Jerónimo Tristante - El tesoro de los Nazareos

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Rodrigo Arriaga es un caballero huido de la corte que se esconde en los Pirineos aragoneses y nada quiere saber de la corte ni de su antigua, y secreta, profesión. El que fue el mejor espía de su tiempo se oculta en un recóndito pueblo y ha renegado de su pasado como favorito del Rey. Sin embargo, las cosas cambian cuando Silvio de Agrigento, al servicio del Papa, llega buscando a Arriaga a su escondite. La Santa Sede tiene una propuesta que hacerle y Rodrigo, llevado por la necesidad de dar paz a los restos de su amada -quien murió en desgracia y a quien se le concedería una bula para ser enterrada en Campo Santo-, no podrá por más que aceptar.
Su misión consistirá en infiltrarse entre las filas de la orden del Temple, convertirse en uno de ellos, ganarse la confianza de cada uno de esos soldados de Dios y descubrir qué ocultan bajo su fachada de bondad y caridad. Roma tiene fundadas sospechas sobre las actividades y objetivos de estos caballeros y Rodrigo será el encargado, en un viaje que le hará recorrer Europa, de destapar la verdad.

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– Mi señor fue siempre un hombre atrevido. Ahí está el origen de sus múltiples éxitos en el terreno militar.

– Algo ocurrió entonces que os hizo abandonar vuestro puesto al lado del Rey.

La mirada de Arriaga tornaba a parecer cada vez más fría y dura. El cura tragó saliva y siguió con su exposición:

– Al parecer, una joven a la que frecuentabais se lanzó al vacío desde…

– ¡No se lanzó! ¡Ella nunca hubiera hecho algo así! -interrumpió enfadado Arriaga.

– Perdonadme, he dicho «al parecer». Sólo estaba relatando lo que se dijo oficialmente. Nos consta que la realidad fue bien distinta. Es un secreto a voces que vuestro señor, en fin… digamos que si hubiera sido capaz de yacer con doña Urraca como debía por sus votos matrimoniales, hubiera aunado los reinos de Castilla y Aragón, pero el rey Alfonso tenía gustos más particulares.

Arriaga permanecía impertérrito.

– La joven, Aurora de Bielsa, esperaba un hijo vuestro, ¿verdad, Rodrigo?

El curtido soldado asintió.

– Ni siquiera pudo ser enterrada en sagrado.

– Su padre os culpó a vos.

– Dicen que sigue obsesionado con encontrarme para matarme por haber deshonrado a su hija. No fue así. Yo iba a casarme con ella, pero…

– Vuestro señor se interpuso en vuestro camino.

– Así fue.

– Se rumoreaba que bebía los vientos por vos, aunque bien es verdad que se desahogaba con jóvenes más tiernos.

– Al principio, no tuvo un mal gesto conmigo -repuso Arriaga-. Ni se me insinuó, aunque, la verdad, yo sabía de los rumores que corrían sobre mí y notaba que me tenía en muy alta estima. Debí sospecharlo. Nunca pensé que estuviera tan obsesionado con…

– Cuando supo lo de Aurora no pudo soportarlo y mandó que la eliminaran, ¿no?

Rodrigo asintió:

– Los dos esbirros que hicieron el trabajo están muertos. Y sufrieron de veras, creedme. Me encargué de ello personalmente.

– Pero un rey es demasiado, incluso para vos. Tuvisteis que huir. Se os acusó de sodomita y eso se pena con la muerte.

– Sí, torturaron e hicieron confesar a un zagal, de los que frecuentaba mi señor, que había yacido conmigo…

– Una infamia.

– Claro. Tuve que huir. Mi señor sabía que tenía que deshacerse de mí o de lo contrario lo mataría, por eso urdió la falsa acusación de sodomía y lanzó a sus perros tras mi rastro. Me costó trabajo cambiar de piel.

– Pero, según se dice, os veneraba. ¿No intentó…?

– Cuando supo lo de Aurora estábamos camino de Granada. Mandó matarla por celos; me quería para él. Me lancé a darle muerte pero me frenaron. Hizo que me ataran para hablar conmigo a solas. Me juró amor eterno. Él sabía que yo no compartía sus gustos pero creyó que Aurora era algo pasajero, y cuando supo lo de su embarazo se volvió loco.

– Y vos huisteis de allí, desertasteis.

– Sí, claro. Cuando llegué me encontré con que la habían enterrado como a un perro, sin una mala oración. Luego vinieron los alguaciles a por mí, el padre de ella también me buscaba y tuve que huir. Cuando murió el rey Alfonso lo sentí de veras: hubiera querido matarlo con mis propias manos.

– No me gustaría teneros por enemigo.

– No es para tanto, dómine. Y ahora decidme, ¿cómo me habéis encontrado? ¿Quién podía saber que me hallaba en un lugar tan recóndito?

