Ahora el lavabo del tren parecía un horno, aunque hacía rato que el sol se había puesto.
– Huang intentó recordar los nombres de la lista, pero no lo consiguió -siguió explicando Yu-. Todo aquello pasó hace muchos años, y no se conservan los expedientes en ninguna parte. Según recordaba Huang, la lista incluía nombres del círculo en el que se movía Qian antes del inicio de la Revolución Cultural, y del instituto de secundaria en el que estudió Tan. Una de esas personas fue vista con él poco antes de que intentara huir a Hong Kong, y otra venía también de una «familia negra». Seguí investigando y pregunté en el instituto de secundaria El Gran Paso Adelante. Hablé con un profesor jubilado que había dado clase a Tan. Según me dijo, uno de los mejores amigos de Tan era Xie…
– ¿Qué sabe acerca de Xie, subinspector Yu?
– Bueno, el Viejo Cazador siguió a Jiao hasta la Mansión Xie. Así que debe de estar relacionado con el caso, supongo.
Pese a su advertencia, el subinspector Yu había actuado por su cuenta, algo que Chen tendría que haber previsto. Sin embargo, los datos que su eficiente compañero acababa de obtener podrían ser cruciales; ahora sabían que Xie era culpable, como mínimo, de ocultar información.
– La información sobre Xie es importante. Pero recuerde, ni usted ni el Viejo Cazador deben acercarse a él. Ya estoy de regreso a Shanghai. Tenemos que hablar de Xie antes de que alguien dé ningún paso. ¿Ha descubierto algo más sobre la muerte de Song?
El picaporte comenzó a vibrar. Alguien que esperaba fuera se estaba impacientando.
– Nada, pero tengo el nombre de su sustituto, Liu, y su número de móvil, jefe.
– Estupendo. -Chen copió el número en su móvil-. Lo llamaré cuando llegue a Shanghai.
Chen decidió llamar a Liu, pese a que el picaporte no dejaba de moverse. Una llamada corta.
– Liu, soy Chen Cao.
¡Ah, inspector jefe Chen! ¿Dónde se ha metido?
– Estoy en un tren de regreso a Shanghai. Reúnase conmigo en la estación hacia las siete de la mañana -dijo Chen sin responder a la pregunta de Liu. Y luego añadió-: He estado enfermo.
Tras colgar, Chen salió finalmente del lavabo. Un gigantón de barba poblada le dirigió una mirada furibunda, entró apresuradamente en el cubículo y cerró dando un portazo.
Por la rendija de la puerta entraba una agradable corriente de aire. Pero Chen tuvo que volver a su asiento, abriéndose paso entre los demás pasajeros. Una mujer corpulenta de mediana edad se había sentado en el suelo con las piernas estiradas. Su hijita estaba sentada en una postura similar, con la espalda apoyada contra la de su madre. Chen tuvo que pasar con cuidado, levantando mucho los pies.
Cuando consiguió llegar a su asiento, le sorprendió encontrar a una anciana sentada allí, con la mejilla apoyada sobre la mesita. La mujer, de entre setenta y ochenta años, llevaba un vestido de tela negra tejida a mano y tenía el cabello plateado, muy brillante. Posiblemente era uno de los pasajeros que habían subido al tren en Tianjin, y había ocupado su asiento mientras Chen hablaba por teléfono.
– No me entendía -musitó la chica en tono de disculpa. Tal vez había tratado de impedir que la anciana ocupara el asiento de Chen, sin conseguirlo.
– Llame al revisor -sugirió el hombre que se sentaba enfrente-. Esto va contra las normas.
Se suponía que el revisor sacaría a rastras a la mujer vestida de negro, la cual farfulló unas palabras ininteligibles pero continuó allí sentada sin moverse, como una estatua.
– Le será difícil aguantar de pie durante toda la noche -apuntó un pasajero desde el otro lado del pasillo.
– Pues no le quedará más remedio -repuso el revisor, empezando a empujar a la anciana-. Las normas son las normas. Hay una litera disponible. Una litera superior. Alguien puede ocuparla pagando un suplemento.
