de Roskilde se titulaba Pierres Gravées du Languedoc. «Piedras grabadas del Languedoc.» Un extraño título sobre un tema aún más extraño. ¿Qué importancia podía tener? Sabía que Stephanie nunca había quedado impresionada por el trabajo de su marido. Esa disputa había sido el problema número uno de su matrimonio y finalmente condujo a una separación… Lars viviendo en Francia, y ella en América. De manera que, ¿qué estaba haciendo ella en Dinamarca once años después de la muerte de Lars?¿Y por qué estaban otras personas tratando de meterse con ella… incluso hasta el punto de querer su muerte?
Siguió andando mientras intentaba ordenar sus pensamientos. Sabía que Peter Hansen no se alegraría de verlo, de modo que se dijo que debía elegir sus palabras cuidadosamente. Necesitaba apaciguar al idiota y enterarse de lo que pudiera. Incluso pagaría si tenía que hacerlo.
Algo rompió una de las ventanas del piso superior del edificio de Hansen.
Malone levantó la mirada cuando un cuerpo salía lanzado, con la cabeza por delante, daba la vuelta en el aire e iba a estrellarse contra el capó de un coche aparcado.
Corrió hacia allí y vio que se trataba de Peter Hansen. Le buscó el pulso. Estaba débil.
Sorprendentemente, Hansen abrió los ojos.
– ¿Puede usted oírme? -le preguntó a Hansen.
No hubo respuesta.
Algo zumbó cerca de su cabeza y el pecho de Hansen dio una sacudida hacia arriba. Otro silbido y el cráneo fue hecho pedazos, sangre y nervios manchándole la chaqueta.
Giró en redondo.
En la destrozada ventana, tres plantas más arriba, se encontraba un hombre con un fusil. El mismo hombre de la chaqueta de cuero que había iniciado el tiroteo en la catedral, el que intentó atacar a Stephanie. En el instante que le llevó al tirador volver a apuntar, Malone saltó detrás del coche.
Llovieron más balas.
El ruido de cada disparo era ahogado, como el de unas manos aplaudiendo. Un arma con silenciador. Una bala rebotó en la capota cerca de Hansen. Otra se estrelló contra el parabrisas, destrozándolo.
– Señor Malone, este asunto no le concierne -dijo el hombre desde arriba.
– Me concierne ahora.
No iba a quedarse para discutir la cuestión. Se agachó y utilizó como escudo los coches aparcados mientras se abría camino calle abajo.
Más disparos, como cojines esponjándose, tratando de encontrar un camino a través del metal y el vidrio.
Se encontraba casi a veinte metros de distancia cuando miró hacia atrás. La cara había desaparecido de la ventana. Se puso de pie y dobló a la carrera la primera esquina. Dio la vuelta a otra, tratando de servirse del laberinto de calles, colocando edificios entre él y sus perseguidores. Sintió el golpeteo de la sangre en las sienes, y los fuertes latidos de su corazón. Estaba nuevamente en el juego.
Se detuvo un momento y engulló una bocanada de frío aire.
Pasos apresurados se acercaban desde detrás. Se preguntó si sus perseguidores conocían el camino que rodeaba el Ströget. Tenía que suponer que sí. Dobló otra esquina y se encontró con más tiendas oscuras que le encajonaban. La tensión iba creciendo en su estómago. Se estaba quedando sin opciones. Por delante, una de las múltiples plazas abiertas del barrio, con una fuente que se agitaba en su centro. Todos los cafés que bordeaban su perímetro estaban cerrados por la noche. No había nadie a la vista. No habría muchos lugares para ocultarse. Al otro lado de la vacía extensión se levantaba una iglesia, a través de cuyas vidrieras se filtraba un débil resplandor. En verano, las iglesias de Copenhague estaban abiertas hasta la medianoche. Necesitaba un lugar para esconderse, al menos por un tiempo. De manera que corrió hacia su pórtico de mármol.
La cerradura se abrió con un ruidito.
Empujó la pesada puerta hacia dentro, luego la cerró suavemente, confiando en que sus perseguidores no lo advirtieran.
Luminarias distribuidas por toda la nave iluminaban el vacío interior. Un impresionante altar y estatuas esculpidas proyectaban imágenes fantasmales a través del tétrico aire. Trató de penetrar la oscuridad en dirección al altar y descubrió una escalera y un pálido brillo que llegaba de abajo. Se dirigió hacia allí y bajó, sintiendo que le envolvía una fría nube de preocupación.
Una puerta de hierro en el fondo se abría a un amplio espacio de tres naves con un bajo techo abovedado. Dos sarcófagos de piedra rematados con inmensas losas de granito esculpido se alzaban en el centro. La única luz que quebraba la oscuridad procedía de una lamparita ambarina situada junto a un pequeño altar. Aquél parecía un buen lugar para quedarse un rato. No podía regresar a su tienda. Con toda seguridad sabían dónde vivía. Se dijo a sí mismo que debía calmarse, pero su momentáneo alivio se quebró a causa de una puerta que oyó abrirse arriba. Su mirada se dirigió precipitadamente al techo de la bóveda, situado a menos de un metro de su coronilla.
Se oían los pasos de dos personas corriendo por el piso de arriba.
Se movió más deprisa en las sombras. Sintió un pánico familiar, que sofocó con una oleada de autocontrol. Necesitaba algo para defenderse, de manera que buscó en la oscuridad. En un ábside, a seis metros de distancia, descubrió un candelabro de hierro.
Se fue hasta allí.
El ornamento tendría un metro y medio de altura, con un solitario cirio de cera, de unos diez centímetros de grosor, alzándose en su centro. Quitó el cirio, y sopesó el metal. Era pesado. Con el candelabro en la mano, anduvo de puntillas a través de la cripta y ocupó una posición detrás de otra columna.
Alguien empezaba a bajar por los escalones.
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