Nelson Demille - El juego del León

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Desde un puesto especial de observación en el aeropuerto JFK de Nueva York, miembros de la Brigada Antiterrorista esperan la llegada de un pasajero desde París: Asad Khalil, un terrorista libio conocido como «El León» que va a pasarse a Occidente. Todo se está desarrollando conforme a lo previsto; el avión con sus centenares de pasajeros, incluido Khalil y sus escoltas del FBI, llega puntual a su destino. Sin embargo, pronto queda claro que algo marcha mal, terriblemente mal, y que lo ocurrido en este vuelo es sólo un preludio del terror que se sucederá a continuación…
John Corey, que sobrevivió a tres heridas de bala mientras fue miembro de la policía neoyorquina, sabe que ha agotado su cupo de buena suerte. No obstante, se alista como agente contratado al servicio de la Brigada Antiterrorista del gobierno federal y es asignado a la peligrosa sección de Oriente Medio. Kate Mayfield, su compañera en esta misión, tiene mayor graduación que John y menos edad, lo que constituye una combinación desastrosa para ambos. Aun así, ella consigue mantenerse firme frente al estilo temerario de John. Ahora, Corey y Mayfield deberán unir sus fuerzas y enfrentarse a un ser sin escrúpulos, un asesino cuya maldad no tiene límites.

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Lo que no estaba bien era que, al parecer, el cabrón de Douglas había llamado ya, porque Kate replicó:

– No importa lo que diga Doug. Lo único que pedimos es que los agentes de la oficina de Ventura, que están en Santa Bárbara, se reúnan con nosotros allí, llamen al rancho y digan al Servicio Secreto que nos dirigimos al rancho para reunimos con sus hombres.

Escuchó de nuevo y dijo:

– En realidad, John acaba de hablar con Asad Jalil…, sí, eso es lo que he dicho. Han establecido una especie de relación, y eso sería de extraordinario valor si se produjera una situación crítica. De acuerdo. Espero.

Tapó el micrófono con la mano y me dijo:

– Cindy va a llamar a los miembros del Servicio Secreto que están en el rancho.

– Buena jugada, Mayfield.

– Gracias.

– No dejes que nos líen con una conferencia telefónica -sugerí-. No aceptaremos ninguna llamada del Servicio Secreto. Sólo una reunión en Santa Bárbara con el FBI, o con el Servicio Secreto, o con ambos a la vez, seguida de una invitación al rancho.

– Vas a tener tu parte en esto aunque te maten, ¿verdad? -dijo ella.

– Me lo he ganado -respondí. Y añadí-: Jalil no sólo ha asesinado a muchas personas que servían a su país, sino que también ha amenazado mi vida y la tuya. No la vida de Jack, no la vida de Sturgis. Mi vida y la tuya. Y permíteme recordarte que no fue idea mía publicar mi nombre y mi foto en los periódicos. Alguien está en deuda conmigo, y ha llegado el momento de que la pague.

Movió la cabeza pero no replicó. Llegó por el teléfono la voz de Cindy López.

– Olvídalo -dijo Kate-. No vamos a discutir esto por un teléfono móvil que no es seguro. Dime sólo dónde podemos verlos en Santa Bárbara. -Escuchó y dijo-: De acuerdo. Gracias. Sí, iremos.

Colgó.

– Cindy te saluda y dice que cuándo vas a volver a Nueva York -me informó.

Todo el mundo tiene algo de comediante.

– ¿Qué más ha dicho?

– Bueno, los agentes del FBI están en un motel llamado Sea Scape, al norte de Santa Bárbara, no lejos de la carretera de montaña que lleva al rancho. Hay allí tres personas de la oficina de Ventura, Kim, Scott y Edie. Está con ellos un agente del Servicio Secreto que actúa como enlace. Vamos a ir al hotel y a contarles tu conversación telefónica con Jalil, y no, no podemos ir al rancho pero podemos esperar en el motel hasta el amanecer por si surge algo y es preciso que hables con Jalil, por teléfono si llama, o personalmente, esposado, si se le captura. Esposado Jalil, no tú.

– Entiendo. -Y añadí-: Sabes que vamos a ir al rancho.

– Díselo al tipo del Servicio Secreto que está en el motel.

Continuamos nuestra marcha hacia el norte. No íbamos a mucha velocidad pero al cabo de un rato empezaron a percibirse signos de civilización, y poco después vimos un cartel que decía «Bien venidos a Santa Bárbara».

La carretera costera atravesaba el extremo meridional de la ciudad y torcía luego hacia el norte, alejándose de la costa. Continuamos por la carretera 101 en dirección norte durante unos treinta kilómetros más, y luego la carretera torció de nuevo hacia la costa.

– ¿Se nos habrá pasado por alto el motel? -pregunté.

– No creo. Llama por teléfono allí.

