Dos días después ocurrió la sexta violación.
Chiti había salido de su despacho y del cuartel para cenar. Al centinela de guardia le había dejado dicho que volvería a medianoche y que, en caso de que ocurriera algo, siempre podían encontrarlo con el localizador inalámbrico. Había ido a comer la pizza de costumbre y después a dar una vuelta por la ciudad. Siempre solo, sin rumbo y con poco sentido.
Volvió hacia medianoche, un cuarto de hora después de que llamaran al 112. Una pareja, al volver del cine, había visto a la joven salir llorando de una calleja de casas viejas. Habían llamado a los carabinieri y enseguida llegaron dos coches patrulla radiomóviles; uno había acompañado a la víctima a primeros auxilios; el otro llevó a la pareja al cuartel para tomarle declaración.
Cuando llegó Chiti, la joven todavía estaba en primeros auxilios, pero casi habían terminado y pronto la acompañarían a la comisaría.
Los dos señores, marido y mujer, ambos profesores jubilados, no podían decir nada, absolutamente nada útil. Volvían del cine caminando cuando de repente habían oído sollozos, se habían vuelto hacia un portal por donde habían pasado un momento antes, precisó la señora, y habían visto salir a aquella joven.
¿Habían visto a alguien inmediatamente antes o después? No, no habían visto a nadie; en realidad habían pasado varios automóviles y no podían excluir que mientras socorrían a la joven hubiera pasado alguien a pie. Mejor dicho, seguramente había pasado alguien, precisó la señora, que parecía estar al mando de la pareja. Pero no se podía decir que lo hubieran notado, es decir, que pudieran proporcionar cualquier descripción.
Y eso era todo.
Firmaron la inútil declaración mientras llegaba la joven, acompañada por un señor de unos cincuenta años, con el aire de quien todavía no entiende lo que pasa. El padre.
Ella era menuda, regordeta, ni guapa ni fea. Insignificante, pensó Chiti mientras la invitaban a sentarse ante el escritorio.
Quién sabe con qué criterio las elige, pensó mientras Pellegrini comenzaba a levantar el acta de la declaración con esa nueva máquina de escribir electrónica, que sólo él sabía hacer funcionar.
– ¿Cómo se encuentra, señorita? -En el mismo momento en que la hacía, pensó que era una pregunta idiota.
– Ahora un poco mejor.
– ¿Puede contarnos lo que recuerda de lo ocurrido?
La joven no contestó y bajó la cabeza. Chiti buscó con la mirada al sargento Martinelli y luego, con los ojos, señaló al padre que estaba allí, sentado. Martinelli lo comprendió y preguntó al padre si no le molestaría acompañarlo sólo durante unos minutos a la otra habitación.
– Tal vez le molestaba contarnos lo ocurrido ante su padre.
La joven asintió con la cabeza, pero no dijo nada.
– Por otra parte, me doy cuenta de que podría estar igualmente molesta hablando con nosotros, que somos todos hombres. Podríamos buscar una psicóloga o una asistente social, si eso puede ayudarla. -Mientras hablaba se preguntaba dónde diablos podría encontrar una psicóloga o una asistente social a esas horas. Pero la joven dijo que no, gracias, no hacía falta. Bastaba con que no estuviese su padre.
– ¿Ahora quiere contarnos lo que recuerda? Con calma, tratando de comenzar desde el principio.
Había salido con tres amigas, sin sus chicos, como ocurría a menudo. Habían ido a tomar algo y a charlar a un local del centro y cerca de las once y media ella y otra se habían ido. Al día siguiente tenían clase en la universidad y no querían volver tarde. Habían recorrido juntas un trecho y luego se habían separado. Cada una hacia su casa.
No, nunca habían tenido problemas para volver a casa solas de noche. No, nunca habían leído en los periódicos ni visto en la televisión episodios como ése.
