Nelson Demille - El juego del León

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Desde un puesto especial de observación en el aeropuerto JFK de Nueva York, miembros de la Brigada Antiterrorista esperan la llegada de un pasajero desde París: Asad Khalil, un terrorista libio conocido como «El León» que va a pasarse a Occidente. Todo se está desarrollando conforme a lo previsto; el avión con sus centenares de pasajeros, incluido Khalil y sus escoltas del FBI, llega puntual a su destino. Sin embargo, pronto queda claro que algo marcha mal, terriblemente mal, y que lo ocurrido en este vuelo es sólo un preludio del terror que se sucederá a continuación…
John Corey, que sobrevivió a tres heridas de bala mientras fue miembro de la policía neoyorquina, sabe que ha agotado su cupo de buena suerte. No obstante, se alista como agente contratado al servicio de la Brigada Antiterrorista del gobierno federal y es asignado a la peligrosa sección de Oriente Medio. Kate Mayfield, su compañera en esta misión, tiene mayor graduación que John y menos edad, lo que constituye una combinación desastrosa para ambos. Aun así, ella consigue mantenerse firme frente al estilo temerario de John. Ahora, Corey y Mayfield deberán unir sus fuerzas y enfrentarse a un ser sin escrúpulos, un asesino cuya maldad no tiene límites.

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– Yo creo que lo es para Nancy. Para los chicos. Escuche, Lisa, hay un aspecto sicológicamente negativo en el hecho de que sea asesinado un ex presidente. Es malo para la moral, ¿sabe? Por no mencionar su carrera profesional. Así que procure que sus jefes se tomen esto en serio.

– Nos lo tomamos muy en serio. Estamos haciendo todo lo que podemos por el momento.

– Además, esto ofrece la oportunidad de capturar al terrorista número uno de Estados Unidos.

– Lo sabemos. Pero comprenda que esa teoría suya no está dando mucho juego.

– Está bien. No diga que no he avisado a todo el mundo.

– Agradecemos el aviso.

Abrí la puerta del coche, y Lisa nos preguntó:

– ¿Van a ir allí?

– No -respondí-. No vamos a internarnos en la montaña, y además de noche. Y mañana tenemos que estar en Washington. Bueno, gracias.

– Aunque no le sirva de gran cosa, sepa que estoy con usted en esto.

– La veré en la comisión de investigación del Senado.

Subí al coche, y Kate estaba ya al volante. Salimos del parking y nos dirigimos hacia la carretera. Las puertas se abrieron automáticamente, y enfilamos St. Cloud Road.

– ¿Adónde? -me preguntó Kate.

– Al Rancho del Cielo.

– No sé para qué pregunto.

CAPÍTULO 53

Partimos en dirección al Rancho del Cielo. Pero primero teníamos que salir de Santa Bel Air, y tardamos un rato en encontrar una entrada a la autopista.

– Ya sé la respuesta pero dime por qué vamos al rancho de Reagan.

– Porque allí es donde la cosa se va a poner interesante.

– Prueba otra vez.

– Nos quedan seis horas hasta nuestro vuelo de madrugada. Mientras matamos el tiempo, podríamos intentar matar a Asad Jalil.

Ella inspiró profundamente, oliendo las flores, supongo.

– Y crees que Jalil sabe que Reagan está allí y que se propone matarlo, ¿verdad? -me preguntó.

– Creo que Jalil se proponía matar a Reagan en Bel Air; al llegar a California recibió información nueva de alguien, ordenó a Aziz Rahman que desde Santa Mónica lo llevara hacia el norte para explorar el terreno en torno al rancho de Reagan y para deshacerse en algún cañón de su maletín, que probablemente contenía las Glock y sus documentos de identidad falsos.

Todo encaja, es lógico, y, si estoy equivocado, realmente me he equivocado de profesión.

– De acuerdo, para bien o para mal, estoy contigo en esto. En eso consiste el compromiso -dijo, después de reflexionar unos instantes.

– Desde luego.

– Y el compromiso es recíproco.

– Yo recibiría un balazo por ti.

Ella me miró, y nuestros ojos se encontraron en la oscuridad del coche. Vio que estaba hablando en serio, y ninguno de los dos dijo lo evidente, que tal vez estábamos próximos a demostrarlo.

– Yo, también -dijo.

Encontramos finalmente la entrada a la autopista de San Diego y nos incorporamos a ella en dirección hacia el norte.

– ¿Sabes dónde está el rancho? -pregunté.

– En algún lugar de las montañas de Santa Inez, cerca de Santa Bárbara.

– ¿Dónde está Santa Bárbara?

– Al norte de Ventura, al sur de Goleta.

– Entendido. ¿Cuánto se tardará?

– Dos horas tal vez a Santa Bárbara, depende de la niebla. No sé cómo se llega al rancho desde allí pero lo averiguaremos.

