Nelson Demille - El juego del León

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Desde un puesto especial de observación en el aeropuerto JFK de Nueva York, miembros de la Brigada Antiterrorista esperan la llegada de un pasajero desde París: Asad Khalil, un terrorista libio conocido como «El León» que va a pasarse a Occidente. Todo se está desarrollando conforme a lo previsto; el avión con sus centenares de pasajeros, incluido Khalil y sus escoltas del FBI, llega puntual a su destino. Sin embargo, pronto queda claro que algo marcha mal, terriblemente mal, y que lo ocurrido en este vuelo es sólo un preludio del terror que se sucederá a continuación…
John Corey, que sobrevivió a tres heridas de bala mientras fue miembro de la policía neoyorquina, sabe que ha agotado su cupo de buena suerte. No obstante, se alista como agente contratado al servicio de la Brigada Antiterrorista del gobierno federal y es asignado a la peligrosa sección de Oriente Medio. Kate Mayfield, su compañera en esta misión, tiene mayor graduación que John y menos edad, lo que constituye una combinación desastrosa para ambos. Aun así, ella consigue mantenerse firme frente al estilo temerario de John. Ahora, Corey y Mayfield deberán unir sus fuerzas y enfrentarse a un ser sin escrúpulos, un asesino cuya maldad no tiene límites.

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– Continúe.

– De acuerdo. -Miré a Kate, que levantaba en mi dirección la mano con el pulgar hacia arriba. Proseguí-: Así que, mire, Asad, yo no hago juicios de valor. Quizá su madre y Muammar no estuvieron juntos hasta después de que su padre…, oh, ésa es otra, su padre. ¿Está seguro de que realmente, realmente, quiere oír esto?

– Continúe.

– Muy bien. Bueno. La CÍA otra vez… son gente muy lista y saben cosas que usted ni se imaginaría. Yo tengo un buen amigo en la CÍA, Ted, y Ted me dijo que su padre… se llamaba Karim, ¿no? Bueno, ya sabe lo que sucedió en París. Pero supongo que lo que no sabe es que no fueron los israelíes quienes se lo cargaron… quienes lo asesinaron. La verdad, Asad, es que fue… bueno, ¿por qué desenterrar el pasado? Son cosas que pasan, ¿sabe? Y sé cómo se toma usted los agravios, así que ¿por qué quiere enfurecerse de nuevo? Olvídelo.

Hubo un largo silencio.

– Continúe -dijo después.

– ¿Está seguro? Es que ya sabe cómo es la gente. Dicen: «Adelante. Cuénteme. No me enfadaré con usted.» Y luego, cuando les cuentas malas noticias, te odian. Yo no quiero que usted me odie.

– Yo no lo odio.

– Pero quiere matarme.

– Sí, pero no lo odio. Usted no me ha hecho nada.

– Claro que he hecho. He desbaratado sus planes para matar a Wiggins. ¿No puedo obtener un poco de reconocimiento? ¿Et tu, Brute?

– ¿Perdón?

– Es latín. Así que qué le vamos a hacer si me odia, pero ¿por qué habría de contarle esto? Quiero decir que ¿qué saco con darle información acerca de su padre?

– Si me dice usted lo que sabe, tiene mi palabra de que no les haré ningún daño ni a usted ni a la señorita Mayfield.

– Ni a Wiggins.

– No haré tal promesa. Wiggins ya es un muerto viviente.

– Bueno, está bien. Más vale media taza que ninguna. Así que ¿dónde estaba…? Ah, sí, el asunto de París. No quiero meterme en conjeturas ni plantar semillas de duda o desconfianza pero tiene usted que formularse la pregunta que todos los policías del mundo se plantean ante un asesinato. La pregunta es: ¿Cui bono? Eso es latín también. No, italiano. Usted habla italiano, ¿verdad? De todos modos, ¿cui bono? ¿A quién beneficia? ¿Quién saldría ganando con la muerte de su padre?

– Los israelíes, evidentemente.

– Vamos, Asad. Usted es más listo que todo eso. ¿Cuántos capitanes del ejército libio matan los israelíes en las calles de París? Los israelíes necesitan una razón para matar a alguien. ¿Qué les había hecho su padre? Dígamelo si lo sabe.

Lo oí carraspear, y respondió:

– Era un antisionista.

– ¿Quién no lo es en Libia? Vamos, amigo. La triste verdad es que mis amigos de la CÍA están seguros de que no fueron los israelíes quienes mataron a su padre. De hecho, según varios desertores libios, el asesinato fue ordenado por el propio Muammar al-Gadafi. Lo siento.

Él no dijo nada.

– Eso es lo que ocurrió -continué-. ¿Había diferencias políticas entre su padre y Muammar? ¿Había en Trípoli alguien que quería vengarse de su padre? ¿O fue por causa de su madre? ¿Quién sabe? Dígamelo usted.

