Boris era un tipo corpulento, fumaba Marlboro sin cesar y se mostraba excesivamente atento con mi prometida.
Habló un poco de sus tiempos en el KGB y luego nos contó unas cuantas anécdotas sobre su segunda carrera en la Inteligencia libia. Mencionó que le había dado a Jalil varios consejos sobre su viaje a Estados Unidos. Boris tenía curiosidad por saber cómo habíamos dado con Jalil y todo eso.
No acostumbro suministrar mucha información a agentes de servicios de inteligencia extranjeros pero el hombre actuaba con nosotros sobre la base de «uno por uno», y si Kate o yo contestábamos a su pregunta él contestaba a la nuestra. Podría haberme pasado días enteros hablando con aquel tipo pero había otras personas en la sala, y de vez en cuando nos decían que no respondiéramos o que cambiáramos de tema. ¿Qué ha sido de la libertad de expresión?
De todos modos, tomamos un sorbito de vodka juntos e inhalamos humo de segunda mano.
Uno de los chicos de la CÍA anunció que era hora de marcharse, y nos pusimos todos en pie.
– Deberíamos volver a vernos -le dije a Boris.
Se encogió de hombros e hizo un gesto en dirección a sus amigos de la CÍA.
Finalmente nos estrechamos la mano.
– Ese hombre es una máquina de matar perfecta -nos dijo Boris a Kate y a mí-, y lo que no mata hoy lo matará mañana.
– Es sólo un hombre -repliqué.
– A veces me pregunto si lo es. -Y añadió-: En cualquier caso, los felicito a los dos por su supervivencia. No desperdicien ninguno de sus días.
Yo estaba seguro de que se trataba de otra expresión rusa y de que no teñía nada que ver con el tema de Asad Jalil. ¿Verdad?
Kate y yo regresamos a Nueva York, y ninguno de los dos volvió a mencionar a Boris. Pero la verdad es que me gustaría beberme una botella entera de vodka con él algún día. Quizá le hiciera llegar una citación. Quizá no era buena idea.
Transcurrieron varias semanas, y seguíamos sin saber nada de Asad Jalil ni tener noticia de que el señor Gadafi hubiera fallecido repentinamente.
Kate no hizo cambiar el número de su teléfono móvil, yo sigo teniendo el mismo número directo en 26 Federal Plaza, y estamos esperando una llamada del señor Jalil.
Mejor que eso, Stein y Koenig -como parte de nuestro pacto con la gente de Washington- nos ordenaron que formásemos un equipo especial constituido por mí, Kate, Gabe, George Foster y varias otras personas cuya única misión es encontrar y apresar al señor Asad Jalil. Yo solicité también al Departamento de Policía de Nueva York el traslado de mi viejo compañero, Dom Fanelli, a la BAT. Él se resiste pero yo soy ahora una persona importante y pronto tendré a Dom en mis manos. Quiero decir que él es responsable de que yo esté en la BAT, y una buena jugarreta se merece otra. Será como en los viejos tiempos.
No habrá nadie de la CÍA en nuestro nuevo equipo, lo que aumenta mucho nuestras probabilidades.
Este equipo especial es probablemente lo único que me mantenía en aquel jodido puesto. Quiero decir que me tomo muy en serio la amenaza de aquel individuo, y es simplemente cuestión de matar o que te maten. Ninguno de los miembros del equipo pretendemos coger vivo a Asad Jalil, y el propio Asad Jalil tampoco tiene intención de ser cogido vivo, de modo que la cosa resulta bien para todos.
Llamé a Robin, mi ex, y le informé de mi próximo matrimonio.
Ella me deseó felicidad.
– Ahora puedes cambiar el estúpido mensaje de tu contestador -me aconsejó.
– Buena idea.
– Si coges algún día a ese Jalil -añadió-, pásame el caso.
Yo había practicado este jueguecito con ella en el caso de los delincuentes que me tirotearon en la calle 102 Oeste.
– De acuerdo, pero quiero el diez por ciento de tus honorarios -respondí.
– Lo tienes. Y perderé el caso, y le caerá la perpetua.
– Hecho.
