Nelson Demille - El juego del León

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Desde un puesto especial de observación en el aeropuerto JFK de Nueva York, miembros de la Brigada Antiterrorista esperan la llegada de un pasajero desde París: Asad Khalil, un terrorista libio conocido como «El León» que va a pasarse a Occidente. Todo se está desarrollando conforme a lo previsto; el avión con sus centenares de pasajeros, incluido Khalil y sus escoltas del FBI, llega puntual a su destino. Sin embargo, pronto queda claro que algo marcha mal, terriblemente mal, y que lo ocurrido en este vuelo es sólo un preludio del terror que se sucederá a continuación…
John Corey, que sobrevivió a tres heridas de bala mientras fue miembro de la policía neoyorquina, sabe que ha agotado su cupo de buena suerte. No obstante, se alista como agente contratado al servicio de la Brigada Antiterrorista del gobierno federal y es asignado a la peligrosa sección de Oriente Medio. Kate Mayfield, su compañera en esta misión, tiene mayor graduación que John y menos edad, lo que constituye una combinación desastrosa para ambos. Aun así, ella consigue mantenerse firme frente al estilo temerario de John. Ahora, Corey y Mayfield deberán unir sus fuerzas y enfrentarse a un ser sin escrúpulos, un asesino cuya maldad no tiene límites.

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– En otras palabras, que tiene un problema de escasez de personal.

– La casa del rancho es segura, y también la carretera -respondió.

– Pero cualquiera podría entrar a pie en el rancho -dijo Kate.

– Probablemente.

– ¿Tienen detectores de movimiento? ¿Aparatos de escucha?

Gene no respondió pero paseó la vista por el salón.

– El presidente solía venir aquí los domingos para ver partidos de fútbol con el personal libre de servicio -me informó.

No respondí.

Gene adoptó un aire reminiscente.

– Fue herido de bala una vez -dijo-. Una sólo ya es demasiado.

– Sé lo que se siente.

– ¿Ha sido usted herido de bala?

– Tres veces. Pero todas el mismo día, así que no fue tan malo.

Gene sonrió.

– ¿Tienen aparatos electrónicos aquí? -insistió Kate.

– Síganme -dijo Gene, levantándose de la silla.

Nos pusimos en pie y lo seguimos hasta una habitación situada en un extremo de la estructura. Era una habitación tan ancha como el propio edificio, y observé que las tres paredes exteriores eran casi en su totalidad amplios ventanales que daban sobre la cuesta en que se alzaba la casa del rancho. Detrás de la casa había un bonito estanque que no había visto al llegar, además de un vasto granero y una especie de casa para invitados.

– Esto era el centro neurálgico -dijo Gene-, donde controlábamos todos los instrumentos de seguridad, seguíamos la pista de Látigo de Cuero, o sea, el presidente, cuando montaba a caballo, y donde teníamos comunicación con el mundo entero. Aquí se guardaba también el maletín nuclear.

Paseé la vista en derredor por el abandonado recinto y observé que había un montón de cables colgando, juntamente con listas de palabras en clave, señales de llamada por radio y otras anotaciones ya casi borradas. Me recordaba las salas del Gabinete de Guerra que había visto en Londres, el lugar desde donde Churchill había dirigido la guerra, petrificado en el tiempo, un poco mohoso y manejado por un ejército de fantasmas cuyas voces se podían oír si escuchaba uno con atención.

– No queda ningún aparato electrónico de seguridad -nos informó Gene-. De hecho, todo este rancho es ahora propiedad de un grupo llamado Fundación de la Joven América. Compró el rancho a los Reagan y lo está convirtiendo en una especie de museo y centro de conferencias.

Ni Kate ni yo dijimos nada.

– Incluso cuando esto era la Casa Blanca del Oeste, era una pesadilla de seguridad -continuó Gene-. Pero al viejo le gustaba el lugar, y cuando quería venir aquí veníamos nosotros con él y lo acondicionábamos.

– Entonces tenía usted cien personas -dije.

– Exacto. Más todos los aparatos electrónicos y los helicópteros y todo de lo más moderno y avanzado. Pero los malditos sensores de movimiento y escucha detectaban hasta el último conejo y la última ardilla que entraban en la finca. -Se echó a reír y añadió-: Había falsas alarmas todas las noches. Pero teníamos que actuar. -Volvió a ponerse reminiscente y dijo-: Recuerdo una noche… era una noche de niebla como ésta, y a la mañana siguiente salió el sol, disipó la niebla y vimos una tienda de campaña plantada en el prado, a menos de cien metros de la casa. Fuimos a investigar y encontramos a un joven dormido en su interior. Un excursionista. Lo despertamos, le informamos de que estaba en una propiedad privada y le dirigimos hacia un sendero señalizado. Nunca le dijimos dónde estaba. -Sonrió.

