Nelson Demille - El juego del León

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Desde un puesto especial de observación en el aeropuerto JFK de Nueva York, miembros de la Brigada Antiterrorista esperan la llegada de un pasajero desde París: Asad Khalil, un terrorista libio conocido como «El León» que va a pasarse a Occidente. Todo se está desarrollando conforme a lo previsto; el avión con sus centenares de pasajeros, incluido Khalil y sus escoltas del FBI, llega puntual a su destino. Sin embargo, pronto queda claro que algo marcha mal, terriblemente mal, y que lo ocurrido en este vuelo es sólo un preludio del terror que se sucederá a continuación…
John Corey, que sobrevivió a tres heridas de bala mientras fue miembro de la policía neoyorquina, sabe que ha agotado su cupo de buena suerte. No obstante, se alista como agente contratado al servicio de la Brigada Antiterrorista del gobierno federal y es asignado a la peligrosa sección de Oriente Medio. Kate Mayfield, su compañera en esta misión, tiene mayor graduación que John y menos edad, lo que constituye una combinación desastrosa para ambos. Aun así, ella consigue mantenerse firme frente al estilo temerario de John. Ahora, Corey y Mayfield deberán unir sus fuerzas y enfrentarse a un ser sin escrúpulos, un asesino cuya maldad no tiene límites.

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En algún lugar de aquel laberinto de pasillos, cubículos, compartimentos y despachos acechaban uno o dos amantes, o quizá tres, y yo trataba de localizar a los muy cabrones pero no percibía ninguna señal. Se me da bien distinguir a la gente que está tratando de joderme pero me cuesta más distinguir a los que han jodido uno con otro. Hoy es el día, por ejemplo, en que no estoy seguro de si mi mujer jodia con su jefe. Hacen muchos viajes de negocios pero… ya no importa, y tampoco importaba entonces.

Quiso mi buena suerte que el individuo con quien yo había hablado por teléfono el otro día, el señor Sturgis, agente delegado a cargo de no sé qué, quisiera hablar conmigo, así que fuimos escoltados hasta su despacho.

El señor Sturgis se levantó de su mesa y salió a mi encuentro con la mano extendida, que yo estreché mientras intercambiábamos saludos. Su nombre de pila era Doug, y quería que yo lo llamara así. ¿Cómo lo iba a llamar si no? ¿Claude?

Doug era un caballero elegante, más o menos de mi edad, bronceado, en buena forma física y bien vestido. Miró a Kate y se dieron la mano.

– Me alegra verte, Kate -dijo.

– Es agradable volver -respondió ella.

¡Bingo! Aquél era el tipo. Me di cuenta por la forma en que se miraron durante apenas un segundo. Creo.

El caso es que hay muchas formas de infierno pero la más exquisitamente infernal es ir a algún sitio donde tu esposa o tu amante conoce a todo el mundo, y tú no conoces a nadie. Fiestas de oficina, reuniones de clase, cosas de ésas. Y, naturalmente, estás tratando de adivinar quién ha tenido acceso carnal con tu compañera, aunque sólo sea para ver si ésta tenía al menos buen gusto y no estaba follando con el payaso de la clase o el idiota de la oficina.

Comoquiera que fuese, Sturgis nos invitó a sentarnos, y tomamos asiento, aunque lo que yo quería realmente era largarme de allí.

– Es usted exactamente tal como lo he imaginado por teléfono -me dijo.

– Usted también.

Dejamos la cosa así, y pasamos a hablar del asunto que nos ocupaba. Sturgis divagó un poco, y advertí que tenía caspa y las manos pequeñas. Los hombres con las manos pequeñas suelen tener pitos pequeños. Es un hecho.

Traté de ser agradable pero no lo conseguí. Finalmente, él percibió mi estado de ánimo y se levantó. Kate y yo nos levantamos también.

– Gracias de nuevo por su excelente trabajo y su destreza en este asunto -dijo-. No puedo decir que tenga confianza en que vayamos a capturar a ese individuo pero, al menos, está huyendo, y no causará más problemas.

– Yo no apostaría por ello -dije.

– Bueno, señor Corey, un hombre que huye puede ser un hombre desesperado, pero Asad Jalil no es un criminal común. Es un profesional. Lo único que quiere ahora es escapar y no atraer más atención sobre su persona.

– Es un criminal, común o no, y los criminales hacen cosas criminales.

– Buena observación -dijo con desdén-. Lo tendremos presente.

Pensé que debía mandar a aquel idiota a hacer puñetas pero él ya sabía lo que yo estaba pensando.

– Si alguna vez quieres volver -le dijo a Kate-, presenta la solicitud, y haré todo lo que pueda para que te lo concedan.