– Sabed, buen hombre, que los servicios que prestasteis a la Corona de Aragón aún se recuerdan con cariño y admiración. Un buen servidor de Nuestra Santa Madre Iglesia nos ayudó a dar con vuestro paradero.

– ¿Quién?

– Su Majestad don Ramiro, al que vosotros llamáis el Monje por su condición de eclesiástico.

– ¿Don Ramiro sabía que yo estaba…?

– Los curas lo sabemos todo, hijo mío. Tenemos sacerdotes, frailes y monjas situados a lo largo y ancho de este mundo de Dios. Hasta la más remota aldea cuenta con algún servidor de Cristo. Esa red, bien utilizada, es el mejor servicio de espías que ha conocido la humanidad.

– ¿Y no mandó a sus hombres a prenderme?

– Digamos que no compartía los vicios de su hermano. Don Ramiro es hombre virtuoso y, al parecer, quiso hacer la vista gorda y dejaros vivir en paz.

– Pero vos no, claro.

– Esto os debe de resultar muy aburrido. Un hombre de vuestra valía enterrado en vida en este paraje.

– Soy feliz aquí. Al menos todo lo que yo podría esperar. Me agrada este lugar y tengo tiempo para reflexionar y encontrarme a mí mismo.

– Si vos cumplierais una misión yo os podría ofrecer lo que más queréis.

– ¿Y qué es lo que más quiero? -respondió Arriaga algo intrigado.

– Recuperar vuestra vida. La Iglesia estudiaría de nuevo vuestro caso y se os absolvería del delito por el que se os condenó.

Rodrigo rio socarrón.

– ¡Cómo se nota que no me conocéis, dómine! Eso me importa un bledo.

– No me habéis dejado terminar. Lo que más queréis… la Iglesia reabriría el caso de Aurora, vuestra amada. Se declararía públicamente que no se arrojó de la torre sino que fue asesinada; se restauraría su buen nombre. Pensad: la enterrarían en sagrado.

Arriaga puso, en efecto, cara de pensarlo. El de Agrigento aprovechó para insistir:

– Mirad, Rodrigo, volveríais a ser vos, vuestra Aurora descansaría como merece, su padre os lo agradecería, el hijo vuestro que llevaba en las entrañas, también. Es un buen arreglo para vos. El rey Ramiro está de acuerdo.

– ¿Y si dijera que no?

– El Rey me aseguró que no lo haríais, pero me consta que eso le desagradaría mucho. Me temo que tendríais que huir, a ser posible en cuanto terminara esta conversación. No debéis temer nada por nuestra parte, pero el monarca aragonés… Pensadlo bien: en este momento vuestra amada arde en el infierno. No se le administró sacramento alguno y yace en tierra no consagrada. Vuestro hijo, la criatura que anidaba en sus entrañas, estará en el limbo. Vos podéis acabar con los sufrimientos de ambos. Si os hacéis cargo de esta misión tened la certeza de que se harán públicos los nombres de los sicarios que arrojaron a vuestra amada de la torre, se exhumará el cadáver, se le administrarán los últimos sacramentos, se restituirá su buen nombre y el de su familia y se la enterrará en sagrado. Ella y el niño irán al cielo. Tenedlo en cuenta.

El anfitrión quedó un rato en silencio, pensando. Era obvio que le torturaba la idea de que su amada estuviera en aquel mismo momento ardiendo en el infierno.

Entonces Rodrigo Arriaga se levantó, abrió la puerta y ordenó a su ama que preparara algo de cena. Después volvió a la mesa y tras servirse un buen vaso de vino dijo:

– ¿De qué se trata?

Milites Templi

La Eufrasia entró en la estancia sirviendo un capón asado con verduras cuyo aroma hizo estremecer el malparado estómago de Silvio de Agrigento. Una vez que la sirvienta salió de la estancia, el anfitrión hizo los honores y el cura comenzó a hablar entre bocado y bocado:

– ¿Sabéis qué es el Temple? -preguntó.

– Pues claro, es una orden militar. Goza del favor del pueblo, los he visto en la tierra de mi madre, el Languedoc, donde han conseguido muchas adhesiones en poco tiempo, la verdad.

– Sí, han progresado mucho en apenas veinte años. ¿No conocéis a ningún templario?

– No, no conozco a ninguno personalmente.

– ¿Os suena el nombre de Jean de Rossal?

– Claro -respondió sonriente Arriaga-, fue mi compañero de estudios. Crecimos juntos.

– ¿Habéis mantenido contacto durante todos estos años?

– Sí, hasta que tuve que esconderme. Nos escribíamos a veces y en una ocasión vino a verme a las tierras de mi padre. Hace tiempo que le perdí la pista.

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