Nelson Demille - El juego del León

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Desde un puesto especial de observación en el aeropuerto JFK de Nueva York, miembros de la Brigada Antiterrorista esperan la llegada de un pasajero desde París: Asad Khalil, un terrorista libio conocido como «El León» que va a pasarse a Occidente. Todo se está desarrollando conforme a lo previsto; el avión con sus centenares de pasajeros, incluido Khalil y sus escoltas del FBI, llega puntual a su destino. Sin embargo, pronto queda claro que algo marcha mal, terriblemente mal, y que lo ocurrido en este vuelo es sólo un preludio del terror que se sucederá a continuación…
John Corey, que sobrevivió a tres heridas de bala mientras fue miembro de la policía neoyorquina, sabe que ha agotado su cupo de buena suerte. No obstante, se alista como agente contratado al servicio de la Brigada Antiterrorista del gobierno federal y es asignado a la peligrosa sección de Oriente Medio. Kate Mayfield, su compañera en esta misión, tiene mayor graduación que John y menos edad, lo que constituye una combinación desastrosa para ambos. Aun así, ella consigue mantenerse firme frente al estilo temerario de John. Ahora, Corey y Mayfield deberán unir sus fuerzas y enfrentarse a un ser sin escrúpulos, un asesino cuya maldad no tiene límites.

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– Veo que has estado pensando en eso. Gracias por decírmelo.

– Lo siento. -Ella bostezó-. De todos modos, tenemos nuestras pistolas, y no quiero dejar que te coja viva.

Kate rió pero era una risa emocional y físicamente debilitada.

– Descansa un poco.

Unos diez minutos después, oí un sonido vagamente familiar y me di cuenta de que eran las palas de un helicóptero zumbando en el aire.

Me puse de pie sobre la roca en que había estado sentado, salté a un peñasco próximo de metro y medio de altura y me volví en dirección al sonido.

– Ha llegado la caballería -dije-. La caballería aérea. Jo. Mira eso.

– ¿Qué?

Kate se levantó pero yo le apoyé la mano en el hombro y empujé hacia abajo.

– Siéntate. Yo te contaré lo que pasa.

– Puedo verlo por mí misma.

Se puso en pie sobre la roca en que había estado sentada y se subió al peñasco, a mi lado. Miramos los dos hacia los helicópteros. Había seis Hueys describiendo círculos a pocos cientos de metros de distancia, y supuse que estaban sobrevolando la casa del rancho, de modo que nos encontrábamos cerca y ya sabíamos qué dirección tomar.

Divisé entonces un enorme helicóptero bimotor Chinook que asomaba por el horizonte, y colgando del Chinook había un automóvil, un gran Lincoln negro.

– Debe de ser un vehículo blindado -dijo Kate.

– Diligencia -le recordé-. Seis Hollys con personal Hércules volando sobre Azufre mientras Látigo y Arco Iris suben a Diligencia. Cabeza y Cola en tierra. Melchor, Gaspar y Baltasar vienen de camino.

Lanzó un suspiro de alivio, o quizá de exasperación.

Permanecimos unos minutos contemplando cómo se desarrollaba la operación, y, aunque no podíamos ver lo que sucedía en tierra, era evidente que Látigo y Arco Iris se dirigían ahora por la avenida Pennsylvania en un coche blindado, con vehículos de escolta y los helicópteros en lo alto. Misión cumplida.

Si estaba en algún lugar de los alrededores, Asad Jalil podía verlo también, naturalmente, y si todavía llevaba su bigote postizo, en aquellos momentos estaría retorciéndoselo y murmurando: «¡Maldición, otra vez burlado!»

De modo que bien está lo que bien acaba, ¿no?

No del todo. Yo tenía la idea de que Asad Jalil, habiendo fallado lo grande, optaría ahora por lo pequeño.

Pero, antes de que pudiera hacer nada al respecto, como bajar de aquel peñasco y refugiarme en la maleza para esperar ayuda, Asad Jalil cambió de objetivo.

CAPÍTULO 56

Lo que sucedió luego pareció desarrollarse a cámara lenta, entre dos latidos de un corazón.

Le dije a Kate que saltara del peñasco. Yo salté pero ella lo hizo medio segundo después que yo.

No oí el chasquido del rifle provisto de silenciador pero comprendí que el disparo había partido de la cercana línea de árboles porque oí la bala zumbar como una abeja sobre mi cabeza, donde había estado en el peñasco medio segundo antes.

Kate pareció tropezar en la roca y lanzó un leve grito de dolor, como si se hubiera torcido el tobillo. En un instante advertí que había captado mal la secuencia de acontecimientos; ella había gritado primero y después había tropezado. De nuevo como a cámara lenta, la vi caer por el costado del peñasco, cerca del camino.

