Gianrico Carofiglio - El pasado es un país extranjero

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«El pasado es un país extranjero. Allí las cosas se hacen de otra manera». L. P. Hartley – El mensajero
Estudiante modelo, hijo de intelectuales burgueses, Giorgio tiene una vida tranquila, en la que parece que nunca pasara nada. Hasta que conoce a Francesco, un joven un poco mayor que Giorgio que pasa a representar todo a lo que éste aspira. Porque Francesco es atractivo y elegante, anda siempre rodeado de mujeres e irradia la irresistible fascinación de una persona con tratos con el misterioso mundo del delito. A partir de su encuentro con Francesco, la existencia de Giorgio cambiará para siempre. Su nuevo amigo lo iniciará en el universo del juego y de la trampa, del sexo y el lujo, de la miseria y de la ilegalidad. Al tiempo que Giorgio va pasando, casi sin darse cuenta, de la alta sociedad a las márgenes de la criminalidad, Chiti, un novato policía que acaba de llegar a Bari, debe enfrentarse a una seguidilla de violaciones cuyo culpable siempre consigue evadir la acción policial.
Galardonada con el prestigioso premio Bancarella y éxito instantáneo de público y crítica, El pasado es un país extranjero es una novela sobre las amistades peligrosas y sobre el doloroso paso de la juventud a la adultez, a la vez que un inquietante thriller psicológico sobre la iniciación al mal y a la vida.

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– ¿Qué tipo de peligro te gusta…?

– No el de las cartas. Es artificial.

Menuda estupidez. Intenta perder veinte o treinta millones, o ganarlos, y después hablamos de cosas artificiales.

No se lo dije. Sólo lo pensé, mientras decía que probablemente tuviese razón pero que me gustaría entender mejor lo que quería decir. Entretanto la miraba con más atención. Tenía muchas arrugas pequeñas alrededor de los ojos y algunas menos en las comisuras de los labios. La cara era cambiante, pómulos altos, una sonrisa blanca y feroz.

Tenía algo de Francesco. En el modo de moverse o de hablar o en el ritmo. No sé exactamente qué era. Mientras hablábamos, ese algo aparecía y desaparecía. Tal vez cierta manera de dirigir la mirada directa a los ojos y desviarla enseguida. Algo que atraía y provocaba rechazo al mismo tiempo.

No me explicó cuál era su idea del peligro no artificial. Decía cosas vagas, como Francesco cuando le pedían que explicara algo que había dicho o hecho, y después miraba con una expresión del tipo: «Naturalmente nos hemos entendido, ¿verdad?».

Naturalmente.

Conversando, fuimos hacia el jardín y buscamos algo de beber.

Maria tenía el aspecto de alguien que pasa mucho tiempo en el gimnasio. Me dijo que estaba casada y tenía una hija de quince años. Yo dije que no le creía y ella sonrió porque había dicho exactamente lo que esperaba.

El marido tenía un concesionario de coches de lujo y varios salones por toda la región. Y a menudo estaba de viaje por trabajo. Dijo eso mirándome directamente a los ojos. Tan directamente que me vi obligado a desviar la mirada y tomar un sorbo de vino.

Estábamos sentados en el jardín cuando Francesco nos encontró y se detuvo frente a nosotros. Entre él y Maria relampagueó por un instante una extraña mirada. A tal punto era extraña que no se me ocurrió presentarlos. Luego él me habló:

– Estabas aquí; hace un cuarto de hora que te busco. ¿Vamos? Son casi las cuatro.

– Dos minutos y voy -contesté.

Él dijo que me esperaría junto al automóvil y se alejó después de saludar a Maria con un gesto.

Me volví de nuevo hacia ella, con incomodidad. Quería preguntarle si podíamos vernos otra vez, pero tenía poco tiempo y no sabía cómo hacerlo. Quiero decir: no sabía cómo hacerlo con una mujer casada. Ella en cambio no estaba incómoda y sabía muy bien cómo hacerlo.

De una de las mesas de juego cogió un bloc de papel, de los que se usan para registrar las ganancias y las pérdidas. Escribió un número de teléfono, arrancó la hoja, me la dio y me dijo que la llamara sin problemas, entre las nueve de la mañana y la una.

Salí de la casa sin saludar a nadie, me reuní con Francesco en el aparcamiento y nos fuimos. Pisé el acelerador hasta los ciento noventa por hora mientras él, con el asiento reclinado, tenía los ojos entrecerrados y una sonrisa, aquella sonrisa burlona que a veces le asomaba en los labios. No dijimos ni una palabra en todo el camino.

Cuando me desvestí para ir a dormir -era ya casi de mañana- me di cuenta del moretón que se me estaba formando en la pierna izquierda, en el punto en que Francesco me había apretado para curarme del miedo.

