– Buenas noches. Supongo que nos esperaban.
– Bueno -replicó Fred-, lo que esperaba era que para estas horas estuviesen ya en el fondo de un barranco y con las ruedas del coche girando en el aire. Pero han conseguido llegar.
De nuevo Kate, en un precavido esfuerzo por impedirme abrir la boca, dijo:
– No ha sido tan malo. Pero no querría intentar repetir el trayecto cuesta abajo esta noche.
– No, no tiene que hacerlo. Tengo orden de acompañarlos al rancho.
– ¿Quiere decir que hay más carretera de ésta? -exclamé.
– No mucho más. ¿Quiere que conduzca yo?
– No -respondí-. Este coche es sólo para el FBI.
– Iré delante.
Subimos todos al coche, Kate detrás y Fred delante.
– Tire a la izquierda -dijo Fred.
– ¿Tirar? ¿Contra quién?
– Quiero decir… vaya a la izquierda. Por allí.
Así pues, una vez hecha la gracia, enfilé a la izquierda, observando al pasar que había dos individuos más, armados con rifles, cerca de la carretera. Efectivamente, estábamos cubiertos.
– Manténgalo a unos cincuenta -dijo Fred-. La carretera es recta, y tenemos que recorrer otros doscientos metros por la avenida Pennsylvania antes de llegar a una puerta.
– ¿Avenida Pennsylvania? Me sentía realmente aturdido.
Fred no se rió.
– Esta parte de la carretera de Refugio se llama avenida Pennsylvania. Rebautizada en el ochenta y uno.
– Todo un detalle. ¿Y qué tal están Ron y Nancy?
– Nosotros no hablamos de eso -me informó Fred.
Comprendí que Fred no era un tipo divertido.
Al cabo de un minuto o cosa así, nos aproximamos a unas columnas de piedra entre las que había una puerta de hierro, cerrada, que no le llegaría a un hombre más arriba del pecho. De cada lado de las columnas corría una cerca baja de alambre. Dos hombres, vestidos como Fred y provistos de rifles, se hallaban apostados detrás de las columnas.
– Pare aquí -ordenó Fred.
Paré, y Fred se apeó y cerró la puerta del coche. Fue hasta las columnas, habló con los hombres, y uno de éstos abrió la puerta del rancho. Fred me hizo seña de que avanzara, y yo llevé el coche hasta las columnas y volví a parar, principalmente porque los tres individuos se interponían en mi camino.
Uno de ellos se dirigió al lado derecho del coche, montó y cerró la puerta.
– Continúe -dijo.
Así que continué rodando por la avenida Pennsylvania. El hombre no decía nada, a lo que yo no tenía nada que objetar. Quiero decir que yo creía que los del FBI eran todos unos tíos serios y estirados pero al lado de esta gente el FBI parecía salido de una serie de Comedy Central.
También es verdad que aquél tenía que ser uno de los trabajos peores y más estresantes del planeta. Yo no lo querría.
Había árboles a ambos lados de la carretera, y la niebla se amontonaba allí en acumulaciones que semejaban ventisqueros.
– Más despacio -dijo mi pasajero-. Vamos a torcer a la izquierda.
Reduje la velocidad y vi una valla de troncos y luego dos altos postes de madera sobre los que se extendía un letrero, también de madera, que decía «Rancho del Cielo».
– Tuerza por ahí -dijo.
Torcí, y cruzamos la entrada. Delante de mí, sepultada bajo un sudario de niebla, se abría una amplia extensión de tierra, semejante a un prado alpino, desde cuyos bordes se elevaban unas pendientes que le hacían parecer el fondo de un cuenco. La niebla permanecía suspendida en una densa capa sobre el suelo, y yo podía ver por debajo de ella y por encima de ella. Fantasmal. ¿Se trataba de un momento de «Expediente X» o qué?
Podía ver al frente una casa de adobe con una sola luz encendida. Estaba bastante seguro de que era la casa de los Reagan y ardía en deseos de reunirme con ellos, sabiendo, naturalmente, que estarían levantados y esperándome para agradecerme personalmente mis esfuerzos por protegerlos. Mi pasajero, sin embargo, me indicó que girara a la izquierda por una carretera lateral.
