Nelson Demille - El juego del León

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Desde un puesto especial de observación en el aeropuerto JFK de Nueva York, miembros de la Brigada Antiterrorista esperan la llegada de un pasajero desde París: Asad Khalil, un terrorista libio conocido como «El León» que va a pasarse a Occidente. Todo se está desarrollando conforme a lo previsto; el avión con sus centenares de pasajeros, incluido Khalil y sus escoltas del FBI, llega puntual a su destino. Sin embargo, pronto queda claro que algo marcha mal, terriblemente mal, y que lo ocurrido en este vuelo es sólo un preludio del terror que se sucederá a continuación…
John Corey, que sobrevivió a tres heridas de bala mientras fue miembro de la policía neoyorquina, sabe que ha agotado su cupo de buena suerte. No obstante, se alista como agente contratado al servicio de la Brigada Antiterrorista del gobierno federal y es asignado a la peligrosa sección de Oriente Medio. Kate Mayfield, su compañera en esta misión, tiene mayor graduación que John y menos edad, lo que constituye una combinación desastrosa para ambos. Aun así, ella consigue mantenerse firme frente al estilo temerario de John. Ahora, Corey y Mayfield deberán unir sus fuerzas y enfrentarse a un ser sin escrúpulos, un asesino cuya maldad no tiene límites.

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Había frutos secos y bocaditos en el mostrador y me senté.

– ¿Quieres sentarte en el salón? -dijo Kate.

– No. Me gustan las barras.

Ella se sentó en el taburete contiguo al mío. Tomé mi Coca-Cola, comí queso y cacahuetes y hojeé un periódico.

Ella me estaba mirando en el espejo del bar, y capté su mirada. Todas las mujeres me parecen estupendas en los espejos de los bares pero Kate me parecía realmente estupenda. Sonreí.

Ella sonrió también.

– No quiero un anillo de compromiso -dijo-. Es tirar el dinero.

– ¿Me lo puedes traducir?

– No, lo digo en serio. Deja de hacerte el listillo.

– Me dijiste que siguiera siendo como soy.

– No exactamente como eres.

– Comprendo. -Oh, oh.

Sonó su teléfono, y ella lo sacó del bolso y contestó:

– Mayfield. -Escuchó y luego dijo-: Está bien. Gracias. Hasta dentro de unos días. -Se guardó el teléfono en el bolsillo y explicó-: Oficial de guardia. Nada nuevo. No nos ha salvado la campana.

– Deberíamos intentar salvarnos de este vuelo.

– Si no cogemos este vuelo, estamos acabados. Héroes o no héroes.

– Lo sé. -Continué allí sentado y puse el cerebro a funcionar. Añadí-: Yo creo que el rifle es la clave.

– ¿De qué?

– Espera… viene algo…

– ¿Qué?

Miré el periódico que reposaba sobre el mostrador, y algo empezó a filtrarse en mi cerebro. No era nada que guardase la menor relación con lo que había en el periódico… estaba abierto por la sección de deportes. Periódico. ¿Qué? Se estaba acercando, y luego volvía a alejarse. Vamos, Corey. Atrápalo. Era como intentar conseguir una erección cerebral, salvo que el cerebro continuaba blando.

– ¿Te encuentras bien?

– Estoy pensando.

– Han anunciado ya el embarque.

– Estoy pensando. Ayúdame.

– ¿Cómo te voy a ayudar? Ni siquiera sé en qué estás pensando.

– ¿Qué se propone ese bastardo?

– ¿Les sirvo más bebidas? -preguntó el camarero.

– Piérdete.

– ¡John!

– Lo siento -dije al camarero que se alejaba.

– John, están embarcando los pasajeros.

– Ve tú. Yo me quedo aquí.

– ¿Estás loco?

– No. Asad Jalil está loco. Yo estoy perfectamente. Ve a coger tu avión.

– No me voy sin ti.

– Sí que te vas. Tú eres funcionaría de carrera con una pensión. Yo soy un simple contratado y tengo una pensión de la policía de Nueva York. Me basta. Tu situación es distinta. No le destroces el corazón a tu padre. Anda.

– No. Sin ti, no. Es definitivo.

– Ahora estoy sometido a una presión enorme.

– ¿Para hacer qué?

– Ayúdame en esto, Kate. ¿Por qué necesita Jalil un rifle?

– Para matar a alguien a larga distancia.

– Exacto. ¿A quién?

– A ti.

– No. Piensa en un periódico.

– Está bien. Periódico. A alguien importante que está bien protegido.

– Exacto. No dejo de pensar en lo que dijo Gabe.

– ¿Qué dijo Gabe?

– Muchas cosas. Dijo que Jalil iba a por todas. Dijo: «Cabalgaba terrible y solo… muescas en la hoja…»

– ¿Qué?