– Una litera -repitió Chen. Tal vez quedó libre cuando algún pasajero se había apeado en Tianjin-. Yo pagaré el suplemento.
– Son doscientos yuanes -dijo el revisor-. Es mucho más cómoda que los asientos. Eso le solucionará el problema a un «bolsillos llenos» como usted. No lleva mucho equipaje, ¿verdad?
– No, no llevo mucho equipaje, pero puede acompañar a la anciana a la litera, yo ya estoy bien en este asiento. Aquí tiene los doscientos yuanes.
La pareja situada enfrente miró a Chen con asombro mientras éste sacaba dos billetes de cien yuanes. La anciana resultó no ser tan dura de oído y se levantó sin que tuvieran que repetírselo. El revisor, aliviado porque se había solucionado el problema, se la llevó sin añadir más.
– No hay mucha gente dispuesta a seguir el ejemplo del camarada Lei Feng -comentó el hombre que se sentaba al otro lado del pasillo-. Ya no estamos en la época de Mao.
Chen volvió a sentarse en su asiento junto a la ventanilla sin decir nada. Si recibía otra llamada, no le sería fácil subir y bajar de la litera superior de un coche cama. Su decisión no había tenido nada que ver con un modelo de altruismo como fuera Lei Feng durante la época de Mao, aunque a Chen le hubieran endosado un caso sobre el presidente.
– Usted debe de ser alguien importante -afirmó la chica, sentándose más cerca de Chen-, pero ha comido fideos instantáneos en lugar de ir al vagón restaurante.
– Bueno, me gustan los fideos instantáneos -sonrió Chen a modo de disculpa.
En la sociedad actual, alguien que comía fideos instantáneos sentado en un duro asiento de tren estaba considerado un don nadie incapaz de pagar un suplemento de doscientos yuanes para dormir en una litera, y mucho menos de pagársela a otro. La brecha entre ricos y pobres era un hecho vergonzoso, pero aún más vergonzosas eran las reacciones de la gente. En la época de Mao, se suponía que la sociedad era igualitaria, al menos en teoría. Chen se sintió mal.
– Es un gasto a cargo de mi empresa. El billete, quiero decir.
No era del todo cierto; tal vez no le reembolsaran el importe del billete. Aun así, no iba a preocuparse ahora por doscientos yuanes.
Las luces nocturnas del tren se encendieron. La pareja de enfrente cerró los ojos, tras recostarse el uno contra el otro. El silencio fue invadiendo gradualmente el vagón. Chen contempló en la ventanilla su reflejo, supuesto al paisaje en la oscuridad.
Pekín quedaba muy atrás.
Borracho, fustigué a un caballo valiosísimo;
me preocupa abrumar
a una belleza con una pasión excesiva.
Los dos versos de Daifu le volvieron inesperadamente a la memoria. Años atrás, un amigo se los había copiado en un abanico de papel, que Chen luego perdió. Con una punzada de culpabilidad, el inspector jefe cayó en la cuenta de que ni siquiera había llamado a Ling antes de abandonar Pekín.
Pero entonces se puso a pensar en otro poema que Mao había escrito a Yang cuando ambos eran jóvenes:
Te saludo con la mano y me voy.
Nos es insoportable permanecer de pie
mirándonos, inconsolables.
Nuestro sufrimiento se repite una y otra vez,
tus ojos rebosantes de dolor
reprimen las lágrimas con dificultad.
Continúas malinterpretando mi carta,
pero todo esto pasará
como las nubes y la niebla.
Sólo tú me comprendes en este mundo.
¡Cómo me duele el corazón!
¿Acaso lo sabe el cielo?
A Chen no le gustaba el poema, tan lleno de lugares comunes. Y aún le costaba entender cómo podía haber sido tan cruel Mao con Yang y con sus otras mujeres.
El sonido de su móvil interrumpió sus cavilaciones. Era el Viejo Cazador. Chen miró de reojo a la chica que iba a su lado y vio que dormitaba con la boca levemente abierta.
El inspector jefe decidió no levantarse esta vez. Tal vez un par de frases breves fuera de contexto resultaran incomprensibles si las oían.
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