Qiu Xiaolong - El Caso Mao

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Cuando aún no se ha repuesto de la noticia de que su antigua novia, Ling, se ha casado, el inspector jefe Chen Cao recibe la llamada de un ministro que le insta a encargarse, sin demora y personalmente, de una delicada investigación relacionada con el presidente Mao. Las autoridades temen que Jiao, la nieta de una actriz que mantuvo una «relación especial» con Mao y fue perseguida durante la Revolución Cultural, haya heredado algún documento que, de salir a la luz, empañe la figura de Mao, «intocable» aun décadas después de su fallecimiento. Jiao acaba de dejar un empleo mal pagado como recepcionista, se ha mudado a una lujosa vivienda y se ha integrado en un nuevo círculo de amistades que sólo anhela revivir nostálgicamente las costumbres y modas de la dorada Shanghai precomunista. Chen deberá infiltrase en el círculo, recuperar el comprometedor material -si existe- y evitar el escándalo, en un caso trepidante en el que se entrecruzan la fuerza de los mitos, la corrupción de la élite política y la historia reciente de China.

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23

El tren traqueteaba en la creciente oscuridad.

Chen había conseguido el billete a través de un revendedor, al que había pagado un precio mucho más elevado del habitual. No intentó regatear. No era posible comprar un billete de avión sin mostrar permisos oficiales, que el inspector jefe no tenía. Viajaba en un duro asiento de un vagón de tercera, pero Chen se consideraba afortunado de haber podido subir al tren en el último momento.

Durante sus años de universidad solía viajar con frecuencia entre Pekín y Shanghai sentado en los duros asientos del tren, leyendo y dormitando durante la noche. Ahora el viaje le parecía muy incómodo, tenía las piernas entumecidas y le dolía la espalda. No lograba echar una cabezadita, y mucho menos dormir. Los únicos libros que llevaba consigo eran Nubes y lluvia en Shanghai, que no le apetecía sacar, y las memorias del médico de Mao, que no podía leer abiertamente.

Sin duda estaba malacostumbrado por ser inspector jefe, reflexionó con cierta ironía. En los últimos años, Chen siempre había viajado en avión o en cómodos coches cama, por lo que había olvidado cuán incómodo era viajar sentado en asientos como aquél.

Frente a él, al otro lado de una mesita, se sentaba una pareja joven, posiblemente en viaje de luna de miel. Ambos iban vestidos con ropa demasiado formal para un tren tan abarrotado como ése. El hombre llevaba una camisa nueva y pantalones de vestir muy bien planchados, la mujer un vestido rosa con finos tirantes. Inicialmente ella se sentó recostada contra la ventana, pero no tardó en cambiar de posición y se acurrucó junto a él. No les importaban las incomodidades mientras pudieran ver el mundo reflejado en los ojos del otro.

Junto a Chen se sentaba una chica joven, posiblemente una estudiante universitaria, vestida con una blusa blanca y una falda de color verde hierba con un estampado de hojas de hiedra. Calzaba unas zapatillas de plástico de color verde claro. Sobre su regazo tenía la traducción al chino de El amante de Marguerite Duras. Chen lo había leído tiempo atrás, y aún recordaba que al principio de la novela se citaban los versos de W.B. Yeats «Cuando seas vieja y canosa, y te venza el sueño…».

Se preguntó si él sería capaz de escribir, o incluso de decir, algo así.

«El tren llegará a Tianjin en un par de minutos. Los pasajeros con destino a la ciudad de Tianjin…» La voz que se oyó por megafonía hablaba con el típico acento melodioso de Pekín, en el que la erre se pronuncia de forma más marcada que en el mandarín estándar.

El tren comenzó a aminorar la marcha. Chen miró por la ventanilla y vio en el andén gris a varios vendedores ambulantes que vendían «Los Perros no se Irán», nombre increíble de una marca de bollos al vapor rellenos de carne de cerdo, una especialidad de Tianjin. Quizás el nombre tenía su origen en un cumplido: «Los bollos son tan buenos que los perros no se irán». Uno de los vendedores ambulantes que se acercaron al tren tenía aspecto de matón y empujaba un cesto lleno de bollos hacia las ventanillas con expresión casi feroz.

En Tianjin subió al tren un enjambre de pasajeros cargados con bultos y maletas, empujando y apretujándose en busca de algún asiento libre. Según las normas ferroviarias, sólo los pasajeros que subían en la primera parada tenían garantizado un asiento.

El tren arrancó de nuevo. La bandera verde ondeaba en el andén en medio de una oscuridad casi absoluta.

