Qiu Xiaolong - El Caso Mao

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Cuando aún no se ha repuesto de la noticia de que su antigua novia, Ling, se ha casado, el inspector jefe Chen Cao recibe la llamada de un ministro que le insta a encargarse, sin demora y personalmente, de una delicada investigación relacionada con el presidente Mao. Las autoridades temen que Jiao, la nieta de una actriz que mantuvo una «relación especial» con Mao y fue perseguida durante la Revolución Cultural, haya heredado algún documento que, de salir a la luz, empañe la figura de Mao, «intocable» aun décadas después de su fallecimiento. Jiao acaba de dejar un empleo mal pagado como recepcionista, se ha mudado a una lujosa vivienda y se ha integrado en un nuevo círculo de amistades que sólo anhela revivir nostálgicamente las costumbres y modas de la dorada Shanghai precomunista. Chen deberá infiltrase en el círculo, recuperar el comprometedor material -si existe- y evitar el escándalo, en un caso trepidante en el que se entrecruzan la fuerza de los mitos, la corrupción de la élite política y la historia reciente de China.

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Cuando Chen estaba a punto de leer la última página del expediente lo sobresaltó la aparición de un hombre entrecano que se acercaba arrastrando los pies desde el otro extremo del jardín, con una bolsa de lona verde colgada al hombro. El hombre miró a su alrededor, cogió una hoja del suelo con la mano que tenía libre y después la metió en la bolsa. No parecía jardinero, ni la bolsa parecía pensada para ese menester. Chen volvió a meter el libro y la carpeta en el sobre grande a toda prisa.

– ¿Quién es usted? -preguntó el hombre de cabello gris con aire autoritario-. ¿Cómo ha entrado aquí?

– Me llamo Chen. Siempre he soñado con venir aquí, desde que era un niño -explicó el inspector jefe-. Una amiga trabaja en el complejo, y me ha permitido entrar.

– Entonces, ¿ha venido a rendir homenaje a Mao? ¡Así se hace, joven! Sé que la gente aún lo adora. Por cierto, yo me llamo Bi. Serví como guardaespaldas del presidente Mao durante veinte años.

– ¡Caramba! Es un gran honor conocerlo, camarada Bi.

– Estoy jubilado, pero aún vengo por aquí de vez en cuando. ¡Cuántos años inolvidables junto a nuestro gran líder! Convirtió un país pobre y atrasado en una nueva China socialista. Sin el presidente Mao, sin China.

«¿Sin el presidente Mao, sin China?» Chen no preguntó. Le recordaba una frase de una canción popular muy coreada en los años sesenta, salvo que entonces no era una pregunta.

– ¡Qué gran hombre! -siguió diciendo Bi con voz emocionada-. Durante tres años de catástrofes naturales, Mao se negó a comer carne.

– Sí, millones de personas murieron de hambre bajo las Tres Banderas Rojas en aquellos años -replicó Chen.

Los supuestos tres años de catástrofes naturales fueron una manera de no admitir la culpa por los desastres que provocaron las decisiones políticas de Mao. Según otra versión de lo sucedido, Mao afirmaba no comer carne, pero comía pescado y piezas de caza, algunas de ellas capturadas vivas en el Mar del Sur Central. A Mao nunca le faltó la comida en la Ciudad Prohibida.

– No puede hablar así de la historia, joven. En aquella época China estaba amenazada por imperialistas y revisionistas que trataban de sabotearla. Fue el presidente Mao quien nos ayudó a salir del túnel.

Ésta era la versión oficial. Chen sabía que no tenía sentido seguir discutiendo con un viejo como Bi, que había pasado tantos años junto a Mao. El inspector jefe decidió cambiar de táctica.

– Tiene razón, camarada Bi. Acabo de visitar el dormitorio de Mao. Es tan sencillo que ni siquiera tiene un colchón en la cama. Responde a la excelente tradición de nuestro Partido de trabajar duro y vivir con sencillez. De hecho, muy pocos tuvieron el privilegio de trabajar con Mao. Usted también ha contribuido a la grandeza de China.

– El privilegio de trabajar a las órdenes de Mao, para ser más exactos -repuso Bi con una sonrisa desdentada.

– Por curiosidad, en el dormitorio de Mao hay una cama enorme, cubierta de libros. Pero poca cosa más. ¿Vivía aquí la señora Mao?

– No.

Chen no quiso presionar al anciano. Sacó un cigarrillo, se lo encendió respetuosamente a Bi, y aguardó.

– La señora Mao fue una maldición -explicó Bi, exhalando ruidosamente.

Otra afirmación que contaba con el beneplácito oficial. En los periódicos del Partido, la Revolución Cultural había sido atribuida a la Banda de los Cuatro, encabezada por la señora Mao.

