Jerónimo Tristante - El Valle De Las Sombras

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Una historia en la que la amistad sobrepasa la ideología.
El tiempo apremia en un paraje de la sierra de Madrid llamado Cuelgamuros. La Guerra Civil ha terminado y Francisco Franco quiere construir un gran mausoleo donde enterrarle a él junto a los caídos. Para acelerar las obras, emplea presos republicanos. Así llega al valle José Antonio Tornell, antiguo policía durante la República. Al poco de estar allí, Roberto Alemán, héroe del ejército nacional, es enviado para que investigue supuestos desfalcos. Al principio, tanto uno como el otro se miran con recelo. En sus rostros no ven más que el reflejo del enemigo. De repente uno de los presos muere en extrañas circunstancias. Tornell está convencido de que ha sido un asesinato, pero nadie le cree. Nadie excepto Alemán. Los dos empiezan a investigar, estrechando lazos, pero el caso va complicándose cada vez más. Hay gente que empieza a ponerse nerviosa ya que se acerca la visita del dictador, han ocurrido muchas cosas en poco tiempo y nada es como era antes, empezando por ellos mismos… ¿Y si todos estos sucesos ocultan algo que podría cambiar para siempre la historia de España?
Una implacable y estremecedora novela, ambientada en la construcción del Valle de los Caídos, que muestra cómo la amistad está, siempre, por encima de las ideologías. Una narración escrita sin maniqueísmo donde nadie ni nada es lo que parece ni donde ni unos son buenos ni otros malos. La novela que consagra al autor de El misterio de la casa Aranda como un excelente contador de historias.

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La noche en que terminó las pesquisas, mientras apuraba una botella de coñac en su habitación, comprendió que aquel suceso le daba motivos más que suficientes para pensar: en aquella familia, la de Alemán, había un hermano de la UGT y otro de Falange. Como en tantas y tantas otras. El primero había muerto de manera fortuita y el segundo había cometido un crimen execrable, era un fanático. Tornell sabía de lo que hablaba. Había presenciado miles de interrogatorios y las declaraciones de la madre, el padre, la hermana, y ahora, de Roberto Alemán, apuntaban a que ninguno de los cuatro sabía nada del paradero de aquel pistolero. Era evidente que ninguno de ellos se había metido en política. La gente no suele mentir bajo tortura. Sólo los padres y la hermana habían confesado ser católicos de misa diaria y ocultar un cáliz con unas Sagradas Formas en su domicilio. Aquello les costó la vida. El fugado, Roberto, era un tipo aparentemente inofensivo. No parecía tener ideología alguna ni albergaba ningún tipo de resentimiento hacia nadie. Y a pesar de eso, cuando se había visto al borde de la muerte, había sabido comportarse como un asesino implacable. ¿Sería un falangista como su hermano? Pensó que no, que aquella guerra sacaba lo peor de cada cual. El exceso de confianza había deparado la muerte al camarada Férez.

Por otra parte el hermano del fugado, el pistolero, José Alemán, seguía oculto en algún lugar escapando a la justicia del pueblo, un miserable sin remordimientos y con cuatro muertes inocentes sobre su conciencia. Las cosas comenzaban a tomar un cariz realmente siniestro. Tornell sabía que para hacer la revolución se hacía necesario que hubiera muertes, pero nunca pensó que se llegara a aquel extremo. Tras aquel suceso de la checa de Fomento decidió tomarse unos días para reflexionar, pues la decisión de volver al frente podía sentar mal a sus superiores. Por desgracia, las cosas no hicieron sino empeorar y acabaron por mostrarle el lado más oscuro del ser humano y a qué no decirlo, de la revolución. En descargo de las autoridades era justo destacar que en aquellos días el clima de miedo y de pánico invadió Madrid, haciéndose dueño de todos y cada uno de los rincones de la ciudad. Los rumores circulaban por doquier, ya no era sólo aquel suceso de la plaza de toros de Badajoz que había provocado como respuesta republicana el incendio de la Modelo y el tiroteo de los militares allí recluidos en agosto, sino que circulaban informaciones que ponían los pelos de punta sobre cómo se las gastaba el enemigo. Franco, se decía, había prometido dos días de saqueo a moros y legionarios si lograban tomar Madrid. Todo el mundo tenía una hija, una hermana, una mujer que defender de aquellos bárbaros. Dos días de pillaje, de robos, de violaciones. Se rumoreaba que los fascistas planeaban fusilar al diez por ciento de la población de Madrid. Se estimaba que la caída de la ciudad a manos del enemigo provocaría nada menos que cien mil fusilamientos. Las arengas de Queipo de Llano, sus amenazas vertidas en su programa de radio diario, eran escuchadas por los ciudadanos de la España republicana con auténtico terror. Curiosamente, eran muchos los que, en un ejercicio de auténtico masoquismo, escuchaban sus algaradas etílicas, mitad por curiosidad, mitad por morbo. En cualquier caso Queipo hacía mucho daño, mucho, desmoralizando a una ciudadanía que debía luchar contra el racionamiento y contra el enemigo. Para colmo, a escondidas, como comadrejas, los miembros del gobierno habían huido a Valencia dejando a los madrileños al amparo de la recién creada Junta de Defensa. Tornell reparó en que aquello había dado más influencia al Partido Comunista, los únicos que podían poner orden en aquel caos. En el fondo, aquella mala noticia podía deparar algo bueno, ya que si los nacionales comenzaban el ataque directo de Madrid habría que aplicarse a fondo…