– Muy amable por tu parte, Doug.

Puah.

Kate le dio una tarjeta y dijo:

– Aquí tienes mi número de móvil. Llámame, por favor, si surge algo. Nosotros vamos a dar una vuelta por la ciudad. John no ha estado nunca en Los Ángeles. Nos iremos en el último avión de la noche.

– En cuanto sepa algo, te llamo. Si quieres te llamo más tarde para mantenerte al tanto.

– Te lo agradecería.

Uf.

Se estrecharon la mano y se despidieron.

Yo olvidé darle la mano al salir, y Kate me alcanzó, en el pasillo.

– Te has portado groseramente con él -me informó.

– No es verdad.

– Sí que lo es. Estabas derrochando simpatía con todo el mundo y luego vas y te muestras desagradable con un supervisor.

– No me he mostrado desagradable. Y no me gustan los supervisores. Me fastidió cuando hablé con él por teléfono.

Dejó el tema, quizá porque sabía adónde conducía. Desde luego, puede que yo estuviera totalmente equivocado respecto a cualquier relación amorosa entre el señor Douglas Pindick y Kate Mayfield pero ¿y si no lo estaba? ¿Y si yo hubiera sido todo dulzura y sonrisas con Sturgis mientras él pensaba en la última vez que se había tirado a Kate Mayfield? Habría quedado como un imbécil. Más vale jugar sobre seguro y mostrarse desagradable.

En cualquier caso, mientras recorríamos el pasillo se me ocurrió que estar enamorado tenía muchos inconvenientes.

Kate se pasó por la sala de comunicaciones y recogió nuestra información de vuelo.

– El vuelo Dos-Cero-Cuatro de United sale del aeropuerto internacional de Los Ángeles a las once cincuenta y nueve de la noche y llega a Washington-Dulles a las siete cuarenta y ocho de la mañana -me informó-. Confirmadas dos reservas en clase business. Nos esperarán en el Dulles.

– ¿Y luego?

– No dice nada.

– Quizá tenga tiempo para ir a quejarme a mi congresista.

– ¿De qué?

– De tener que abandonar el trabajo por una estúpida conferencia de prensa.

– No creo que un congresista pueda intervenir en eso. Y por lo que se refiere al asunto de la conferencia de prensa, han mandado un fax con varios puntos que hay que destacar.

Miré las dos páginas del fax. No había firma, naturalmente. Estas «sugerencias» nunca van firmadas, y se supone que la persona que responde a las preguntas de los periodistas lo hace de forma espontánea.

En cualquier caso, parecían no quedar ya más viejos amigos de Kate, así que entramos en el ascensor y bajamos en silencio.

– No ha sido tan malo, ¿verdad? -me dijo en el parking, mientras nos dirigíamos hacia el coche.

– No. De hecho, podemos volver y hacerlo otra vez.

– ¿Tienes algún problema hoy?

– Ninguno.

Subimos al coche y salimos al Wilshire Boulevard.

– ¿Hay algo especial que te gustaría ver? -me preguntó.

– Nueva York.

– ¿Qué tal uno de los estudios cinematográficos?

– ¿Qué tal tu antiguo apartamento? Me gustaría ver dónde vivías.

– Buena idea. En realidad, alquilé una casa. No está lejos de aquí.

Así que atravesamos West Hollywood, que parecía un sitio estupendo, si no fuera porque estaba hecho de cemento y pintado con colores apastelados que daban a las casas un aspecto de huevos de Pascua prismáticos.

Kate entró con el coche en un agradable barrio suburbano y pasó por delante de su antigua vivienda, que era una casita de estuco de estilo español.

– Muy bonita -observé.

Continuamos por Beverly Hills, donde las casas iban siendo cada vez más grandes, cruzamos luego Rodeo Drive y capté una vaharada de perfume Giorgio procedente de la tienda del mismo nombre. Aquello impediría que un cadáver apestase.

Aparcamos en Rodeo Drive, y Kate me llevó a almorzar a un acogedor restaurante al aire libre.

Permanecimos tranquilamente de sobremesa, sin citas a las que acudir, ni agenda que cumplir ni preocupación alguna en el mundo. Bueno, quizá unas pocas.

A mí no me importaba matar el tiempo, porque lo estaba matando cerca de donde se habían teñido las últimas noticias de Jalil. Seguía esperando que sonase el teléfono y que fuese con alguna noticia que me impidiera volar a Washington. Detestaba Washington, naturalmente, y por buenas razones. Mi animosidad hacia California era irrazonable en su mayor parte, y me avergonzaba de mí mismo por mis prejuicios contra un lugar en el que nunca había estado.

– Comprendo por qué te gusta esto.

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