Nelson Demille - El juego del León

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Desde un puesto especial de observación en el aeropuerto JFK de Nueva York, miembros de la Brigada Antiterrorista esperan la llegada de un pasajero desde París: Asad Khalil, un terrorista libio conocido como «El León» que va a pasarse a Occidente. Todo se está desarrollando conforme a lo previsto; el avión con sus centenares de pasajeros, incluido Khalil y sus escoltas del FBI, llega puntual a su destino. Sin embargo, pronto queda claro que algo marcha mal, terriblemente mal, y que lo ocurrido en este vuelo es sólo un preludio del terror que se sucederá a continuación…
John Corey, que sobrevivió a tres heridas de bala mientras fue miembro de la policía neoyorquina, sabe que ha agotado su cupo de buena suerte. No obstante, se alista como agente contratado al servicio de la Brigada Antiterrorista del gobierno federal y es asignado a la peligrosa sección de Oriente Medio. Kate Mayfield, su compañera en esta misión, tiene mayor graduación que John y menos edad, lo que constituye una combinación desastrosa para ambos. Aun así, ella consigue mantenerse firme frente al estilo temerario de John. Ahora, Corey y Mayfield deberán unir sus fuerzas y enfrentarse a un ser sin escrúpulos, un asesino cuya maldad no tiene límites.

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– Es fascinante.

– Sí. ¿Nieva alguna vez?

– En las montañas. Se puede ir en unas horas de la playa a las montañas y al desierto.

– ¿Cómo te vestirías para un día así?

Ja, ja.

El Chardonnay de California era bueno, y nos bebimos una botella entera, lo que nos incapacitaba durante un rato para conducir. Pagué la cuenta, que no era demasiado elevada, y fuimos paseando por Beverly Hills, que es realmente bonito. Observé, sin embargo, que los únicos peatones eran hordas de turistas japoneses que tomaban fotografías y grababan vídeos.

Paseamos y miramos escaparates. Le señalé a Kate que su blazer color ketchup y sus pantalones negros se le estaban quedando un poco arrugados y ofrecí comprarle un nuevo atuendo.

– Buena idea -dijo ella-. Pero en Rodeo Drive te costará un mínimo de dos mil dólares.

Carraspeé y repliqué:

– Te compraré una plancha.

Se echó a reír.

Miré unas cuantas camisas en los escaparates, y los precios parecían prefijos telefónicos. Pero, generoso que soy, compré una bolsa de chocolatinas caseras, que fuimos comiendo mientras paseábamos. Como he dicho, no había muchos peatones, así que no me sorprendió descubrir que los turistas japoneses nos estaban grabando a Kate y a mí.

– Creen que eres una estrella de cine -le dije.

– Eres un encanto. eres la estrella. Tú eres mi estrella.

Normalmente, habría vomitado las chocolatinas por toda la acera pero estaba enamorado, caminando sobre una nube, con la cabeza llena de cánticos de amor y todo eso.

– Ya he visto bastante de Los Ángeles -dije-. Vámonos a una habitación en alguna parte.

– Esto no es Los Ángeles. Es Beverly Hills. Hay muchas cosas que quiero enseñarte.

– Hay muchas cosas que yo quiero ver, pero tu ropa las tapa todas. -¿No es eso romántico?

Ella parecía dispuesta, pese al hecho de que ahora estábamos prometidos, y volvimos al coche, en el que nos dirigimos a un sitio llamado Marina del Rey, cerca del aeropuerto.

Kate encontró un bonito motel a la orilla del agua y nos registramos, llevando a la habitación nuestros maletines de lona del FBI.

Desde nuestra ventana se veía el muelle, donde permanecían fondeadas numerosas embarcaciones, y recordé de nuevo mi estancia en Long Island. Si algo había aprendido allí era a no ligarme a ninguna persona, lugar o cosa. Pero lo que aprendemos y lo que hacemos rara vez coinciden.

Advertí que Kate me estaba mirando, así que sonreí.

– Gracias por este hermoso día -le dije.

Sonrió ella también, y luego quedó pensativa unos momentos.

– Yo no te habría presentado a Doug. Él insistió en conocerte -dijo finalmente.

Asentí con la cabeza.

– Comprendo. Está bien.

Así que, gracias a mi savoir faire, la cosa quedaba olvidada. No obstante, tomé nota mentalmente de darle un rodillazo en los huevos a Doug en la primera oportunidad. Kate me besó con fuerza.

Poco después, estábamos en la cama, y, naturalmente, sonó su teléfono móvil. Había que contestar, lo que significaba que yo debía dejar de hacer lo que estaba haciendo. Rodé de costado maldiciendo al inventor del teléfono móvil. Kate se incorporó, tomó aliento y contestó:

– Mayfield.

