Me dirigió una mirada un tanto extraña, lo que parecía poco apropiado. Yo creo que tenía algo que ver con mi mención del nombre de Ted.
Debo decir en este momento que casi todos los que nos visitaban se comportaban como si poseyesen alguna información que nosotros desconocíamos pero que podríamos conocer si preguntábamos.
– ¿Dónde está Ted? -le pregunté a Edward.
– Ted Nash ha muerto -me informó al cabo de unos segundos.
No me sorprendió del todo pero la noticia me conmocionó.
– ¿Cómo? -pregunto Kate, estupefacta.
– Lo descubrieron en el rancho de Reagan después de haberlos encontrado a ustedes -respondió Edward-. Tenía una herida de bala en la frente y murió en el acto. Hemos recuperado la bala, y las pruebas balísticas practicadas demuestran de modo concluyente que fue disparada por el mismo rifle que Asad Jalil utilizó para disparar contra ustedes.
Kate y yo permanecimos en silencio, sin saber qué decir.
Yo me sentía mal pero si Ted estuviera en la sala le diría lo evidente: cuando juegas con fuego, te quemas; cuando juegas con leones, te comen.
Kate y yo expresamos nuestra condolencia, mientras yo me preguntaba por qué no se había hecho pública aún la muerte de Ted.
Edward sugirió, como había hecho Ted, que quizá nos agradase trabajar para la CÍA.
Yo no creía en la posibilidad de que aquello fuese algo agradable pero hay que saber adaptarse a las circunstancias.
– Podemos hablarlo -le dije a Edward-. A Ted le habría encantado.
Detecté de nuevo una chispa de escepticismo en Edward.
– El sueldo es mejor -respondió, sin embargo-. Pueden elegir cualquier destino en el extranjero con una permanencia garantizada de cinco años seguidos en el mismo. Juntos. París, Londres, Roma, a elegir.
Aquello sonaba un poco a soborno, lo cual es muchísimo mejor que una amenaza. La cuestión era que sabíamos demasiado, y ellos sabían que sabíamos demasiado.
– Yo siempre he querido vivir en Lituania -dije a Edward-. Kate y yo hablaremos de ello.
Edward no estaba acostumbrado a que se prescindiera de él, y se puso muy serio y se marchó.
– No deberías irritar a esa gente -me recordó Kate.
– No se me presenta a menudo la oportunidad de hacerlo.
Ella permaneció en silencio unos instantes.
– Pobre Ted -dijo finalmente.
Yo me preguntaba si realmente estaría muerto, por lo que no podía poner el menor entusiasmo en una manifestación de pesar.
– Invítalo a la boda de todos modos -dije-. Nunca se sabe.
Para el quinto día de estancia en el hospital, yo pensaba que si continuaba allí más tiempo nunca me recuperaría física ni mentalmente, así que cogí yo mismo el alta, lo que hizo dichoso al representante de mi seguro médico oficial. De hecho, habría podido marcharme en cualquier momento después del segundo día, habida cuenta de la levedad de mis heridas del muslo y la cadera, pero los federales -y también Kate, cuya herida necesitaba más tiempo para curar- habían querido que me quedase.
– Hotel de playa Ventura Inn -dije a Kate-. Te veré allí.
Y me fui, con un frasco de antibióticos y varios analgésicos realmente estupendos.
Alguien había enviado mi ropa a la lavandería, y el traje había vuelto limpio y planchado, con los dos agujeros de bala cosidos o zurcidos o lo que fuese. Las manchas de sangre eran débilmente visibles todavía en el traje, y en la camisa azul y en la corbata, aunque mis calzoncillos y mis calcetines estaban limpios y tersos. Una furgoneta del hospital me llevó a Ventura.
Me sentía como un vagabundo al registrarme en el Ventura Inn sin equipaje y un poco aturdido con tanto analgésico. Pero la American Express no tardó en arreglar las cosas y adquirí ropas californianas, me bañé en el océano, vi varias reposiciones de «Expediente X» y hablaba dos veces al día con Kate por teléfono.
Ella se reunió conmigo pocos días después. Nos tomamos unas vacaciones médicas en el Ventura Inn y yo cuidé mi bronceado y aprendí a comer aguacates.