Chen se recostó contra la ventanilla, intentando pensar en lo que acababa de suceder en Shanghai. El viento le alborotaba el cabello a medida que el tren cobraba velocidad.

Tras repasar mentalmente la escasa información de que disponía, Chen pronto vio que no tenía sentido especular. Pero la muerte de Song no se debía a un atraco callejero cometido al azar, de eso estaba seguro.

Apareció un revisor empujando un carrito por el pasillo, en el que llevaba snacks, fideos instantáneos, tés y cerveza. En la rejilla inferior del carrito había varias teteras de pico largo. Chen pidió fideos instantáneos con ternera y cebolletas fritas servidos en un cuenco de plástico, en el que el revisor vertió con destreza un arco de agua caliente. El inspector jefe pidió además un huevo hervido en té, y lo introdujo en el cuenco. No sería demasiado agradable abrirse camino por el tren hasta el vagón restaurante, para luego tener que volver a su asiento.

Chen esperó dos o tres minutos antes de sacar el huevo, y a continuación echó el paquete de condimentos en la sopa. Le pareció que los fideos instantáneos tenían un sabor bastante aceptable. Las motas verdes que flotaban en la sopa recordaban remotamente a la cebolleta picada. Era igual que en sus años de estudiante, con la diferencia de que entonces los fideos instantáneos no venían en recipientes de plástico.

La pareja que tenía enfrente sacó una fiambrera de acero inoxidable con ternera frita y pescado ahumado, así como cucharas y palillos envueltos en papel. Iban muy bien preparados para el viaje. La mujer empezó a pelar una naranja y a metérsela en la boca a su marido, gajo a gajo.

Chen se acabó el huevo, pensando que debería haber comprado un par de bollos de la marca «Los Perros no se Irán». Después se sorprendió de haber pensado algo así. No había perdido el apetito, ni siquiera durante un viaje como ése. Rebuscó en el bolsillo un cigarrillo pero no lo sacó. El ambiente del tren ya estaba bastante cargado.

La muchacha que viajaba a su lado empezó a leer su libro sin comer nada. Debía de sentirse incómoda sentada durante tanto tiempo en la misma postura, así que se quitó las zapatillas de sendas patadas y apoyó un pie descalzo en el borde del asiento que tenía delante. La muchacha marcaba algunos párrafos con un bolígrafo y tamborileaba con los dedos sobre el asiento.

Era muy joven, pero parecía bastante seria. Tal vez la forma en que leía reflejaba la forma en que se enfrentaba al mundo. Chen intentó estirar las piernas sin molestar a sus compañeros de viaje, pero no fue nada fácil, y a punto estuvo de verter el cuenco con fideos sobre la mesa. La mujer que tenía enfrente lo fulminó con la mirada.

Le volvió a la memoria lo que había leído sobre el tren especial de Mao. El coche cama estaba equipado con todas las comodidades, la cama especial tenía una tabla de madera en lugar de colchón, y en él viajaban también esas revisoras y enfermeras tan guapas que lo trataban a cuerpo de rey…

Chen se masajeaba las sienes con los ojos entrecerrados, tratando de evitar un ataque de migraña, cuando sonó su móvil. Era otra vez el subinspector Yu.

– Un momento -le dijo Chen.

El inspector jefe se disculpó y salió con dificultad al pasillo. Para su sorpresa, varias personas viajaban de pie apoyadas contra la puerta. Al parecer, eran los pasajeros que no habían encontrado asiento. A su espalda vio un lavabo con el letrero de «libre», se metió en él apresuradamente y cerró la puerta con el pestillo tras de sí.

– A ver, dígame lo que ha encontrado -dijo Chen, abriendo una ventanita. El aire del lavabo estaba muy cargado y allí dentro apestaba.

– He ido al comité vecinal. Hong no era policía de barrio en aquella época, pero habló con Huang Dexing, su predecesor. Llegó una escuadra enviada desde Pekín. El Gobierno municipal llamó a Huang y le ordenó que cooperara en todo lo que le pidieran. Parecía una misión confidencial. Los miembros de la escuadra registraron las habitaciones de Tan y de Qian, y quisieron hablar con sus allegados.

– ¿Encontraron algo?

– No. Huang ayudó a confeccionar una lista de personas a las que interrogar, pero la lista no llegó a usarse. Tan murió, y Qian a punto estuvo de morir también. Pasó varios días desvariando, tumbada en una cama de hospital. Y la escuadra abandonó la investigación y volvió a Pekín.

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