Nelson Demille - El juego del León

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Desde un puesto especial de observación en el aeropuerto JFK de Nueva York, miembros de la Brigada Antiterrorista esperan la llegada de un pasajero desde París: Asad Khalil, un terrorista libio conocido como «El León» que va a pasarse a Occidente. Todo se está desarrollando conforme a lo previsto; el avión con sus centenares de pasajeros, incluido Khalil y sus escoltas del FBI, llega puntual a su destino. Sin embargo, pronto queda claro que algo marcha mal, terriblemente mal, y que lo ocurrido en este vuelo es sólo un preludio del terror que se sucederá a continuación…
John Corey, que sobrevivió a tres heridas de bala mientras fue miembro de la policía neoyorquina, sabe que ha agotado su cupo de buena suerte. No obstante, se alista como agente contratado al servicio de la Brigada Antiterrorista del gobierno federal y es asignado a la peligrosa sección de Oriente Medio. Kate Mayfield, su compañera en esta misión, tiene mayor graduación que John y menos edad, lo que constituye una combinación desastrosa para ambos. Aun así, ella consigue mantenerse firme frente al estilo temerario de John. Ahora, Corey y Mayfield deberán unir sus fuerzas y enfrentarse a un ser sin escrúpulos, un asesino cuya maldad no tiene límites.

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– Vale.

– Una, dos…

– ¡Espera! ¿Por qué no volvemos al peñasco en que estábamos?

Volví la cabeza y miré el peñasco. Su altura no llegaba a metro y medio, y su anchura era menor aún. Las rocas que lo rodeaban, en las que habíamos estado sentados, no eran mayores que piedras grandes. Pero si lográbamos agazaparnos detrás de él, nos veríamos a salvo del fuego directo procedente de los árboles.

– De acuerdo -dije-, pero estaremos un poco apretados ahí detrás.

– Vamos antes de que empiece a disparar otra vez. Una, dos, tres…

Nos levantamos de un salto y corrimos agachados en dirección al peñasco… lo que suponía correr también en dirección a Jalil.

Hacia la mitad del trayecto, oí sobre mi cabeza aquel zumbido familiar pero Jalil tenía que disparar por encima del peñasco al que nos dirigíamos, y no se hallaba a bastante altura en el árbol como para poder disparar en el ángulo agudo que necesitaba para alcanzarnos.

Kate y yo llegamos a la roca, nos dimos la vuelta y nos sentamos muy juntos el uno al lado del otro, con las rodillas levantadas hasta el pecho. Ella se apretaba el ensangrentado pañuelo contra el costado izquierdo.

Permanecimos inmóviles unos momentos recobrando el aliento. Yo no oía ningún zumbido sobre nuestras cabezas, y me pregunté si aquel bastardo habría tenido los huevos de abandonar la protección de los árboles y venía hacia nosotros. Saqué la Glock, respiré hondo, asomé la cabeza por un lado de la roca y escruté rápidamente el espacio antes de volver a esconderla con el tiempo justo para evitar que la volase una bala bien dirigida que hizo saltar esquirlas de roca.

– Ese tío sabe disparar.

– ¿Qué cojones crees que estás haciendo? Siéntate.

– ¿Dónde aprendiste a soltar esos tacos?

– Nunca he soltado tantos tacos en mi vida hasta que te conocí.

– ¿De veras?

– Siéntate y calla.

– Está bien.

Así que nos quedamos allí sentados, rezumando sangre, pero no en cantidad suficiente como para atraer tiburones, o lo que hubiese por los alrededores. Asad Jalil permanecía extrañamente silencioso, y yo me estaba poniendo nervioso al pensar qué se propondría. Quiero decir que aquel cabrón podría estar a siete metros de distancia, deslizándose por entre la espesura.

– Voy a hacer unos cuantos disparos al aire -dije-, para atraer la atención y mantener apartado a Jalil.

– No. Si atraes aquí a los agentes del Servicio Secreto, Jalil los matará. No quiero tener ese peso sobre mi conciencia. No corremos peligro. Quédate quieto.

Yo no estaba seguro de que no corriésemos peligro, pero lo demás era razonable. Así que, John Corey, hombre de acción, quédate quieto.

– Quizá logre atraer la atención de Ted -dije al cabo de un minuto-. Entonces él y Jalil pueden sostener un duelo a tiros.

– Estate quieto y calla. Escucha a ver si percibes sonidos en la espesura.

– Buena idea.

Kate se contorsionó para quitarse la chaqueta roja, que era casi del mismo color que la sangre que la empapaba. Se ató las mangas en torno a la cintura, formando un torniquete sobre las heridas.

Luego metió la mano en uno de los bolsillos de la chaqueta.

