– ¡Hombre! ¡Alonso Contreras! -dijo el templario.
El marinero castellano miró a Arriaga como si fuera el mismísimo diablo y murmuró:
– Perdonad, señor, yo ya me iba.
– No, esperad. Quiero deciros una cosa. En nuestro viaje anterior tuvimos un mal encuentro, quiero que sepáis que lo hice porque vuestras habladurías de marineros podían poner en peligro a mi amigo. Estaba enfermo. Era mi deber llevarlo a casa sano y salvo. Ahora él está muerto, espero que descanse en paz. Deseo haceros saber que, por mi parte, está todo olvidado y que me gustaría que comprendierais por qué os tuve que tratar con dureza.
– Está olvidado -dijo el marino de larga melena negra.
– Bien, me alegro. Aun así debéis de pensar que era él quien causaba el mal tiempo.
– Son cosas de marineros, mi señor, la gente de tierra adentro no lo puede entender.
– Supongo que cada uno conoce su oficio y que a vuestra manera tendréis razón. Tomad, por las molestias y el asunto de la daga en la bodega.
El marino quedó sorprendido al ver el sueldo de oro que le tendía Arriaga.
– Vaya, gracias, señor.
– ¿Vivís en La Rochelle?
– Desde hace quince años.
– ¿Y tenéis algún descanso en vuestra jornada?
– ¿Yo? Ahora, al mediodía.
– Bien, Alonso, os espero en mi camarote, tengo que hablar con vos. Que no os vean entrar en él. Es por un negocio delicado.
Se quedó contemplando el mar durante un rato, a la diestra las costas de Inglaterra, a la derecha el horizonte tras el que se encontraba la convulsa Francia. ¿Qué le esperaba en Tierra Santa? ¿Estaría allí oculto el tesoro del Temple?
Entonces lo vio claro. Rosslyn.
¿Para qué habían de construir las familias una réplica en menor tamaño sino para ocultar el tesoro del Templo de Salomón? Era evidente, obvio.
No obstante, aquel lugar estaba vacío. Sólo aquel Baphomet presidía el lugar dándole un aire siniestro, maldito. Quizá habían mantenido oculto el tesoro en otro sitio para trasladarlo a Rosslyn. Ése era el lugar idóneo, al norte, en Escocia, lejos de la civilización, en tierra de paganos. Entonces recordó una alusión de Jean de Rossal en Chevreuse acerca de la locura de Robert. «No ha podido ocurrir en peor momento», había dicho.
Perdido en estos y otros pensamientos, llegó el mediodía. Bajó al camarote y ordenó que le trajeran vino. Al rato, tocaron a la puerta y entró Alonso Contreras.
– Sentaos -dijo Arriaga, acostumbrado a mandar a tipos como el marino.
Sirvió un par de vasos de vino y brindó con su invitado. La pequeña mesa a la que se hallaban sentados se bamboleaba mecida por el movimiento rítmico del barco. La madera crujía. Rodrigo comenzó:
– Tengo que hablar con vos de un asunto… delicado.
– Decid.
– Vivís en La Rochelle y trabajáis como marino para el Temple desde hace años.
– Así es.
– Dicen que es un puerto muy fortificado.
– En poco tiempo lo comprobaréis con vuestros propios ojos.
– ¿Para qué quiere mi orden un puerto así en pleno Atlántico? Sus negocios están en el Mediterráneo.
Silencio. Leyó el miedo en los ojos del marino. El hombre de mar se levantó.
– Perdonadme, señor, pero si no se os ofrece otra cosa, yo…
– Esperad -dijo el templario. Sacó cinco sueldos de su bolsa y los puso sobre la mesa-. Ahí hay unos buenos dineros que asegurarán que vuestra familia no pase penurias durante mucho tiempo.
El marino miró hacia la mesa. Las monedas de oro brillaban sobre ella.
– Me juego la vida, señor. Además, ¿cómo sé que esto no es una trampa? Me la podríais tener jurada por lo del viaje anterior. Si tomo esas monedas, mi vida no vale un triste maravedí.
– Mi amigo murió en su lecho y eso está olvidado. Sois el único marinero que conozco y soy un hombre de palabra. Os juro que esto no es una trampa. Quiero saber, ¡necesito saber! Mirad las monedas, miradlas bien porque contaré hasta cinco y si no aceptáis el trato olvidad la oportunidad que habéis dejado pasar para siempre. Uno… dos… tres…
– Qué más da -repuso Contreras tomando asiento y cogiendo las monedas-. Si en el fondo, en La Rochelle, todo el mundo lo sabe aunque callan por sus vidas… La orden es despiadada con los que se van de la lengua.