– Despacio -dijo.
Mientras avanzamos lentamente, distinguí acá y allá varias otras estructuras por entre los grupos de árboles que moteaban los campos.
Al cabo de un minuto, el tipo que estaba sentado a mi lado dijo:
– Pare.
Paré.
– Apague el motor y venga conmigo.
Apagué el motor y las luces, y bajamos todos del coche. Kate y yo seguimos al hombre por un sendero que ascendía a través de un bosquecillo.
Hacía mucho frío allí, por no hablar de la humedad. Mis tres heridas de bala me dolían, y apenas si podía pensar con claridad. Estaba cansado, hambriento, sediento, aterido y tenía ganas de mear. Aparte de eso, me encontraba perfectamente.
La última vez que había mirado el reloj del salpicadero eran las cinco y cuarto, o sea, las ocho y cuarto en Nueva York y Washington, donde se suponía que debía estar.
De todos modos, nos acercamos a aquella destartalada estructura de madera chapeada que llevaba impreso el sello del gobierno. No literalmente, pero he visto suficientes casas iguales como para saber a qué se refieren cuando dicen que el contrato se concede a la oferta más barata.
Entramos, y el interior tenía un aspecto realmente ruinoso y olía a moho. Mi guía de «Expediente X» nos introdujo en una especie de amplio salón en el que había varios muebles viejos, un frigorífico, mostrador de cocina, televisor y todo eso.
– Siéntense -dijo, y desapareció por una puerta.
Yo permanecí de pie y miré a mi alrededor en busca de un lavabo.
– Bueno, aquí estamos -dijo Kate.
– Aquí estamos -asentí-. ¿Dónde estamos?
– Yo creo que esto debe de ser el antiguo local del Servicio Secreto.
– Esos tipos son repelentes -le dije.
– Son inofensivos. No te metas con ellos.
– Jamás se me ocurriría. Oye, ¿te acuerdas de aquel episodio…?
– Si dices «Expediente X», te juro que saco la pistola.
– Creo que te estás volviendo un poco quisquillosa.
– ¿Quisquillosa? Estoy que me caigo de sueño, acabo de atravesar en coche el mismísimo infierno, estoy harta de tu…
Entró un hombre en la habitación. Llevaba vaqueros, jersey gris, cazadora azul y zapatillas de deporte. Tenía unos cincuenta y tantos años, cara colorada y pelo blanco. Y hasta sonreía.
– Bienvenidos a Rancho del Cielo -dijo-. Soy Gene Barlet, jefe de las fuerzas de protección destacadas aquí.
Nos estrechamos la mano.
– ¿Y qué les trae por aquí en una noche como ésta? -preguntó.
El tío parecía humano.
– Llevamos desde el sábado persiguiendo a Asad Jalil, y creemos que está aquí -respondí.
Él podía comprender ese instinto de sabueso y asintió con la cabeza.
– Bien. Me han informado acerca de ese individuo y de la posibilidad de que tenga un rifle, y podría estar de acuerdo con ustedes. Sírvanse café -añadió.
Le informamos de que necesitábamos utilizar los servicios. En el lavabo, me eché agua fría por la cara, hice gárgaras, me di masaje y me enderecé la corbata.
De nuevo en el salón, me preparé un café, y Kate se reunió conmigo en el mostrador. Observé que se había retocado el carmín de los labios y había intentado disimular las ojeras.
Luego nos sentamos en torno a una mesa de cocina redonda.
– Tengo entendido que ha establecido usted una relación amistosa con ese Jalil -me dijo Gene.
– Bueno, no somos exactamente amigos íntimos -respondí-, pero he establecido un diálogo con él.
Para ganarme el alojamiento y la manutención allí, le informé de cómo estaban las cosas, y él escuchó atentamente.
– Eh, ¿dónde está todo el mundo? -pregunté cuando hube terminado mi exposición.
– Están en posiciones estratégicas -dijo.
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