– Llamaré al motel Sea Scape para comunicarles nuestra situación -dijo- y que avisen al Servicio Secreto de aquí y…

Siguió buscando en los bolsillos y exclamó:

– No encuentro el móvil.

Oh, oh.

Tanteamos los dos por el suelo. Kate extendió demasiado la mano por el lado izquierdo, y el suelo estalló a unos centímetros de sus dedos. Retiró la mano al instante, como si hubiera tocado un hornillo caliente, y se la miró.

– Dios mío, he sentido cómo esa bala me rozaba los nudillos… pero… no estoy herida… He sentido el calor o algo así.

– Ese hombre sabe disparar. ¿Dónde está el móvil?

Volvió a registrarse los bolsillos de la chaqueta y los pantalones.

Se ha debido de caer del bolsillo al rodar por el suelo -anunció-. Maldita sea.

Nos quedamos mirando la pendiente cubierta de maleza que se extendía ante nosotros pero no había forma de saber dónde estaba el teléfono, y, desde luego, ninguno de los dos iba a ir a buscarlo.

Así que continuamos allí sentados, atentos al ruido de alguien que avanzara hacia nosotros. Yo esperaba que aquel bastardo estuviera viniendo en nuestra dirección porque sabía que tendría que rodear el peñasco o pasar por encima de él, y lo oiríamos. Yo quería dispararle una vez por lo menos. Pero si se movía describiendo un arco amplio, no lo veríamos ni lo oiríamos, y él tenía el rifle con mira telescópica. Me sentí de pronto menos seguro en aquel lado del peñasco, sabiendo que Jalil podría estar moviéndose por entre la maleza de la que nosotros acabábamos de salir.

– Siento lo del teléfono -dijo Kate.

– No es culpa tuya. Supongo que yo debería tener un móvil.

– No es mala idea. Te compraré uno.

Pasó un helicóptero a unos cuatrocientos metros de distancia pero no nos vio, ni nos detectó -tampoco a Jalil-, con cualquiera que fuese la clase de sensor con que iba equipado. Y tampoco disparó Jalil contra él, que habría sido un blanco fácil. Esto me indujo a creer que Asad Jalil se había ido… o que el señor Jalil se abstenía de disparar porque a quien realmente quería cazar era a mí. Bueno, era una idea inquietante.

Fuera como fuese, yo ya me había hartado de aquello. Me quité la chaqueta y, antes de que Kate pudiera impedírmelo, me puse rápidamente en pie y la agité a un lado, como un torero citando al toro. Pero, a diferencia de un torero, yo me deshice apresuradamente de la chaqueta mientras me zambullía detrás del peñasco, justo a tiempo para oír el zumbido que sacudió la chaqueta e hizo saltar unas ramas a nuestro lado.

– Creo que está todavía entre los árboles -dije antes de que Kate pudiera gritarme.

– ¿Y cómo lo sabes?

– El disparo ha venido de esa dirección. Me he dado cuenta por el zumbido y el impacto, y ha habido un lapso de medio segundo, como si estuviese todavía a cien metros de distancia.

– ¿Te estás inventando eso?

– Más o menos.

Bueno, volvimos a la guerra de nervios. Justo cuando ya pensaba yo que Jalil estaba ganando, don Asesino Implacable se sintió frustrado y empezó a disparar de nuevo. El muy cabrón se divertía disparando sobre la cresta del peñasco, y fragmentos de piedra volaban por el aire y caían sobre nosotros.

Disparó un cargador completo, luego recargó el arma y empezó a disparar por ambos lados del peñasco, de modo que los proyectiles impactaban a pocos centímetros de nuestras encogidas piernas. Contemplé, fascinado, cómo la pedregosa tierra estallaba en pequeños cráteres.

– Ese tío es un desgraciado -dije a Kate.

Ella no respondió, hipnotizada por la tierra que volaba a nuestro alrededor.

Jalil dirigió entonces su puntería a los costados del peñasco, haciendo que las balas rozasen la piedra a sólo unos centímetros de nuestros hombros. La roca se iba haciendo un poco más pequeña.

– ¿Dónde aprendería a disparar así? -pregunté.

– Si yo tuviese un rifle -replicó ella-, ya le enseñaría cómo se dispara. -Y añadid)-: Si hubiera llevado chaleco antibalas, no estaría sangrando.

– Recuérdalo para la próxima vez. -Le cogí la mano y se la apreté-. ¿Qué tal estás?

– Bien… duele mucho.

– Aguanta un poco. Ya se cansará de jugar con su rifle.

– ¿Cómo estás tú? -me preguntó.

– Tengo una nueva herida que enseñar a las chicas.

– ¿Quieres otra más?

Volví a apretarle la mano y dije, estúpidamente:

– Las heridas de él y las de ella.

– No tiene ninguna gracia. Esta maldita herida me está dando punzadas.

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