Nelson Demille - El juego del León

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Desde un puesto especial de observación en el aeropuerto JFK de Nueva York, miembros de la Brigada Antiterrorista esperan la llegada de un pasajero desde París: Asad Khalil, un terrorista libio conocido como «El León» que va a pasarse a Occidente. Todo se está desarrollando conforme a lo previsto; el avión con sus centenares de pasajeros, incluido Khalil y sus escoltas del FBI, llega puntual a su destino. Sin embargo, pronto queda claro que algo marcha mal, terriblemente mal, y que lo ocurrido en este vuelo es sólo un preludio del terror que se sucederá a continuación…
John Corey, que sobrevivió a tres heridas de bala mientras fue miembro de la policía neoyorquina, sabe que ha agotado su cupo de buena suerte. No obstante, se alista como agente contratado al servicio de la Brigada Antiterrorista del gobierno federal y es asignado a la peligrosa sección de Oriente Medio. Kate Mayfield, su compañera en esta misión, tiene mayor graduación que John y menos edad, lo que constituye una combinación desastrosa para ambos. Aun así, ella consigue mantenerse firme frente al estilo temerario de John. Ahora, Corey y Mayfield deberán unir sus fuerzas y enfrentarse a un ser sin escrúpulos, un asesino cuya maldad no tiene límites.

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– De acuerdo, ¿cuál es la definición de árabe moderado?

– ¿Cuál?

– Un tipo que se ha quedado sin munición.

– Eso sí tiene gracia.

El sol cobró fuerza y dispersó la niebla restante. Nos cogimos de la mano, esperando que viniera a recogernos un helicóptero o que pasara por allí un vehículo o una patrulla a pie.

– Esto ha sido un anticipo del futuro -dijo Kate como hablando consigo misma.

Era cierto. Y Asad Jalil, u otro como él, volvería con algún nuevo agravio, y nosotros enviaríamos como represalia un misil de crucero contra la casa de alguien, y todo recomenzaría en un interminable círculo vicioso.

– ¿Quieres abandonar este oficio? -pregunté a Kate.

– No. ¿Y tú?

– Sólo si tú lo haces.

– A mí me gusta -dijo.

– Lo que a ti te guste me gusta a mí.

– A mí me gusta California.

– A mí me gusta Nueva York.

– ¿Qué tal Minnesota?

– ¿Es una ciudad p un Estado?

Finalmente, un helicóptero nos vio y, tras determinar que no éramos unos enloquecidos terroristas árabes, aterrizó y fuimos transportados a bordo.

CAPÍTULO 57

Nos llevaron a un helipuerto situado en el hospital del condado de Santa Bárbara, y nos instalaron en habitaciones contiguas, sin vistas especialmente atractivas.

Muchos de nuestros amigos de la oficina del FBI en Ventura pasaron a saludarnos: Cindy, Chuck, Kim, Tom, Scott, Edie, Ro-ger y Juan. Todos alabaron nuestro buen aspecto. Creo que si me siguen disparando una vez al año, para cuando cumpla los cincuenta tendré un aspecto horrible.

Como es de imaginar, mi teléfono sonaba constantemente: Jack Koenig, el capitán Stein, mi ex compañero Dom Fanelli, mi ex esposa, Robin, familiares, amigos, colegas pasados y presentes, etcétera, etcétera. Todo el mundo parecía muy preocupado por mi estado, naturalmente, y siempre preguntaban primero cómo me iba y esperaban pacientemente mientras yo decía que muy bien antes de abordar la cuestión que realmente les interesaba: qué había sucedido.

Como recordaba de mi anterior estancia, los pacientes de hospital recurren a numerosas excusas. Por lo tanto, según quien llamaba, yo tenía cinco líneas estándar de actuación: estoy tomando analgésicos y no puedo concentrarme; es la hora de mi baño de esponja; esta línea no es segura; tengo un termómetro metido en el culo; mi siquiatra dice que no debo rememorar el incidente.

Evidentemente, hay que utilizar la línea adecuada para cada persona. Decirle a Jack Koenig, por ejemplo, que tenía un termómetro metido en el culo… bueno, creo que la cosa está clara.

El segundo día llamó Beth Penrose. No me pareció oportuna para aquella conversación ninguna de las líneas estándar, así que tuvimos «La Conversación». Fin de la historia. Ella me deseó que me fuese bien, y era sincera. Yo le deseé que le fuese bien a ella, y era sincero.

Varias personas de la oficina de Los Ángeles se pasaron también a ver cómo le iba a Kate, y algunas de ellas incluso se acercaron a verme a mí, incluido Douglas Pindick, que me cerró la llave del suero. Es broma.

Otro visitante fue Gene Barlet, del Servicio Secreto. Nos invitó a Kate y a mí a volver al rancho de Reagan cuando estuviéramos en condiciones.