– Dijo que esto era una venganza de sangre…

– Eso ya lo sabemos. Jalil ha vengado las muertes de su familia.

– ¿Lo ha hecho?

– Sí. Salvo Wiggins y Callum, que se está muriendo. Wiggins está fuera de su alcance… pero te tomará a ti a cambio.

– Podría querer matarme pero yo no soy un sustitutivo de lo que realmente quiere, y tampoco lo eran las personas que iban a bordo del vuelo Uno-Siete-Cinco, ni las que estaban en el Club Conquistador. Hay alguien más en su lista original… estamos olvidando algo.

– Haz una asociación de palabras.

– De acuerdo… periódico, Gabe, rifle, Jalil, incursión de bombardeo, Jalil, venganza…

– Piensa en cuando tuviste por primera vez esta idea, John. Allá en Nueva York. Es lo que yo hago. Me retrotraigo a donde estaba cuando tuve por primera vez una…

– ¡Eso es! Estaba leyendo aquellos recortes de prensa sobre la incursión, y tuve esta idea… y luego… tuve aquel extraño sueño en el que el avión venía aquí… y tenía que ver con una película… una vieja película del Oeste…

– Última llamada para embarcar en el vuelo Dos-Cero-Cuatro de United Airlines al aeropuerto Dulles de Washington -anunció una voz por megafonía-. Última llamada.

– Eso es… ya viene. La señora Gadafi. ¿Qué decía en aquel artículo?

Kate reflexionó unos segundos y luego respondió:

– Decía que siempre consideraría a Estados Unidos enemigo suyo… a menos… -Kate me miró-. Oh, Dios mío… no, no puede ser… ¿es posible?

Nos miramos, y todo quedó claro. Estaba tan claro que era como el cristal, y llevábamos días mirando a su través.

– ¿Dónde vive? Vive aquí, ¿no? -le pregunté.

– En Bel Air.

Yo me había puesto ya en pie, sin molestarme en recoger el maletín de lona, y me dirigía a la puerta del club. Kate iba a mi lado.

– ¿Dónde está Bel Air? -le pregunté.

– A unos veinticinco o quizá treinta kilómetros al norte de aquí. Junto a Beverly Hills.

Estábamos de nuevo en la terminal y nos encaminamos a la parada de taxis que había fuera.

– Saca tu móvil y llama a la oficina -dije.

Vaciló, y no se lo reprochaba.

– Más vale ir sobre seguro que lamentarse después. ¿De acuerdo? Utiliza la combinación adecuada de preocupación y urgencia.

Estábamos fuera de la terminal, y Kate marcó un número pero no era el de la oficina del FBI.

– ¿Doug? -dijo-. Siento molestarte a estas horas pero… sí, todo va bien…

Yo no quería subir a un taxi y tener aquella conversación al alcance de los oídos de un taxista, así que nos manteníamos alejados de la parada.

– Sí, hemos perdido el avión… -dijo Kate-. Escucha, por favor…

– Dame el maldito teléfono.

Me lo dio, y dije:

– Aquí, Corey. Escuche. Aquí hay una palabra para usted: Fatwah. Como cuando un tnullah ordena que se dé muerte a alguien. ¿De acuerdo? Escuche. Tengo la convicción, basada en algo que acaba de pasárseme por la cabeza, y que es el fruto de cinco días de ocuparme de esta mierda, de que Asad Jalil se dispone a asesinar a Ronald Reagan.

CAPÍTULO 52

Fuimos en el taxi al parking de la policía en el aeropuerto de Los Ángeles, donde nuestro coche no había sido devuelto todavía a Ventura. Hasta el momento, todo bien.

Montamos y nos pusimos en marcha en dirección norte, rumbo a la casa del Gran Satán.

O sea, no creo que él sea el Gran Satán, y en la medida en que yo tenga inclinaciones políticas, soy anarquista y considero aborrecibles todos los gobiernos y todos los políticos.

Además, naturalmente, Ronald Reagan era un hombre muy viejo y muy enfermo, de modo que ¿quién iba a querer matarlo? Bueno, Asad Jalil, por ejemplo, que perdió a su familia como consecuencia de la orden de Reagan de bombardear Libia. Y también el señor y la señora Gadafi, que perdieron una hija, por no hablar de la pérdida de sueño durante varios meses hasta que dejaron de silbarles los oídos.

Kate iba al volante, conduciendo a toda velocidad por la autovía de San No-sé-Cuántos.

– ¿Realmente llegaría Jalil a…? -dijo-. Quiero decir, Reagan está…

– Ronald Reagan quizá no recuerde el incidente pero te aseguro que Asad Jalil, sí.

– Claro… comprendo… pero ¿y si estuviéramos equivocados?

– ¿Y si no lo estuviéramos?

No respondió.

– Escucha, todo concuerda. Pero aunque estemos equivocados hemos llegado a una conclusión realmente inteligente.

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