– ¿Se va usted? -preguntó ella a Gene.
– Sí.
Gene ya no parecía tener muchas ganas de hablar.
– ¿Puedo coger ese rifle? -le pregunté, sin embargo.
– No.
– Bueno, gracias por el paseo, Gene. Si alguna vez va usted a Nueva York, le llevaré de noche a Central Park.
– Hasta luego.
– Vale.
Gene puso el jeep en marcha y desapareció entre la niebla.
Kate y yo nos quedamos allí, en el descampado, rodeados por la niebla arremolinada, sin que se viera ninguna luz por ninguna parte, a excepción de la que procedía de la solitaria estructura extraterrestre. Yo casi esperaba que de aquella espectral torre brotara un rayo de la muerte que me convirtiera en protoplasma o algo así.
Pero me picaba la curiosidad, así que eché a andar hacia el VORTAC, con Kate al lado.
Kate miraba la estructura mientras caminábamos.
– Veo varias antenas -dijo-. No veo ningún vehículo. Quizá éste es el VORTAC falso. -Rió.
Estaba bastante tranquila, pensé, dada la situación. Quiero decir que allí, en alguna parte, había un asesino loco, nosotros estábamos armados sólo con pistolas, no teníamos chaleco antibalas, ni medio alguno de transporte e íbamos a reunimos con alguien que yo ni siquiera estaba seguro de que fuese de este planeta.
Cuando llegamos al edificio de cemento, miré a través de su única y pequeña ventana y vi una amplia sala repleta de aparatos electrónicos con luces parpadeantes y otros extraños chismes de alta tecnología. Golpeé con los nudillos en el cristal.
– ¡Hola! ¡Venimos en son de paz! ¡Llévenme en presencia de su jefe!
– Deja de hacer el idiota, John. Esto no tiene ninguna gracia.
Pensé que ella había hecho un chiste hacía un minuto. Pero era cierto, aquello no tenía ninguna gracia.
Caminamos a lo largo de la base del montón de tierra y piedras de doce metros de altura, en cuya cima se hallaba el embudo blanco invertido que se elevaba otros veinticinco metros más en el aire.
Fuimos hasta el extremo del montículo y, al volver una esquina, vimos a un hombre vestido con ropas oscuras y sentado sobre una roca lisa en la base del terraplén. Se hallaba a unos diez metros de distancia, y, a pesar de la oscuridad y de la niebla, vi que estaba mirando a través de lo que debían de ser unos prismáticos de visión nocturna.
Kate lo vio también, y ambos llevamos la mano a nuestras pistolas.
El hombre nos oyó o percibió nuestra presencia, porque bajó los prismáticos y se volvió hacia nosotros. Entonces vi que tenía un objeto alargado apoyado sobre las rodillas y que no se trataba de una caña de pescar.
Permanecimos mirándonos durante unos pocos pero largos segundos.
– Vuestro viaje ha terminado -dijo el hombre finalmente.
– Ted -dijo Kate en un susurro.
Bueno, que me ahorquen. Era Ted Nash. ¿Por qué no me sorprendía demasiado?
No se molestó en levantarse para saludarnos, así que nos acercamos nosotros y nos detuvimos ante la lisa piedra de color rojo marciano donde Ted se hallaba sentado con las piernas colgando.
Levantó brevemente la mano como si estuviéramos entrando en su despacho.
– Me alegro de que hayáis podido llegar -dijo.
Que te den por saco, Ted. ¿Qué grado de displicencia eres capaz de afectar? Me negué a seguir su estúpido juego y no dije nada.
– Podías habernos dicho que era contigo la reunión -observó Kate. Y añadió-. No te hagas el interesante, Ted.
Aquello pareció desinflarlo un poco, y pareció molesto.
Kate le informó también:
– Podríamos haberte matado. Por error.
Evidentemente, él había ensayado este momento pero Kate no le seguía el guión.
Ted tenía la cara tiznada de carbón, un pañuelo negro en torno a la cabeza y llevaba pantalones negros, camisa negra, zapatillas deportivas negras y cazadora antibalas.
– Un poco pronto para Halloween, ¿no? -le dije.
No respondió pero movió el rifle que tenía sobre las rodillas. Era un M-14 con mira telescópica de visión nocturna, igual que el que Gene no había querido dejarme.