– Bien, no os arrepentiréis. El puerto, hablad.
– Sí, sí… el puerto -dijo el hombre de mar sirviéndose otro vaso de vino que se atizó de un trago-. El puerto. Está situado lejos del Mediterráneo, y es evidente que eso no tiene sentido. Además, queda lejos de la ruta de la lana que, como sabréis, va desde Londres, Inglaterra, a los Países Bajos. Ése es el único movimiento comercial que da beneficios aquí en el norte, en el Atlántico.
– ¿Entonces?
– Las tierras más allá del mar.
– ¿Otremer?
– No, no. No me refiero a las posesiones del Temple en Tierra Santa, no. No me refiero a ese mar, hablo del océano, del Atlántico.
– ¿Hay tierras más allá?
El marino asintió.
– ¿No se acaba el mundo navegando hacia el oeste?
Contreras negó con la cabeza.
– Pero… esas tierras… ¿las habéis visto?
– No.
– ¿Y cómo sabéis que existen?
– Lo sé.
– ¿No serán cuentos de marinos?
– No, todo el mundo en La Rochelle lo sabe.
– Pero es imposible, ¿qué tierras?
– Ricas. El oro allí crece como el trigo, y la plata… ¡la plata! Sabed que ahora se paga mejor que el mismísimo oro. La ruta del oro del Sudán hace que sea menos escaso que la plata y ésta ha aumentado su valor. Eso es lo que vuestros hermanos templarios traen a espuertas desde aquellas tierras: plata.
Rodrigo se atusó el largo pelo y ladeó la cabeza de un lado a otro.
– Pero… ¿cómo se va a esas tierras?
– Hay cartas de navegación que marcan el camino y las corrientes adecuadas que hay que seguir para llegar. Y la vuelta también, claro.
– ¿Y conocéis a alguien que haya estado allí, que pueda confirmarme esta historia?
– Ése es el problema. Mi compadre Philipp era el padrino de mi hijo Agustín, el segundo. Él estuvo allí.
– ¿Podéis presentarme a ese hombre?
– Está muerto. Todos están muertos. Mirad, hará unos diez años, los templarios armaron un nuevo tipo de buque en el astillero de La Rochelle; mucho más grande que una galera, con más calado, capaz de surcar aguas más profundas, más bravas y con mayor autonomía. Una galera tiene dos palos; pues bien, este tipo de barco tiene cuatro: los dos de popa con velamen triangular, como las galeras; los dos de proa mucho más altos y con varias velas inmensas, cuadradas. Todo auguraba que era una embarcación diseñada para realizar trayectos largos, así que pensábamos que irían a Tierra Santa. No nos extrañó que construyeran un barco de este tipo, pues aunque yo no había visto nunca ninguno sabía de su existencia; además, la orden tiene la mejor flota del mundo conocido. En fin, que lo llamaron La Madeleine y lo botaron una mañana de abril. Recluta-ron a una buena tripulación, pagaban bien pero no se sabía el destino. Un buen día partieron. No se supo nada de ellos en seis meses. Mi compadre iba en ese barco. A la vuelta regresaron con veinte marineros de los treinta y cinco que habían partido, y de los diez templarios que salieron de puerto sólo volvieron siete; uno de ellos, tuerto. Algo debió de pasarles. Algunos decían que habían encontrado una ruta hacia las Indias, ya sabéis, para comerciar con las especias. Pero no… Nadie contaba nada del viaje. La orden paga bien, pero es un patrón que exige discreción y en La Rochelle lo sabemos por experiencia. El caso es que uno de los marinos, el timonel, un tal Eric, se fue de la lengua al segundo día de la llegada. Le gustaba mucho el vino y en una taberna largó que había estado en unas tierras nuevas, que se habían enfrentado a unos salvajes con taparrabos y que los habían derrotado, que aquellos pobres paganos tenían oro y plata como para cubrir el mundo y que los habían tenido que torturar para que los llevaran a los yacimientos ocultos de donde los extraían. Al parecer, aquellas tierras eran maravillosas. Pasaron otros dos meses costeando y explorando, durante los cuales hallaron más y más plata y oro. Todo el mundo en la taberna lo tomó a risa. Poco a poco, los marinos fueron mostrando a sus familias extraños objetos: hachas, cuchillos, coronas con plumas, todos de aspecto tosco y primitivo. También tenía algunos adornos de oro y pequeñas tallas de lo que parecían dioses paganos.
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