– ¿Quieres que conduzca yo?

– No.

– Sé conducir.

– Sé cómo conduces, y conozco las carreteras. Duérmete, anda.

– Me estoy divirtiendo demasiado. Oye, si quieres podemos parar en la oficina de Ventura para coger chalecos antibalas.

– No espero que se produzca un tiroteo. Cuando lleguemos al rancho, nos pedirán cortésmente que nos larguemos, como nos ocurrió en Bel Air. El Servicio Secreto es muy celoso de su propio territorio. Especialmente cuando interviene el FBI -añadió.

– Lo comprendo.

– No nos van a permitir intervenir en esto pero, si quieres estar cerca de la acción, vamos por el camino adecuado.

– No quiero otra cosa. Llama luego a la oficina de Ventura y averigua dónde tienen su sede en Santa Bárbara los del FBI.

– De acuerdo.

– Oye, es buena carretera ésta. Es una región realmente bonita. Me recuerda aquellas antiguas películas de cowboys. Gene Autry, Roy Rogers, Tom Mix.

– Nunca he oído hablar de ellos.

Continuamos nuestro viaje, y observé que era la 1.15 de la noche. Un día largo.

Llegamos a un cruce. Al este estaba Burbank, y al oeste la carretera 101, la autovía de Ventura, que fue la que tomó Kate.

– No vamos a tomar la carretera de la costa esta vez, porque podría haber niebla -dijo-. Ésta es más rápida.

– Tú conoces la zona.

Así pues, nos dirigimos hacia el oeste, a través de lo que Kate dijo que era el valle de San Fernando. ¿Cómo se las arregla esta gente para no hacerse un lío con tantos «san» y «santas»? Estaba realmente cansado, y bostecé.

– Duérmete.

– No. Quiero hacerte compañía, oír tu voz.

– Muy bien. Pues escucha esto… ¿por qué te has mostrado tan desagradable con Doug?

– ¿Quién es Doug? Oh, aquel tipo. ¿Cuándo dices, en Los Ángeles o en Bel Air?

– En los dos sitios.

– Bueno, en Bel Air, estaba cabreado con él porque sabía que los Reagan no estaban en casa y no nos dijo dónde estaban.

– John, tú no sabías eso hasta después de haberte mostrado desagradable con él.

– No empecemos con sutilezas sobre la secuencia de acontecimientos.

Ella quedó unos momentos en silencio.

– No me acosté con él, sólo salíamos -dijo finalmente. Y añadió-: Está casado. Felizmente casado y con dos hijos en la universidad.

No vi ninguna necesidad de contestar.

– Un poco de celos está bien -continuó-, pero realmente tú…

– Un momento. ¿Qué me dices de cuando te fuiste dando casi un portazo en Nueva York?

– Eso es completamente diferente.

– Explícamelo para que lo entienda.

– Tú todavía estás liado con Beth. Los Ángeles es historia.

– Entiendo. Dejémoslo.

– De acuerdo. -Me cogió la mano y me la apretó.

De modo que llevaba veinticuatro horas prometido, y no sabía cómo iba a llegar hasta junio.

Continuamos charlando apaciblemente durante cosa de media hora, y me di cuenta de que estábamos en las montañas o colinas o lo que fuesen, y el lugar tenía un aspecto realmente peligroso pero Kate parecía muy tranquila al volante.

– ¿Tienes algún plan para cuando lleguemos a Santa Bárbara? -me preguntó.

– De hecho, no. Improvisaremos.

– ¿Qué improvisaremos?

– No lo sé. Siempre surge algo. Fundamentalmente, tenemos que llegar al rancho.

– Olvídalo, como diría tu amiga Lisa.

– ¿Qué Lisa? Oh, esa mujer del Servicio Secreto.

– Hay muchas mujeres guapas en California.

– No hay más que una mujer guapa en California. Tú.

Etcétera, etcétera.

Sonó el teléfono de Kate, y solamente podía ser Douglas Pindick tratando de localizarnos después de descubrir que no habíamos ido al hotel del aeropuerto que se nos había indicado.

– No contestes -dije.

– Tengo que contestar.

Y lo hizo. En efecto, era el señor Sin Cojones. Kate escuchó unos instantes y luego dijo:

– Bueno… en la Uno-Cero-Uno, dirección norte. -Escuchó de nuevo y respondió-: Exacto… hemos descubierto que los Reagan están allí…

Evidentemente, él la interrumpió, y ella volvió a escuchar.

– Dame el teléfono -dije.

Negó con la cabeza y continuó escuchando.

Yo me sentía realmente irritado, porque sabía que él le estaba echando una bronca, y eso no se le hace a la novia de John Corey, a menos que esté uno cansado de vivir. No quería quitarle el teléfono de la mano y permanecí allí, consumiéndome de ira. También me preguntaba por qué no pedía hablar conmigo. No tenía huevos.

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