Me abalancé sobre ella, la rodeé con los brazos y me alejé del camino, rodando por una leve pendiente hasta caer sobre unos matorrales, mientras otra bala se estrellaba contra una roca por encima de nuestras cabezas, lanzándome al cuello esquirlas de piedra y acero.

Rodé de nuevo, con Kate todavía entre mis brazos, pero un matorral nos detuvo.

– No te muevas -dije, sujetándola firmemente.

Estábamos uno al lado del otro, yo de espaldas a la dirección de los disparos, y volví la cabeza por encima del hombro para intentar ver lo que podía ver Jalil desde la línea de árboles, que estaba a menos de cien metros de distancia.

Había varios matorrales y rocas bajas entre nosotros y la línea de fuego de Jalil pero, según dónde estuviese entre aquellos árboles, aún podría hacer blanco.

Yo era consciente de que mi traje, aunque oscuro, no se confundía bien con el entorno, y tampoco la brillante chaqueta roja de Kate, pero como no había más disparos, estaba bastante seguro de que Jalil nos había perdido por el momento. O eso, o estaba saboreando el instante antes de disparar otra vez.

Me volví y miré a Kate a los ojos. Los estaba bizqueando de dolor y comenzaba a retorcerse entre mis brazos.

– No te muevas -dije-. Háblame, Kate.

Ella respiraba agitadamente ahora, y me era imposible decir si su herida era leve o grave pero podía sentir la sangre caliente que se filtraba a través de mi camisa y me humedecía la fría piel. Maldita sea.

– Kate. Háblame. Háblame.

– Oh… estoy… estoy herida…

– Bueno, ten calma. Quédate quieta. Déjame ver…

Moví el brazo derecho, que estaba junto a su cuerpo, y palpé bajo la blusa, buscando con los dedos el orificio de entrada pero sin poder encontrarlo, pese a que había sangre por todas partes. Oh Dios mío…

Eché hacia atrás la cabeza y le miré la cara. No le salía sangre de la boca ni de la nariz, lo cual resultaba esperanzador, y tenía los ojos brillantes.

– Oh… John… maldita sea… duele…

Finalmente encontré el orificio de entrada, un agujero justo debajo de su costilla inferior izquierda. Pasé rápidamente la mano atrás y encontré el orificio de salida justo encima de las nalgas. Parecía tratarse solamente de una profunda herida en la carne, y no había chorro de sangre pero me preocupaba la posibilidad de que tuviera una hemorragia interna.

– No es nada, Kate -le dije, como se supone que hay que hablarle a los heridos-. Te pondrás bien.

– ¿Estás seguro?

– Sí.

Respiró hondo y se llevó la mano a la herida, explorando los orificios de entrada y salida.

Saqué un pañuelo del bolsillo y se lo puse en la mano.

– Sujeta ahí.

Permanecimos inmóviles, el uno al lado del otro, y esperamos.

Aquella bala iba dirigida contra mí, naturalmente, pero el destino, las trayectorias balísticas y el momento concreto son lo que establece la diferencia entre una herida de la que puedes presumir y una herida que los de la funeraria tienen que rellenar con masilla.

– No es nada… -repetí-. Sólo un rasguño…

Kate acercó los labios a mi oído, y sentí su aliento en la piel.

– John…

– ¿Sí?

– Eres un maldito idiota.

– ¿Qué…?

– Pero te quiero de todos modos. Ahora, larguémonos de aquí.

– No. Quédate quieta. No puede vernos, y no puede alcanzar lo que no puede ver.

Me había precipitado al decirlo porque, de pronto, la tierra y las rocas empezaron a saltar a nuestro alrededor y las ramas a quebrarse sobre nuestras cabezas. Comprendí que Jalil tenía una idea general de nuestra posición y estaba disparando el resto de su cargador de catorce cartuchos contra la zona en que sospechaba que nos encontrábamos. Santo Dios. Creía que los disparos no iban a cesar nunca. Es peor cuando utilizan un silenciador, y no oyes más que los impactos de los proyectiles sin oír el estampido del rifle.

En lo que debía de ser su último cartucho, sentí un agudo dolor en la cadera, y me llevé inmediatamente la mano allí. Una bala me había rozado la pelvis, y noté que le herida era lo bastante profunda como para haber astillado el hueso pelviano.

– ¡Maldita sea!

– John, ¿estás bien?

– Sí.

– Tenemos que irnos de aquí.

– De acuerdo. Contaré hasta tres, y echamos a correr agachados a través de esos matorrales pero durante no más de tres segundos. Luego nos tiramos al suelo y rodamos unos metros. ¿Vale?

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