Silencio.

– ¿Sigue ahí? ¿Asad?

– Es usted un repugnante embustero, y será para mí un gran placer cortarle la lengua antes de rebanarle el pescuezo.

– ¿Lo ve? Sabía que se enfadaría. Intento hacerle un favor y… ¿Oiga? ¿Asad? ¿Oiga?

Pulsé el botón de desconexión y dejé el teléfono en el asiento, entre Kate y yo. Respiré hondo.

Permanecimos un rato en silencio, y le hice luego a Kate un resumen de lo que había dicho Jalil, contándole incluso que había prometido matarla.

– Creo que no le gustamos -concluí.

– ¿Nosotros? no le gustas. Quiere cortarte la lengua y rebanarte el pescuezo.

– Bueno, tengo amigos que también quieren hacerlo.

Nos echamos a reír, tratando de relajar la tensión del momento.

– De todos modos, creo que lo has manejado bien -dijo Kate-. ¿Por qué ibas a mostrarte serio y profesional?

– La norma es, cuando el sospechoso tiene algo que necesitas, trátalo con respeto y consideración. Cuando pide algo que él necesita, búrlate todo lo que quieras.

– No recuerdo que eso figurase en el manual del interrogador.

– Estoy redactando de nuevo ese manual.

– Ya me había dado cuenta. -Reflexionó unos momentos-. Si alguna vez vuelve a Libia, querrá obtener respuestas a ciertas preguntas.

– Si hace preguntas de ese tipo en Libia -repliqué-, es hombre muerto. O tropieza con una negación tajante, o hará en Libia lo que ha hecho aquí. Es un hombre violento y peligroso, una máquina de matar, cuya vida está consagrada a saldar viejas cuentas.

– Y tú les ha dado unas cuantas más que saldar.

– Eso espero.

Continuamos avanzando, y observé que no había nada de tráfico en la carretera. Sólo un idiota estaría fuera en una noche como aquélla y a aquellas horas.

– ¿Sigues creyendo que Jalil está en California? -me preguntó Kate.

– Lo sé. Está en las montañas Santa No-sé-qué, cerca del rancho de Reagan o en el propio rancho.

Kate miró por la ventanilla las negras colinas envueltas en niebla.

– Espero que no.

– Yo espero que sí.

CAPÍTULO 54

La carretera 101 nos llevó a Ventura, en donde la autopista se separaba de las montañas y se convertía en una carretera costera. La niebla era realmente espesa, y apenas si podíamos ver a siete metros de distancia.

A nuestra izquierda vi las luces del hotel de playa Ventura Inn.

– Ahí es donde nos prometimos -dije.

– Volveremos para nuestra luna de miel.

– Yo estaba pensando en Atlantic City.

– Piénsalo otra vez. -Al cabo de unos segundos fue ella quien lo pensó y dijo-: Lo que te haga feliz.

– Yo soy feliz si tú eres feliz.

Íbamos sólo a unos sesenta kilómetros por hora, e incluso eso parecía demasiada velocidad para las condiciones de la carretera. Vi un letrero que decía «Santa Bárbara, 50 kilómetros».

Kate encendió la radio, y captamos una repetición de noticias de una emisión anterior. El locutor presentó una actualización del tema:

– El FBI confirma ahora que el terrorista responsable de la muerte en el aeropuerto Kennedy de Nueva York de todas las personas que iban a bordo del vuelo Uno-Siete-Cinco, así como de las cuatro personas del aeropuerto, se encuentra todavía en libertad y posiblemente ha dado muerte a ocho personas más durante su huida de las autoridades federales y locales.

El locutor continuó, leyendo frases increíblemente largas y retorcidas.

– Un portavoz del FBI confirma que parece existir una conexión entre varias de las personas elegidas como víctimas por Asad Jalil. Está prevista para mañana por la tarde en Washington una importante conferencia de prensa para dar a conocer los últimos detalles de esta trágica historia, y allí estaremos nosotros para informar cumplidamente de cuanto suceda -terminó diciendo.

Cambié a una emisora más fácil de escuchar.

– ¿Se me ha escapado, o ese tipo no ha mencionado a Wiggins? -preguntó Kate.

– No lo ha mencionado. Supongo que el gobierno reserva eso para mañana.

– Es hoy, en realidad. Y nosotros no vamos a coger ese avión en Los Ángeles.

Miré el reloj del salpicadero y vi que eran las 2.50 de la madrugada. Bostecé.

Kate sacó su teléfono móvil y marcó un número.

– Estoy llamando a la oficina de Ventura -me informó.

Contestó Cindy López, y Kate preguntó:

– ¿Algo nuevo del rancho? -Escuchó y dijo-: Eso está bien.

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