– Muy bien, cuéntame, Teddy -le dije-. ¿Qué ocurre?
No me respondió, un poco desconcertado probablemente por lo de Teddy. Extendió el brazo hacia atrás y sacó un termo.
– ¿Café?
Yo no tenía paciencia para aguantar sus aires de héroe de película de espionaje.
– Mira, Ted, sé lo importante que es para ti mostrarte cortés y refinado pero yo no soy más que un policía de Nueva York y no estoy de humor para esta mierda -dije-. Suelta tu rollo, búscanos luego un puñetero vehículo y larguémonos de aquí.
– Está bien. En primer lugar quiero felicitaros a los dos por vuestro trabajo.
– Tú sabías todo esto, ¿verdad?
Asintió con la cabeza.
– Sabía algo pero no todo.
– Ya. A propósito, te he ganado diez pavos.
– Lo incluiré como gasto reembolsable. -Nos miró a Kate y a mí y nos informó-: Nos habéis creado un montón de problemas.
– ¿Nos? ¿A quiénes?
No respondió, sino que cogió sus prismáticos de visión nocturna y los dirigió hacia una lejana hilera de árboles.
– Tengo la seguridad casi absoluta de que Jalil se encuentra allí. ¿Estáis de acuerdo? -dijo, mientras escrutaba el lugar.
– Estoy de acuerdo -respondí-. Deberías ponerte en pie y saludarle con la mano.
– Y tú hablaste con él.
– Sí. Le di la dirección de tu casa.
Se echó a reír. Me sorprendió diciendo:
– Tal vez no lo creas, pero me caes bien.
– Y tú a mí, Ted. De verdad. Lo que no me gusta es que no compartas tus informaciones.
– Si sabías lo que estaba pasando, ¿por qué no dijiste algo? Ha habido muertos, Ted -intervino Kate.
Bajó los prismáticos y miró a Kate.
– Está bien -dijo-. Os lo contaré. Hay un hombre llamado Boris, un ex agente del KGB, que trabaja para la inteligencia libia. Por fortuna, aprecia el dinero, y trabaja también para nosotros. -Ted consideró esto unos momentos-. En realidad, nos aprecia a nosotros. No a ellos. En cualquier caso, hace unos años, Boris contactó con nosotros y nos habló de un joven llamado Asad Jalil, cuya familia resultó muerta en la incursión del ochenta y seis…
– Vaya, vaya -le interrumpí-. ¿Sabías desde hace años lo de Jalil?
– Sí. Y seguimos atentamente su progreso. Estaba claro que Asad Jalil era un agente excepcional, valeroso, brillante, entregado y motivado. Y, naturalmente, ya sabéis qué era lo que lo motivaba.
Ni Kate ni yo respondimos.
– ¿Debo seguir? -preguntó Ted-. Tal vez no queráis oír todo esto.
– Oh, claro que queremos. ¿Y qué querrías tú a cambio?
– Nada. Sólo vuestra palabra de que no lo revelaréis a nadie.
– Prueba otra cosa.
– Está bien. Si Asad Jalil es capturado, el FBI se ocupará de él, Nosotros no queremos que eso ocurra. Necesitamos hacernos cargo de él nosotros. Yo necesito que vosotros me ayudéis en todo lo que podáis, incluyendo la amnesia durante la prestación oficial de testimonio, para conseguir que se nos entregue a Jalil.
– Puede que te sorprenda pero mi influencia en el FBI y el gobierno es un tanto limitada -repliqué.
– Tú deberías sorprenderte. El FBI y el país son muy legalistas. Lo viste con los acusados en el caso del World Trade Center. Fueron procesados por homicidio, conspiración y tenencia ilícita de armas de fuego. No por terrorismo. No hay en Estados Unidos ninguna ley contra el terrorismo. Así que, como en cualquier juicio, el gobierno necesita testigos fidedignos.
– Ted, el gobierno tiene una docena de testigos contra Asad Jalil y una tonelada de pruebas forenses.
– Cierto. Pero creo que, en interés de la seguridad nacional, podemos lograr que se llegue a un acuerdo diplomático en virtud del cual Asad Jalil sea puesto en libertad y devuelto a Libia. Lo que no quiero es que ninguno de vosotros interfiera en eso invocando altos principios morales.
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