Muchos huyeron como el gobierno y otros, que no tenían adónde ir, se aprestaron a lograr el milagro, salvar Madrid de las «hordas fascistas».

Entonces ocurrió lo peor. Tornell tuvo conocimiento de las sacas de noviembre y diciembre. La situación era desesperada, el enemigo acechaba y había miles de presos en las cárceles madrileñas. Se dispuso que había que trasladarlos lejos de la línea del frente. No en vano constituían la élite del bando rival. No podía permitirse que el enemigo, además de tomar Madrid, reforzara su potencial con aquellos hombres preclaros del bando nacional: abogados, médicos, políticos y militares de renombre. Tornell se enteró de rebote. Por una casualidad. Se lo dijo un tipo extraño: Schlayer. Era un alemán que por azares del destino había terminado por dirigir la legación diplomática noruega. Juan Antonio había acudido al hotel Gaylord's, el Estado Mayor Amigo, lugar de reunión de los comisarios políticos soviéticos que ya, descaradamente, controlaban el Madrid sitiado. Torrico le había encargado que se pusiera a las órdenes de un tal Guriev, quien tenía que darle instrucciones sobre un trabajo relacionado con la caza de francotiradores de la Quinta columna, que comenzaban a mostrarse muy activos. Una vez allí, un amigo, miembro del PCE de toda la vida, le presentó al alemán que iba de acá para allá molestando a unos y a otros con no sé qué historia de fusilamientos masivos. Mientras esperaba a Guriev, aquel tipo, un hombre de unos sesenta y cuatro años que parecía saber de qué hablaba, le contó que los presos sacados de las cárceles no estaban llegando a su destino lejos del frente, sino que estaban siendo asesinados en masa en varios municipios cercanos a Madrid. Tornell no le creyó, claro, pero aquel loco insistió en que él había visto las inmensas fosas, que había pruebas y que vecinos de Paracuellos le habían contado lo que allí estaba ocurriendo. Pretendía hablar con los rusos, que eran los que habían instigado aquello pero nadie le escuchaba. Aquella conversación le dejó un regusto ciertamente amargo. Desde lo de la checa de Fomento y la investigación del asunto de Roberto Alemán y su familia, no se encontraba bien. Tenía dudas y comenzaba a necesitar salir de allí y olvidarse de la revolución. Luchar contra los fascistas en el frente. Eso sí era un asunto sencillo, sin dobleces. Cuando habló con su jefe, Torrico, y le expresó abiertamente sus dudas, aquél le espetó que Schlayer no era sino un nazi, un doble agente de los alemanes que se escudaba en su cargo diplomático. Todo el mundo lo sabía, dijo muy convencido. Tornell contestó que sí, que podía ser, pero le manifestó su intención de acercarse a Paracuellos a echar un vistazo. Sabía que aquello era falso, un rumor, pero quería hacerlo para quedarse tranquilo. No en vano había leído a Lenin y no se quitaba de la cabeza aquel asunto del «terror revolucionario». Pero aquello era España, no era posible que la Casa [3]empleara allí los mismos métodos que en Rusia. Entonces, Torrico pronunció una frase que le hizo caer en la más profunda de las desilusiones y que le llevó a la certeza de que perderían la guerra.

– No hace falta que vayas por allí, Juan Antonio, no te conviene.

Tomó nota de lo ocurrido, se conjuró para nunca, nunca, bajar la guardia y decidió presentar la renuncia y volver al frente, a luchar. En su mente quedó flotando una pregunta, en el fondo se había sentido aliviado porque Alemán escapara pero ¿por qué? Al principio había experimentado cierta frustración por no haber podido cazar al fugitivo pero ahora había llegado a la conclusión de que no era asunto suyo. ¿Qué más daba que hubiera logrado huir? Era un tipo con coraje, merecía salir de allí. Además, lo más probable era que estuviera muerto. ¿Por qué sentía lástima por aquel hombre que había perdido a su familia? ¿Estaría vivo? ¿Habría sobrevivido a sus heridas?

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