– Les enseñaré el lugar donde les dispararon -dijo-. Pueden recoger esquirlas de la roca. Tomar unas fotos.

Yo le aseguré que no tenía ningún interés en inmortalizar el incidente pero Kate aceptó su invitación.

De todos modos, supe por varias personas distintas que Asad Jalil parecía haberse esfumado, lo cual no me sorprendió. Había dos posibilidades con respecto a la desaparición del señor Jalil: una, había regresado a Trípoli; dos, la CÍA lo tenía en su poder y estaba tratando de hacerle cambiar de bando convenciendo al León de que ciertos libios sabían mejor que los norteamericanos.

Sobre esa cuestión, yo aún no sabía si Ted y compañía dejaron realmente que Asad Jalil continuara su misión de matar a aquellos pilotos para que así se sintiera más realizado y, por lo tanto, satisfecho y receptivo a la idea de matar a tío Muammar y sus amigos. También me preguntaba dónde habían obtenido los libios los nombres de aquellos pilotos. Quiero decir que ésa es realmente una teoría de conspiración estilo «Expediente X», y resultaba tan aventurada que no le dediqué demasiado tiempo ni perdí mucho sueño con ella. Sin embargo, me preocupaba.

En cuanto a Ted, me preguntaba por qué no había venido a visitarnos, pero imaginaba que estaba ocupado urdiendo mentiras, bullendo e intrigando por los pasillos de Langley.

El tercer día de nuestra estancia en el hospital, llegaron cuatro caballeros de Washington, representantes, dijeron, del Federal Bureau of Investigation, aunque uno de ellos tenía todo el aire de ser de la CÍA. Kate y yo estábamos lo bastante bien como para recibirlos en una sala de visitas privada. Nos tomaron declaración, naturalmente, porque eso es lo que hacen. Les encanta tomar declaraciones, pero rara vez hacen declaraciones ellos.

Dijeron, sin embargo, que el FBI no había detenido todavía a Asad Jalil, lo cual tal vez fuese técnicamente cierto. Yo mencioné a aquellos caballeros que el señor Jalil había jurado matarnos a Kate y a mí aunque eso le llevara el resto de su vida.

Nos dijeron que no nos preocupáramos demasiado, que no hablásemos con desconocidos y que estuviéramos en casa antes de que se hiciese de noche, o algo parecido. Formulamos el vago compromiso de reunimos en Washington cuando nos sintiéramos recuperados. Afortunadamente, nadie habló de una conferencia de prensa.

En relación con eso, se nos recordó que habíamos firmado varias declaraciones juradas, promesas y cosas así, limitando nuestro derecho a hacer declaraciones públicas y jurando salvaguardar toda información relacionada con la seguridad nacional. En otras palabras, no habléis con la prensa u os daremos una tunda tal que las heridas de bala que tenéis en el culo os parecerán, en comparación, simples granitos.

Eso no era una amenaza, porque el gobierno no amenaza a sus ciudadanos, pero constituía una clara advertencia.

Yo recordé a mis colegas que Kate y yo éramos héroes pero nadie parecía saber nada de eso. Anuncié luego a los cuatro caballeros que era la hora de mi enema, y se fueron.

Por lo que se refiere a la prensa, todos los medios de comunicación informaron del intento de asesinato de Ronald Reagan pero se quitaba importancia al asunto, y la declaración oficial de Washington fue: «La vida del presidente no ha corrido peligro en ningún momento.» No se mencionaba a Asad Jalil -el solitario individuo implicado era desconocido- y nadie pareció establecer relación alguna entre los pilotos muertos y el intento de asesinato. Eso cambiaría, naturalmente, pero, como diría Alan Parker: «Un tercio hoy, un tercio mañana, y el resto cuando los periodistas empiecen a apretarnos los huevos.»

El cuarto día de nuestra estancia en el hospital del condado de Santa Bárbara se presentó solo el señor Edward Harris, colega de la CÍA de Ted Nash, y lo recibimos en la sala de visitas privada. Él también nos recordó que no debíamos hablar con la prensa y sugirió que habíamos sufrido un fuerte shock, pérdida de sangre y todo eso y que no se podía confiar en nuestra memoria.

Kate y yo habíamos hablado anteriormente de eso, y aseguramos al señor Harris que ni siquiera podíamos recordar lo que teníamos para comer.

– Yo ni sé por qué estoy en el hospital -añadí-. Lo último que recuerdo es que iba al aeropuerto Kennedy para recoger a un desertor.

Edward, sin embargo, pareció un poco escéptico.

– No exagere -dijo.

– Le gané veinte dólares en aquella apuesta -informé al señor Harris-. Y diez a Ted.

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