Nelson Demille - El juego del León

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Desde un puesto especial de observación en el aeropuerto JFK de Nueva York, miembros de la Brigada Antiterrorista esperan la llegada de un pasajero desde París: Asad Khalil, un terrorista libio conocido como «El León» que va a pasarse a Occidente. Todo se está desarrollando conforme a lo previsto; el avión con sus centenares de pasajeros, incluido Khalil y sus escoltas del FBI, llega puntual a su destino. Sin embargo, pronto queda claro que algo marcha mal, terriblemente mal, y que lo ocurrido en este vuelo es sólo un preludio del terror que se sucederá a continuación…
John Corey, que sobrevivió a tres heridas de bala mientras fue miembro de la policía neoyorquina, sabe que ha agotado su cupo de buena suerte. No obstante, se alista como agente contratado al servicio de la Brigada Antiterrorista del gobierno federal y es asignado a la peligrosa sección de Oriente Medio. Kate Mayfield, su compañera en esta misión, tiene mayor graduación que John y menos edad, lo que constituye una combinación desastrosa para ambos. Aun así, ella consigue mantenerse firme frente al estilo temerario de John. Ahora, Corey y Mayfield deberán unir sus fuerzas y enfrentarse a un ser sin escrúpulos, un asesino cuya maldad no tiene límites.

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– Buenas noches. Supongo que nos esperaban.

– Bueno -replicó Fred-, lo que esperaba era que para estas horas estuviesen ya en el fondo de un barranco y con las ruedas del coche girando en el aire. Pero han conseguido llegar.

De nuevo Kate, en un precavido esfuerzo por impedirme abrir la boca, dijo:

– No ha sido tan malo. Pero no querría intentar repetir el trayecto cuesta abajo esta noche.

– No, no tiene que hacerlo. Tengo orden de acompañarlos al rancho.

– ¿Quiere decir que hay más carretera de ésta? -exclamé.

– No mucho más. ¿Quiere que conduzca yo?

– No -respondí-. Este coche es sólo para el FBI.

– Iré delante.

Subimos todos al coche, Kate detrás y Fred delante.

– Tire a la izquierda -dijo Fred.

– ¿Tirar? ¿Contra quién?

– Quiero decir… vaya a la izquierda. Por allí.

Así pues, una vez hecha la gracia, enfilé a la izquierda, observando al pasar que había dos individuos más, armados con rifles, cerca de la carretera. Efectivamente, estábamos cubiertos.

– Manténgalo a unos cincuenta -dijo Fred-. La carretera es recta, y tenemos que recorrer otros doscientos metros por la avenida Pennsylvania antes de llegar a una puerta.

– ¿Avenida Pennsylvania? Me sentía realmente aturdido.

Fred no se rió.

– Esta parte de la carretera de Refugio se llama avenida Pennsylvania. Rebautizada en el ochenta y uno.

– Todo un detalle. ¿Y qué tal están Ron y Nancy?

– Nosotros no hablamos de eso -me informó Fred.

Comprendí que Fred no era un tipo divertido.

Al cabo de un minuto o cosa así, nos aproximamos a unas columnas de piedra entre las que había una puerta de hierro, cerrada, que no le llegaría a un hombre más arriba del pecho. De cada lado de las columnas corría una cerca baja de alambre. Dos hombres, vestidos como Fred y provistos de rifles, se hallaban apostados detrás de las columnas.

– Pare aquí -ordenó Fred.

Paré, y Fred se apeó y cerró la puerta del coche. Fue hasta las columnas, habló con los hombres, y uno de éstos abrió la puerta del rancho. Fred me hizo seña de que avanzara, y yo llevé el coche hasta las columnas y volví a parar, principalmente porque los tres individuos se interponían en mi camino.

Uno de ellos se dirigió al lado derecho del coche, montó y cerró la puerta.

– Continúe -dijo.

Así que continué rodando por la avenida Pennsylvania. El hombre no decía nada, a lo que yo no tenía nada que objetar. Quiero decir que yo creía que los del FBI eran todos unos tíos serios y estirados pero al lado de esta gente el FBI parecía salido de una serie de Comedy Central.

También es verdad que aquél tenía que ser uno de los trabajos peores y más estresantes del planeta. Yo no lo querría.

Había árboles a ambos lados de la carretera, y la niebla se amontonaba allí en acumulaciones que semejaban ventisqueros.

– Más despacio -dijo mi pasajero-. Vamos a torcer a la izquierda.

Reduje la velocidad y vi una valla de troncos y luego dos altos postes de madera sobre los que se extendía un letrero, también de madera, que decía «Rancho del Cielo».

– Tuerza por ahí -dijo.