Escuchó, con la mano sobre el micrófono mientras trataba de normalizar su respiración.

– De acuerdo… -dijo-. Sí… sí, lo hemos hecho… no… estamos… sólo sentados junto al mar en Marina del Rey. Sí… de acuerdo… Dejaré el coche en el parking de la policía… bueno… gracias por llamar. Sí. Tú, también. Adiós.

Colgó, se aclaró la garganta y dijo:

– Detesto cuando sucede esto.

No respondí.

– Bueno, era Doug. Nada nuevo. Pero dice que, si hasta media hora antes de tomar el avión, sucede algo que pueda cambiar nuestros planes, hará que alguien nos llame. Ha hablado con Washington, y, salvo que Jalil sea capturado por aquí, tenemos que volar esta noche. Pero si lo capturan aquí, entonces nos quedamos y damos aquí una conferencia de prensa.

Me miró un instante y continuó:

– Somos los héroes del momento, y debemos estar donde estén la mayoría de las cámaras. Hollywood y Washington trabajan igual.

Volvió a mirarme fugazmente y prosiguió:

– Es un poco forzado, y no me gusta, pero en un caso como éste hay que prestar atención a los medios de comunicación. Francamente, al FBI le vendría bien una inyección de buena prensa.

Me dirigió una sonrisa y añadió:

– Bueno, ¿dónde estábamos?

Se puso encima y me miró a los ojos.

– Fóllame. ¿Vale? -dijo en voz baja-. Somos sólo tú y yo esta noche. No existe ningún mundo ahí fuera. No hay pasado ni futuro. Sólo el ahora y sólo nosotros.

Sonó el teléfono, y despertamos los dos, sobresaltados. Kate cogió el móvil, pero seguía sonando un teléfono, y nos dimos cuenta de que era el de la habitación. Descolgué yo, y una voz dijo:

– Son las diez y cuarto, la hora a la que deseaban ser despertados. Que pasen buena noche.

Colgué.

– Es la hora.

Nos levantamos de la cama, nos lavamos, nos vestimos, salimos del motel y subimos al coche. Eran casi las once de la noche, o sea, las dos de la madrugada en Nueva York, y mi reloj corporal estaba completamente desbaratado.

Kate puso el coche en marcha, y nos dirigimos hacia el aeropuerto internacional de Los Ángeles, a sólo unos kilómetros de distancia. Pude ver reactores comerciales que despegaban y enfilaban hacia el oeste, sobre el océano.

– ¿Quieres que llame a la oficina de Los Ángeles?

– No hace falta.

– Está bien. ¿Sabes lo que temo? Que detengan a Jalil mientras nosotros estamos volando. Yo quería estar presente en ese momento. Y tú también. ¿Hola? Despierta.

– Estoy pensando.

– Ya está bien de pensar. Habla conmigo.

Hablamos. Llegamos al aeropuerto, y Kate llevó el coche a las instalaciones de la policía de Los Ángeles, donde nos estaba esperando un amable sargento con un coche preparado para llevarnos a la terminal de vuelos nacionales. Yo no creía que pudiera acostumbrarme a todas aquellas cortesías.

El caso es que el joven conductor de la policía nos trataba como si fuésemos estrellas de cine y quería que hablásemos de Asad Jalil. Kate le complació y yo, en mi papel de poli de Nueva York, me limité a gruñir por la comisura de los labios.

Bajamos del coche, y nos deseó una buena velada y un feliz vuelo.

Entramos en la terminal y acudimos al mostrador de United Airlines, donde nos esperaban dos billetes de clase business. Nuestras autorizaciones para llevar armas de fuego a bordo estaban ya extendidas y sólo necesitaban nuestras firmas en los impresos.

– El embarque será dentro de veinte minutos, pero, si lo desean, pueden utilizar el club Alfombra Roja -nos informó la empleada de la compañía, y nos dio dos pases para el club.

Yo estaba esperando que sucediese algo realmente terrible, como suelen esperarlo los neoyorquinos, pero ¿podía haber algo peor que el hecho de que todo el mundo te sonriese y te deseara toda clase de cosas buenas?

De todos modos, nos dirigimos al Club Alfombra Roja, y fuimos admitidos en su interior. Una diosa de pelo color ala de cuervo instalada tras el mostrador nos sonrió, recogió nuestros pases y nos indicó que nos acomodáramos en el salón, donde las bebidas corrían por cuenta de la casa. Naturalmente, para entonces yo ya creía que me había muerto y me encontraba en el cielo de California.

No tenía ganas de tomar alcohol, pese al vuelo que me esperaba a través del continente sin probar ni gota, así que fui a la barra y cogí una coca-cola, y Kate pidió una botella de agua.

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