11

A la mañana siguiente -era domingo- me desperté tarde, obviamente. Por la puerta entrecerrada de mi habitación se colaba un olor a comida y a casa.

Pensé que tenía hambre y que me levantaría e iría directamente a la mesa. Algo que siempre me había gustado: almorzar enseguida después de despertarme, como ocurría en Año Nuevo o en otras pocas ocasiones especiales.

Una liberación total de tener que decidir qué hacer por la mañana apenas levantado. Sobre todo el domingo por la mañana.

Estupendo.

Luego, mientras todavía estaba en la cama, percibí que se me insinuaba un extraño malestar. Como un sentimiento de culpa mezclado con la percepción de una catástrofe inminente.

Estaban a punto de descubrirme. Me levantaría, iría a la mesa, y mis padres, al mirarme a la cara, lo comprenderían por fin y toda mi mala conducta saldría a la luz.

Entonces me invadieron la tristeza y la nostalgia. Habría querido experimentar aquel acostumbrado y sereno placer familiar, y me estaba dando cuenta de que lo había perdido para siempre.

De modo que, de pronto, deseé con intensidad que mis padres no estuvieran en casa, porque si me veían aquella mañana iban a descubrirme. No sabía por qué motivo; no sabía por qué justamente aquella mañana, pero estaba seguro de que ocurriría.

Me levanté, me lavé, me vestí con rapidez y fui hasta el comedor con aquella sensación que me cosquilleaba bajo la piel como un hormiguero, como una fiebre ligera y molesta.

La mesa ya estaba puesta y del televisor llegaban imágenes irreales y angustiosas.

Era el 4 de junio de 1989. El día anterior, el ejército de Li Peng había masacrado a los estudiantes de la plaza Tiananmen. Más o menos en el mismo momento en que yo ganaba millones haciendo trampas al póquer y flirteaba con una cuarentona rapaz. Eso pensé.

Tengo el recuerdo de aquel largo telediario, casi todo sobre los hechos de Pequín y después, en una especie de fundido, veo a mi padre que atormenta con el tenedor el último bocado de rosbif.

Lo movía de una parte a otra sin llevárselo a la boca. Bebía un sorbo de vino tinto y volvía a mover aquel pedacito de carne entre pequeños restos de puré de patatas. El famoso puré de patatas de mi madre, pensé con incoherencia.

Yo esperaba. Mi madre esperaba. Lo sabía aunque no era capaz de mirarla a la cara. Sentía su angustia como una entidad física.

Por fin mi padre habló.

– ¿Tienes alguna dificultad con los estudios?

– ¿Por qué? -Traté de manifestar estupor, exageré el tono de la pregunta. Una actuación mediocre.

– No das exámenes desde el año pasado.

Mi padre hablaba bajo, separando las palabras. Y cuando lo miré a la cara descubrí señales, arrugas, un sufrimiento que no quería ver. Aparté los ojos mientras él proseguía.

– ¿Quieres decirnos qué pasa?

Aquellas palabras le costaban. Nunca se había imaginado que iba a tener que hablarme así. Yo jamás había creado problemas de ningún tipo; y todavía menos por los estudios. Era mi hermana la que ya les había ocasionado esa clase de problemas, y ellos ya habían tenido suficiente. ¿Qué estaba ocurriendo?

En aquel momento comprendí que muchas veces debían haber conversado largamente acerca de lo que me estaba pasando. Es posible que se hubieran preguntado si hablarme era una buena idea o si, en cambio, no haría más que empeorar las cosas.

Reaccioné como todos los mediocres cuando les pillan en falso. Reaccioné como quien ha cometido un error y no tiene el valor de admitirlo. Agrediendo. Con cobardía, porque ellos eran más débiles y estaban más indefensos, como sólo pueden estarlo los padres.

¿Qué querían de mí? Todavía no tenía veintitrés años y casi había terminado la universidad. Me hostigaban sólo porque había disminuido un poco el ritmo. Joder. ¿Estaba prohibido tener un pequeño período de crisis? ¿Estaba prohibido?

Grité muchas cosas desagradables y, al fin, me levanté de la mesa mientras ellos permanecían sentados, sin palabras.

– Salgo -dije, y me marché.

Furioso con ellos porque tenían razón. Furioso conmigo mismo.

Furioso y solo.

A la mañana siguiente, lunes, a las nueve y media, telefoneé a Maria.

12

No se había sorprendido al oírme. En absoluto. Se había comportado como si esperase mi llamada precisamente aquella mañana. Dijo que ese día estaba ocupada y que podíamos vernos a la mañana siguiente.

Puedes venir mañana por la mañana, había dicho. A su casa. Por supuesto, para seguridad debía telefonear antes. Está bien. Hasta mañana entonces. Hasta mañana. Adiós.

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