Torcí, y cruzamos la entrada. Delante de mí, sepultada bajo un sudario de niebla, se abría una amplia extensión de tierra, semejante a un prado alpino, desde cuyos bordes se elevaban unas pendientes que le hacían parecer el fondo de un cuenco. La niebla permanecía suspendida en una densa capa sobre el suelo, y yo podía ver por debajo de ella y por encima de ella. Fantasmal. ¿Se trataba de un momento de «Expediente X» o qué?

Podía ver al frente una casa de adobe con una sola luz encendida. Estaba bastante seguro de que era la casa de los Reagan y ardía en deseos de reunirme con ellos, sabiendo, naturalmente, que estarían levantados y esperándome para agradecerme personalmente mis esfuerzos por protegerlos. Mi pasajero, sin embargo, me indicó que girara a la izquierda por una carretera lateral.

– Despacio -dijo.

Mientras avanzamos lentamente, distinguí acá y allá varias otras estructuras por entre los grupos de árboles que moteaban los campos.

Al cabo de un minuto, el tipo que estaba sentado a mi lado dijo:

– Pare.

Paré.

– Apague el motor y venga conmigo.

Apagué el motor y las luces, y bajamos todos del coche. Kate y yo seguimos al hombre por un sendero que ascendía a través de un bosquecillo.

Hacía mucho frío allí, por no hablar de la humedad. Mis tres heridas de bala me dolían, y apenas si podía pensar con claridad. Estaba cansado, hambriento, sediento, aterido y tenía ganas de mear. Aparte de eso, me encontraba perfectamente.

La última vez que había mirado el reloj del salpicadero eran las cinco y cuarto, o sea, las ocho y cuarto en Nueva York y Washington, donde se suponía que debía estar.

De todos modos, nos acercamos a aquella destartalada estructura de madera chapeada que llevaba impreso el sello del gobierno. No literalmente, pero he visto suficientes casas iguales como para saber a qué se refieren cuando dicen que el contrato se concede a la oferta más barata.

Entramos, y el interior tenía un aspecto realmente ruinoso y olía a moho. Mi guía de «Expediente X» nos introdujo en una especie de amplio salón en el que había varios muebles viejos, un frigorífico, mostrador de cocina, televisor y todo eso.

– Siéntense -dijo, y desapareció por una puerta.

Yo permanecí de pie y miré a mi alrededor en busca de un lavabo.

– Bueno, aquí estamos -dijo Kate.

– Aquí estamos -asentí-. ¿Dónde estamos?

– Yo creo que esto debe de ser el antiguo local del Servicio Secreto.

– Esos tipos son repelentes -le dije.

– Son inofensivos. No te metas con ellos.

– Jamás se me ocurriría. Oye, ¿te acuerdas de aquel episodio…?

– Si dices «Expediente X», te juro que saco la pistola.

– Creo que te estás volviendo un poco quisquillosa.

– ¿Quisquillosa? Estoy que me caigo de sueño, acabo de atravesar en coche el mismísimo infierno, estoy harta de tu…

Entró un hombre en la habitación. Llevaba vaqueros, jersey gris, cazadora azul y zapatillas de deporte. Tenía unos cincuenta y tantos años, cara colorada y pelo blanco. Y hasta sonreía.

– Bienvenidos a Rancho del Cielo -dijo-. Soy Gene Barlet, jefe de las fuerzas de protección destacadas aquí.

Nos estrechamos la mano.

– ¿Y qué les trae por aquí en una noche como ésta? -preguntó.

El tío parecía humano.

– Llevamos desde el sábado persiguiendo a Asad Jalil, y creemos que está aquí -respondí.

Él podía comprender ese instinto de sabueso y asintió con la cabeza.

– Bien. Me han informado acerca de ese individuo y de la posibilidad de que tenga un rifle, y podría estar de acuerdo con ustedes. Sírvanse café -añadió.

Le informamos de que necesitábamos utilizar los servicios. En el lavabo, me eché agua fría por la cara, hice gárgaras, me di masaje y me enderecé la corbata.

De nuevo en el salón, me preparé un café, y Kate se reunió conmigo en el mostrador. Observé que se había retocado el carmín de los labios y había intentado disimular las ojeras.

Luego nos sentamos en torno a una mesa de cocina redonda.

– Tengo entendido que ha establecido usted una relación amistosa con ese Jalil -me dijo Gene.

– Bueno, no somos exactamente amigos íntimos -respondí-, pero he establecido un diálogo con él.

Para ganarme el alojamiento y la manutención allí, le informé de cómo estaban las cosas, y él escuchó atentamente.

– Eh, ¿dónde está todo el mundo? -pregunté cuando hube terminado mi exposición.

– Están en posiciones estratégicas -dijo.

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