Steve Berry - La profecía Romanov

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El 16 de julio de 1918 el Zar Nicolás II y toda la familia imperial son ejecutados a sangre fría, pero cuando en 1991 se inhuman sus restos se descubre que faltan los cadáveres de dos de los hijos del Zar. Hoy, tras la caída del comunismo, el pueblo rusa ha decidido democráticamente el regreso de la monarquía. Una Comisión especial queda a cargo de que el nuevo Zar sea escogido entre varios familiares distantes de Nicolás II. Cuando el abogado norteamericano Miles Lord es contratado para investigar a uno de los candidatos, se ve envuelto en una trama para descubrir uno de los grandes enigmas de la Historia: qué le sucedió realmente a la familia imperial. Su única pista es un críptico mensaje en los escritos de Rasputín que anuncia que aquel cruento capítulo no será el último en la leyenda de los Romanov.

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– Si no me falla la memoria -dijo Lord-, Lenin nunca pensó que el Zar fuera necesariamente un elemento que pudiera concitar el acuerdo de toda la oposición. En 1918, los Romanov estaban totalmente desacreditados. «Nicolás el Sanguinario», etcétera. La campaña de desinformación que organizaron los comunistas contra los imperialistas fue bastante eficaz.

Pashenko asintió.

– Algunos escritos del Zar y la Zarina se publicaron en aquel momento. Fue idea de Lenin. Así podía enterarse la gente, de primera mano, de hasta qué punto se había vuelto indiferente a todo la familia real. Ni que decir tiene que el material publicado había sido objeto de una selección previa y, en gran medida, de bastantes retoques. La intención era también enviar un mensaje al extranjero. Lenin tenía la esperanza de que el Káiser quisiera rescatar a Alejandra. Pensó que si dejaba claro que su vida estaba en peligro tal vez Alemania aceptase la firma de un tratado de paz, o la negociación sobre el retorno de los prisioneros de guerra rusos. Pero los alemanes poseían una extensa red de espionaje por toda Rusia, y más en la región del Ural, luego cabe suponer que ya estaban al corriente de que la familia imperial había sido asesinada en julio de 1918. De hecho, Lenin estaba negociando con cadáveres.

– ¿Y eso que decía de que la Zarina y sus hijas se salvaron?

– Más desinformación soviética. Lenin no estaba seguro de cómo se valoraría en el extranjero la matanza de mujeres y niños. Moscú puso gran empeño en pintar lo ocurrido como una ejecución legítima, efectuada, además, con heroísmo. Así que los comunistas se inventaron un cuento en el que las mujeres Romanov se salvan para perecer luego en una batalla del Ejército Blanco. Lenin pensó que mediante la desinformación lograría despistar a los alemanes. Cuando al fin comprendió que a nadie le importaban un bledo los Romanov, fueran del sexo que fuesen, desistió del engaño.

– Pero la desinformación siguió adelante.

Pashenko sonrió.

– Ese mérito debe atribuirse a nuestra Santa Agrupación. Nuestros predecesores llevaron a cabo una excelente labor de cobertura. Parte del plan del Originador consistía en dejar a los soviéticos en la duda, y también a los extranjeros. No estoy seguro, pero creo que lo de Anna Anderson fue creación de Yusúpov. La hizo salir a escena para perpetuar un engaño, y todo el mundo lo aceptó con ganas.

– Hasta que las pruebas de ADN pusieron de manifiesto el fraude.

– Pero eso ha ocurrido hace poco. Yo tengo la intuición de que Yusúpov le enseñó a Anna Anderson todo lo que necesitaba saber. El resto fue producto de su extraordinaria interpretación.

– ¿Así que también hay que incluir lo de Anna Anderson en todo esto?

– Y muchas más cosas, señor Lord. Yusúpov vivió hasta 1967, y puso todo de su parte para que el plan funcionase bien. Las informaciones erróneas no sólo eran para mantener desprevenidos a los soviéticos, sino también para que los demás sobrevivientes de los Romanov no se desmandasen. Nunca pudieron estar seguros de que no se había salvado ningún heredero directo, de modo que ninguna de las facciones logró hacerse con el control de la familia. Anna Anderson interpretó magníficamente su papel, y hubo miembros de los Romanov que llegaron a jurar que ella era Anastasia. Yusúpov era muy brillante concibiendo ideas. Transcurrido un tiempo, empezaron a surgir pretendientes por todas partes. Hubo libros, películas, disputas cortesanas. El engaño adquirió vida propia.

– Todo por guardar el secreto real.

– Exacto. Tras la muerte de Yusúpov, la responsabilidad recayó en otros, yo entre ellos; pero las restricciones que los soviéticos ponían al desplazamiento de personas dificultaron el éxito. Puede que Dios nos esté alumbrando con la aparición de ustedes dos. -Pashenko reforzó a continuación el énfasis-. Me alegra que haya tomado usted la decisión de hacer esto, señor Lord. Este país necesita sus servicios.