Así que, una vez resuelto eso, pensé que debía llamar a antiguas amigas para decirles que tenía una compañera a tiempo completo que pronto sería mi mujer. Pero no quería hacer esas llamadas telefónicas, de modo que, en su lugar, envié e-mails, tarjetas y fax. Recibí unas cuantas respuestas, en su mayoría condolencias por la novia. No le enseñé ninguna de ellas a Kate.
Se aproximaba el Gran Día, y yo no estaba nervioso. Ya había estado casado, y me había enfrentado muchas veces a la muerte. No quiero decir que haya ninguna semejanza entre casarse y que te disparen pero… tal vez la haya.
Kate manifestaba bastante calma con respecto a todo el asunto, y eso que nunca había hecho el paseíllo por el pasillo central. Parecía dominar realmente la situación y sabía qué había que hacer, y cuándo había que hacerlo, y quién tenía que hacer qué, y todo eso. Yo creo que se trata de un conocimiento no aprendido que tiene algo que ver con el cromosoma X.
Bromas aparte, me sentía feliz, satisfecho y más enamorado que nunca. Kate Mayfield era una mujer extraordinaria, y yo sabía que viviríamos siempre felices. Creo que lo que me gustaba de ella era que me aceptaba tal como era, lo cual no es realmente demasiado difícil, habida cuenta de lo casi perfecto que soy.
Además, habíamos compartido una experiencia que era todo lo profunda y determinante que dos personas pueden compartir, y lo habíamos hecho bien. Kate Mayfield era valiente, leal e ingeniosa y, a diferencia de mí, todavía no era cínica ni estaba hastiada del mundo. De hecho, era una patriota, y no puedo decir otro tanto de mí mismo. Tal vez lo fuera en otro tiempo pero en el transcurso de mi vida nos han sucedido demasiadas cosas a mi país y a mí. Sin embargo, hago mi trabajo.
Lo que más siento con respecto a todo este asunto -aparte de mi evidente sentimiento por la pérdida de vidas- es que no creo que hayamos aprendido nada de todo esto.
Como yo, el país siempre ha tenido suerte y siempre se las ha arreglado para esquivar la bala fatal. Pero la suerte, como he aprendido en las calles y en las mesas de juego y en el amor, se acaba. Y, si no es demasiado tarde, te enfrentas a los hechos y a la realidad y trazas un plan de supervivencia que no tiene para nada en cuenta la suerte.
Y hablando de eso, el día de nuestra boda llovía, lo cual, según he descubierto, se supone que significa buena suerte. Yo creo que sólo significa que te mojas.
Casi todos mis amigos y familiares habían hecho el viaje hasta esta pequeña ciudad de Minnesota, y la mayoría de ellos se comportaron mejor que en mi primera boda. Naturalmente, hubo unos cuantos incidentes cuando mis compañeros solteros de la policía de Nueva York se mostraron groseros con aquellas provincianitas rubias y de ojos azules -incluido el incidente de Dom Fanelli con la dama de honor, en el que no entraré- pero eso era de esperar.
Los familiares de Kate eran blancos, anglosajones y protestantes, y el sacerdote era metodista y actor consumado. Me hizo prometer amar, honrar y no volver a mencionar jamás el «Expediente X».
Fue una ceremonia de doble anillo: un anillo para el dedo de Kate, otro anillo para mi nariz. Bueno, supongo que ya está bien de chistes sobre el matrimonio. De hecho, me han dicho que ya está bien.
Los blancos anglosajones y protestantes del Medio Oeste vienen en dos variedades: secos y húmedos. Éstos le daban al frasco, así que nos llevábamos realmente bien. Él padre era un tipo estupendo, la madre era guapa, y también la hermana. Mis padres les contaron sobre mí un montón de historias que a ellos les parecían graciosas, más que anormales. La cosa iba a salir bien.
En cualquier caso, Kate y yo pasamos una semana en Atlantic City y luego otra semana en la costa californiana. Acordamos reunimos con Gene Barlet en Rancho del Cielo, y el viaje en coche a las montañas fue mucho más agradable que la última vez. Y también el rancho, que ofrecía mucho mejor aspecto a la luz del día y sin francotirador.
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