Sobre el momento de la agresión, Caterina -así se llamaba- se mostró obviamente más confusa. Hacía más o menos cinco minutos que había dejado a su amiga. Caminaba a paso normal, sin notar nada ni a nadie en particular. De improviso había oído un golpe fortísimo detrás, en la cabeza. Era algo duro, como un puño o un objeto rígido. Probablemente había perdido el conocimiento por unos instantes. Cuando volvió en sí estaba en el vestíbulo de un edificio viejo. Él la había hecho arrodillarse. Recordaba que olía mal, a suciedad, a comida podrida, a orines de gato. También recordaba su voz. Era tranquila y metálica. Aquel individuo parecía perfectamente dueño de sus actos. Le había dicho que hiciera ciertas cosas; que mantuviera los ojos cerrados y que no intentara mirarle la cara porque si desobedecía la mataría allí mismo con las manos. Pero todo con calma, como si estuviera haciendo un trabajo al que estaba acostumbrado. Y ella había obedecido.
Al fin le había dado otro puñetazo muy fuerte, en la cara. Luego le ordenó que no hiciera ningún ruido, que no se moviera y que contara hasta trescientos. Sólo entonces podría levantarse e irse. Había dicho que quería oírla empezar a contar en voz alta. Ella había obedecido y había contado en voz alta hasta trescientos en aquella entrada oscura, fétida y desierta.
No, no podía proporcionar una descripción. Le parecía que era alto, pero no podía ser más precisa.
Y no le había visto la cara ni siquiera fugazmente.
¿Estaría en condiciones de reconocer la voz si la escuchara de nuevo?
La voz sí, dijo la chica. No podría olvidarla nunca.
Terminada la declaración, Chiti se la hizo firmar, le rogó que los llamara si recordaba algo más y que, por supuesto, podía ponerse en contacto con ellos para lo que necesitara. Ella asintió con la cabeza a todo lo que le dijo Chiti. Mecánicamente, como un artefacto con engranajes un poco defectuosos.
Luego se marchó, moviéndose de la misma manera.
Desde aquella tarde el estudio de los trucos con las cartas se convirtió en mi principal ocupación.
Por la mañana me despertaba cuando mis padres ya habían salido. Me lavaba, me vestía, controlaba que en mi escritorio estuvieran bien a la vista los libros de derecho que habría debido estudiar -y que mis padres pensaban que estaba estudiando-, sacaba las cartas y me ejercitaba durante horas. Por la tarde lo mismo, apenas prestando un poco de atención porque de costumbre mi madre estaba en casa y yo no tenía ninguna intención de tratar con ella el tema de mis próximas fechas académicas.
Un par de veces por semana iba a casa de Francesco para la lección. Decía que tenía mucho talento, manos ágiles y ganas de aprender. Pronto fui capaz de hacer cosas que ni siquiera había imaginado.
El juego de las tres cartas, ante todo. Me volví tan experto que a veces me pasaba por la cabeza pararme en un banco de la plaza Umberto y desafiar a cualquier imbécil a que apostara dónde estaba la reina de corazones.
Sabía hacer una falsa mezcla de la baraja para dejarla al final exactamente igual que al principio, por lo menos de tres maneras diferentes. Después del corte de un hipotético adversario estaba en condiciones de hacer que la baraja volviera a estar igual que antes. Con una mano sola y bastante bien para engañar a un espectador o a un jugador poco atento.
Conseguía coger la última carta de la baraja y servirla con naturalidad como si hubiera estado encima, y había aprendido a colocar a la cabeza seis cartas de mi elección con sólo manipular la mezcla. Francesco llegaba a veinte cartas pero, en resumen, por ser un principiante, yo iba muy y muy bien.
Por supuesto, todavía no estaba en condiciones de hacer trampas en una mesa de juego. Me faltaba el dominio absoluto de Francesco. Me faltaba aquella capacidad hipnótica de caminar sobre el filo sin miedo de caer.
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