– No sé muy bien qué servicios puedo prestar.

El anciano miró a Akilina.

– Y lo mismo te digo, cariño.

Pashenko se echó hacia atrás en su sillón.

– Ahora, unos cuantos detalles más. La profecía de Rasputín nos predice que habrá animales en el asunto. No se me ocurre cómo. También dice que Dios nos facilitará el modo de garantizar que la elección sea justa. Esto último puede ser una referencia a la prueba de ADN, que desde luego puede utilizarse para verificar la autenticidad de cualquier persona que usted localice. Ya no estamos en los tiempos de Lenin o Yusúpov. La ciencia puede ayudarnos.

La serenidad de aquella casa le había calmado los nervios, y Lord sentía que lo iba invadiendo el cansancio, hasta el punto de no dejarlo pensar. También había que tener en cuenta lo apetitoso que resultaba el olor de las coles con patatas.

– Ni que decir tiene que los hombres que los trajeron a ustedes aquí están preparándolo todo. -Pashenko se volvió hacia Akilina-. Mientras comemos, los enviaré a su apartamento para que recojan lo que usted pueda necesitar. Le recomiendo que lleve encima el pasaporte, porque no hay indicación alguna de adonde puede conducirlos su búsqueda. Por otra parte, sepa usted que tenemos contactos dentro de la organización propietaria del circo. Haré que le concedan un permiso, para no poner en peligro su carrera. Si de esto no resulta nada, al menos tendrá usted su trabajo esperándola.

– Gracias.

– ¿Qué hacemos con sus cosas, señor Lord?

– Les daré a sus hombres la llave de mi habitación. Pueden traerme la maleta. También necesito enviarle un mensaje a mi jefe, Taylor Hayes.

– No se lo recomiendo. La profecía aconseja el secreto, y estoy convencido de que debemos respetarla.

– Pero es que Taylor podría sernos de ayuda.

– No necesita usted ninguna ayuda.

Lord estaba demasiado cansado para discutir. Además, era muy posible que Pashenko tuviera razón. Cuantas menos personas conocieran su paradero, mejor. Siempre podía llamar por teléfono a Hayes más adelante.

– Aquí podrán ustedes pasar la noche sin ningún riesgo -dijo Pashenko-, y emprender su búsqueda mañana.

24

Sábado, 16 de octubre

16:45

Lord conducía un Lada bastante asendereado, por un trozo de carretera de dos carriles. El coche era aportación de Pashenko y vino con el depósito lleno, más cinco mil dólares al contado. Lord había pedido dólares, mejor que rublos, porque era muy cierto lo que les había dicho Pashenko la noche anterior: nadie sabía adonde podía conducirles este viaje. Seguía pensando que la aventura, en su totalidad, era una pérdida de tiempo, pero se sentía mil veces mejor en aquel momento, a seis horas de Moscú, dirección sur, atravesando los bosques del sudoeste ruso.

Llevaba unos pantalones vaqueros y un jersey: los hombres de Pashenko habían podido entrar en el hotel Voljov y recoger su maleta sin problemas. Había echado una cabezada, y la ducha y el afeitado habían hecho milagros. Akilina también tenía mucho mejor aspecto. Los hombres de Pashenko habían recogido su ropa, junto con el pasaporte y el visado de salida. Para facilitar sus muchos viajes, todos los artistas del circo poseían visado sin fecha de expiración.

No había dicho una palabra durante todo el viaje. Llevaba una camiseta de cuello vuelto, vaqueros y una chaqueta de ante color verde hoja (prendas que, según explicó, había comprado en Munich el año anterior). Los colores oscuros y la confección tradicional le sentaban muy bien. Las solapas altas acentuaban la estrechez de los hombros, confiriéndole un aspecto de Annie Hall que a Lord le encantó.

Por la ventanilla pasaban campos y bosques. El terreno era negro, en nada parecido a la arcilla roja del norte de Georgia. La zona era famosa por sus patatas. Lord recordó, divertido, aquella anécdota de Pedro el Grande en que ordenaba por decreto real que los campesinos de aquella área cultivaran tan extraña planta. Manzanas de tierra, las llamaba Pedro. Pero las patatas eran desconocidas en Rusia, y el Zar no cayó en el detalle de explicar qué parte de la planta había que recoger. Cuando, en su desesperación, los campesinos se comieron todo, menos las raíces, cayeron enfermos. Irritados y llenos de frustración, quemaron la cosecha entera. Fue sólo cuando uno de ellos probó el interior de un tubérculo, recién quemado, cuando las patatas se ganaron un sitio en sus campos y en su dieta.

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