Sonreí yo también, pero en la historia había un elemento preocupante.

– Así que, ¿podemos garantizar una seguridad absoluta? -continuó Gene-. Evidentemente, no. Pero ahora, al menos, podemos limitar los movimientos de Látigo de Cuero y Arco Iris.

¿Arco Iris?

– En otras palabras -dijo Kate-, se quedarán dentro de la casa hasta que usted pueda sacarlos.

– En efecto. Azufre… es el nombre de la casa, tiene gruesas paredes de adobe, las cortinas y las persianas están corridas, y hay tres agentes en la casa y dos fuera de ella. Mañana idearemos la forma de sacar de aquí a los Reagan. Probablemente necesitaremos una Diligencia… o sea, una limusina blindada. Más una Cabeza y una Cola. O sea, un vehículo delante y otro detrás. No podemos usar un Holly… o sea, un helicóptero.

Señaló con un gesto los bordes del elevado terreno circundante y explicó:

– Un buen tirador provisto de una mira telescópica podría derribar sin problemas un helicóptero.

– Parece como si necesitasen ustedes un milagro -dije.

Se echó a reír.

– Bastará con que recemos un poco durante la noche. Al amanecer recibiremos refuerzos, incluyendo helicópteros con equipos especializados en detectar francotiradores y provistos de sensores de calor corporal y otros aparatos de detección. Si Jalil se encuentra en esta zona, tenemos muchas probabilidades de encontrarlo.

– Eso espero -dijo Kate-. Ya ha matado a bastante gente.

– Pero comprendan que nuestra misión principal y nuestra primera preocupación es proteger al señor y la señora Reagan y transportarlos a un lugar seguro.

– Entiendo -respondí yo-. La mayoría de los lugares serán seguros si matan o capturan ustedes a Asad Jalil.

– Lo primero es lo primero. Permaneceremos en estado estático hasta que salga el sol y se disipe esta niebla. ¿Quieren dormir un poco?

– No -respondí-. Quiero ponerme unos téjanos y un sombrero de cowboy y salir a caballo a ver si descubro la hoguera de ese bastardo.

– ¿Habla en serio?

– En realidad, no. Pero estoy pensando en ir a echar un vistazo. ¿No hay que comprobar los puestos de guardia o algo parecido?

– Puedo hacerlo por radio.

– No hay nada como la realidad en vivo. Las tropas agradecen ver al jefe.

– Claro. ¿Por qué no? ¿Quiere que lo lleve?

– Creía que nunca me lo preguntaría.

– Yo iré contigo -dijo Kate.

No tenía intención de mostrarme protector, así que repuse:

– Si Gene no tiene inconveniente, yo tampoco.

– Por supuesto que no -dijo Gene-. ¿Llevan chaleco antibalas?

– El mío está en la lavandería -respondí-. ¿Tienen alguno de sobra?

– No. Y no puedo prestarle el mío.

Bueno, de todas formas, ¿quién necesita chaleco antibalas?

Salimos del edificio del Servicio Secreto y nos dirigimos hacia donde permanecía estacionado un jeep Wrangler descubierto. Observé que el jeep tenía matrícula de California con la indicación «Biblioteca Ronald Reagan» y una fotografía del ex presidente en la placa. Necesito una de ésas como recuerdo.

Gene se puso al volante, y Kate se sentó a su lado. Yo me instalé detrás. Gene puso el motor en marcha, encendió los faros antiniebla y arrancamos.

– Conozco este rancho como la palma de mi mano -dijo Gene-. Hay probablemente más de cien kilómetros de caminos de herradura, y el presidente solía recorrerlos todos a caballo. Todavía tenemos mojones de piedra en lugares estratégicos, con números perforados literalmente en ellos para que nadie pueda cambiarlos. Los agentes del Servicio Secreto cabalgaban con el presidente y comunicaban por radio con el centro de control al llegar a cada mojón, y nosotros identificábamos su ubicación. El presidente -añadió- no quería llevar chaleco antibalas, y era una pesadilla. Yo contenía el aliento todas las tardes hasta que volvía.

Gene parecía sentir verdadero afecto hacia Látigo de Cuero, de modo que, como buen invitado, dije:

– Yo formé parte de la unidad de protección presidencial de la policía de Nueva York en abril del ochenta y dos, cuando habló en el cuartel del sesenta y nueve regimiento en Manhattan.

– Lo recuerdo. Yo estaba allí.

– No me diga. Qué pequeño es el mundo.

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