– Entonces, ¿Mao vivía aquí solo? -sondeó Chen con cautela.

– ¿Sabe? Mao llevaba tiempo distanciado de ella. Si ella quería verlo tenía que concertar una cita, y hablar conmigo primero.

– ¡Caramba! Mao debía de confiar mucho en usted.

– Sí, le impedimos el paso varias veces. Intentaba entrar sin permiso, pero Mao ordenó que nadie irrumpiera aquí sin informarnos a nosotros primero.

Era un comportamiento poco habitual entre marido y mujer. Bi no explicó a qué se debía, pero aquello coincidía con lo que Chen acababa de leer en las memorias del médico. Ningún guardia habría tenido las agallas de impedirle el paso a la esposa de Mao, a menos que el propio Mao, por alguna razón, hubiera dado órdenes específicas.

En lugar de explicar cuál pudo ser el motivo, Bi se agachó, apagó el cigarrillo aplastándolo contra una losa de piedra y metió la colilla en la bolsa que llevaba al hombro.

– Tengo que hacer mi recorrido habitual. A usted no le ha sido fácil entrar, quédese el tiempo que quiera. Así podrá empaparse de la grandeza del presidente Mao.

Bi se marchó arrastrando los pies y tarareando una canción en voz baja. «Rojo es el este, y por allí sale el sol. China nos ha dado a Mao Zedong, un gran salvador que trabaja en pos de la felicidad del pueblo.»

Era una tonada que los chinos cantaban todos los días durante la Revolución Cultural. Y que el gran reloj situado en lo alto del edificio de la Aduana del parque Bund tocaba cada hora. Mientras veía alejarse a Bi por el jardín desierto, Chen pensó en un poema de la dinastía Tang titulado «El palacio exterior».

En el antiguo palacio exterior, ahora desierto,

florecen las flores

en una explosión escarlata

de esplendor solitario.

Esas damas palaciegas, abandonadas hace ya tanto,

permanecen sentadas allí, con el cabello blanco,

y hablan, ociosas,

sobre el emperador Xuan.

Por un momento, Chen se sintió confundido. No era ningún político ni tampoco un historiador. Y ya no era un poeta, según Ling, sino un poli que ni siquiera sabía qué hacer ahí.

El arrendajo lo sobrevoló de nuevo; aún tenía las alas relucientes, como en un sueño perdido. Su móvil sonó de repente, interrumpiendo aquel momento de confusión. Era el subinspector Yu, desde Shanghai.

– Tenía que llamarlo, jefe. El Viejo Cazador me ha dado este número de móvil, dondequiera que esté. Han matado a Song.

– ¿Cómo?

Chen se levantó.

– No sé los detalles de su muerte, sólo que lo atacaron en una bocacalle.

– ¿Lo atacaron en una bocacalle? ¿Quién?

– Seguridad Interna no quiere darnos ninguna información. Pero por lo que he oído, es posible que lo atracaran unos gángsteres. Le propinaron un golpe mortal que le partió el cráneo con una barra de hierro o con algún objeto similar.

– Una barra de hierro… -El arma era reveladora para Chen-. ¿Quién está al frente de la investigación?

– Otro agente de Seguridad Interna. Llamaron al Departamento exigiendo saber dónde se encontraba usted. El secretario del Partido Li me lo preguntó a mí, con la cara larga como la de un caballo.

– Volveré hoy, Yu -dijo Chen-. Búsqueme el nombre del agente de Seguridad Interna, y también su teléfono.

– Así lo haré. ¿Algo más, jefe?

– Ha estado preguntando acerca de los amantes de Qian, tanto del primero como del segundo, ¿verdad?

– Sí, el Viejo Cazador le habrá hablado de Peng, el segundo.

– En cuanto al primero, Tan, una escuadra de Pekín lo estuvo investigando antes de su muerte.

– ¿Ha averiguado algo sobre esa investigación?

– No. Vuelva a ponerse en contacto con el comité vecinal de Tan. Con el policía del barrio, quiero decir, porque lo conoce bien. En aquella época, el comité vecinal proporcionó a la escuadra de Pekín una lista de personas a las que interrogar. Una lista de personas cercanas a Tan y a Qian.

– Iré hasta allí y conseguiré la lista -aseguró Yu-. ¿Algo más?

– Llámeme inmediatamente si hay alguna novedad.

Mientras cerraba el móvil, Chen decidió que debía salir cuanto antes del Mar del Sur Central.

No tenía ganas de volver a las habitaciones de Mao, pese a haber bautizado el asunto como el «caso Mao», nombre que en su momento le pareció apropiado.

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