El caso es que Kate tenía un diminuto y juvenil biquini y pronto se dio cuenta de que las cicatrices no se broncean. Los hombres consideran que las cicatrices son emblemas honrosos. Las mujeres, no. Pero yo le besaba la pupita todas las noches, y empezó a darle menos importancia. De hecho, empezó a enseñarles los orificios de entrada y salida a varios cabineros, para los que una herida de bala era algo realmente guay.
Kate, entre cabineros e historias de guerra, trató de enseñarme a practicar el surf pero creo que para hacerlo bien hay que tener fundas en los dientes y el pelo descolorido.
Así pues, llegamos a conocernos mejor durante las dos semanas de luna de miel de prueba que pasamos en Ventura, y, de común y tácito acuerdo, comprendimos que estábamos hechos el uno para el otro. Por ejemplo, Kate me aseguró que le encantaba ver partidos de fútbol por televisión, le gustaba dormir con la ventana abierta en invierno, prefería los pubs irlandeses a los restaurantes selectos, detestaba los vestidos caros y las joyas y nunca cambiaba de peinado. Yo lo creí todo, naturalmente. Prometí seguir igual. Eso era fácil.
Todo lo bueno tiene un final, y a mediados de mayo regresamos a Nueva York y a nuestros puestos de trabajo en 26 Federal Plaza.
Los compañeros nos dieron una pequeña fiesta, como es costumbre, y se pronunciaron discursos estúpidos, se propusieron brindis por nuestra dedicación al trabajo, por nuestro pleno restablecimiento y, naturalmente, por nuestro compromiso y por una vida larga y feliz juntos. A todo el mundo le encanta una historia de amor. Fue la noche más larga de mi vida,
Para hacer la velada más divertida, Jack me llevó a un lado y me dijo:
– He utilizado tus treinta pavos, y también las apuestas de Ted y Edward, para pagar la factura. Sabía que no te importaría.
No me importaba. Y Ted habría querido que se hiciera así.
Teniendo en cuenta todas las circunstancias, yo prefería volver a Homicidios Norte pero eso no iba a suceder. El capitán Stein y Jack Koenig me aseguraron que me esperaba un brillante futuro en la Brigada Antiterrorista, pese al montón de denuncias formales presentadas contra mí por diversos individuos y organizaciones.
A nuestra vuelta al servicio, Kate anunció que lo estaba pensando mejor… no lo del matrimonio, sino lo del anillo de compromiso. Me puso a trabajar en algo denominado la «Lista de Invitados». Y encontré Minnesota en un mapa. Es un estado entero. Mandé por fax copias del mapa a mis compañeros de la policía de Nueva York para que supieran.
Pocos días después de nuestra vuelta, realizamos el preceptivo viaje al edificio J. Edgar Hoover y pasamos tres días con aquellos agradables tipos de Contraterrorismo, que escucharon toda nuestra historia y luego nos la repitieron de forma ligeramente diferente. Corregimos nuestra versión, y Kate y yo firmamos testimonios, declaraciones, transcripciones y no sé cuántas cosas más hasta que todo el mundo quedó contento.
Supongo que claudicamos un poco pero obtuvimos la solemne promesa de que algún día podríamos restablecer la verdad de las cosas.
El cuarto día de nuestro viaje a Washington nos llevaron al cuartel general de la CÍA en Langley, Virginia, donde fuimos recibidos por Edward Harris y otros. No fue una visita larga, y estuvimos en compañía de cuatro agentes del FBI, que llevaron casi todo el peso de la conversación en nuestro nombre. Ojalá esa gente aprendiera a largarse.
Lo único interesante de aquella visita a Langley fue nuestra entrevista con un hombre extraordinario. Era un ex agente del KGB, y se llamaba Boris, el mismo Boris que Ted nos había mencionado en el VORTAC.
El único motivo de la entrevista parecía ser el hecho de que Boris quería conocernos. Pero en la hora que estuvimos hablando obtuve la impresión de que aquel hombre había visto y hecho en su vida más que todos los que nos encontrábamos allí juntos.
Читать дальше