– Yo creo que deberíamos ahorrar tiempo e ir directamente al rancho -observé.

– Me parece que no has entendido nuestras instrucciones, John.

– ¿Cómo podemos encontrar la carretera que va al rancho?

– No tengo ni idea.

Avanzábamos lentamente a través de la niebla, y a nuestra izquierda yo podía percibir, pero no ver, el océano. A nuestra derecha el terreno se elevaba pero yo no podía ver las montañas que, según Kate, bajaban en algunos puntos hasta el mismo mar. En cualquier caso, eran pocas las carreteras que afluían a la 101 en aquel punto. De hecho, hacía ya un rato que no veía ninguna.

Finalmente, apareció a nuestra izquierda un espacio abierto entre la carretera y el océano, y a través de la niebla se columbraba un letrero luminoso que decía «Sea Scape Motel».

Kate introdujo el coche en el parking.

– Habitaciones uno-dieciséis y uno-diecisiete -dijo.

– Dirígete primero a recepción.

– ¿Por qué?

– Tomaré dos habitaciones, a ver si podemos conseguir algo de comer y un poco de café.

Detuvo el coche ante la puerta principal, bajo una marquesina, y bajé.

Dentro, un empleado me vio a través de la puerta de cristales y pulsó el botón de apertura. Supongo que el traje me daba un aire respetable, aunque estaba arrugado y olía mal.

Me dirigí al mostrador y le enseñé al empleado mis credenciales.

– Creo que tenemos unos colegas alojados aquí -dije-. Habitaciones uno-dieciséis y uno-diecisiete.

– Sí, señor. ¿Quiere que los llame?

– No. Sólo necesito dejarles un mensaje.

Me pasó un bloc y un lápiz, y garrapateé: «Kim, Scott, Edie: Siento no poder quedarme. Os veré por la mañana. J. C.» Le di la nota al empleado.

– Despiértelos a eso de las ocho. ¿De acuerdo? -Le deslicé un billete de diez dólares y dije con tono despreocupado-: ¿Cómo puedo encontrar la carretera al rancho de Reagan?

– Oh, no es muy difícil encontrarla. Siga hacia el norte un kilómetro más y verá a su izquierda el parque estatal de Refugio y a su derecha el arranque de una carretera de montaña, la carretera de Refugio. Pero no verá ninguna señal. -Y añadió-: Desde luego, yo no lo intentaría esta noche.

– ¿Por qué no?

– No se puede ver nada. Cerca de la cumbre, la carretera tiene un montón de curvas en zigzag, y es muy fácil torcer a un lado cuando debería torcer al otro y acabar en un barranco. O algo peor.

– No hay problema. El coche es del gobierno.

Rió.

– ¿O sea, que está allí el viejo? -dijo.

– Sólo por unos días. ¿Me costará encontrar el rancho? -pregunté.

– No. Está como al final de la carretera. Al llegar a la bifurcación, tome por la izquierda. Hay otro rancho a la derecha. SI sigue por la izquierda verá unas puertas de hierro. -Me advirtió de nuevo-: Incluso de día es difícil el camino. La mayoría llevan tracción en las cuatro ruedas. -Me miró para ver si le estaba explicando con claridad, a fin de poder decirle más tarde a la policía del Estado: «Yo se lo advertí»-. Dentro de tres horas ya habrá luz, y es posible que la niebla levante una hora después de salir el sol.

– Gracias, pero llevo tres kilos de jalea que debo entregar antes del desayuno. Hasta luego.

Abandoné la zona de recepción, regresé al coche y abrí la puerta del lado de Kate.

– Sal a estirar un poco las piernas -le dije-. Deja el motor en marcha.

Ella bajó y se desperezó.

– Da gusto -exclamó-. ¿Has conseguido habitaciones?

– No hay ninguna libre. -Me senté al volante, cerré la puerta y bajé el cristal de la ventanilla-. Yo me voy al rancho -dije-. ¿Vienes o te quedas?

Kate empezó a decir algo y luego lanzó un suspiro de exasperación, dio la vuelta hasta el otro lado del coche y subió.

– ¿Sabes conducir?

– Claro.

Regresé a la carretera de la costa y enfilé hacia el norte.

– Un kilómetro, parque estatal de Refugio a la izquierda, carretera de Refugio a la derecha -dije-. Estate atenta.

No respondió. Yo creo que estaba furiosa.

Vimos el letrero indicador del parque estatal, y luego, en el último instante, vi un desvío y giré el volante a la derecha. A los pocos minutos, subíamos por una estrecha carretera. Poco después, la niebla se espesó, y no habríamos podido distinguir el embellecedor del capó si lo hubiésemos tenido.

No hablábamos apenas y nos limitábamos a avanzar lentamente por la carretera, que, al menos, era recta en aquel trecho mientras ascendía por una especie de garganta con muros de vegetación a ambos lados.

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