Gianrico Carofiglio - El pasado es un país extranjero

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«El pasado es un país extranjero. Allí las cosas se hacen de otra manera». L. P. Hartley – El mensajero
Estudiante modelo, hijo de intelectuales burgueses, Giorgio tiene una vida tranquila, en la que parece que nunca pasara nada. Hasta que conoce a Francesco, un joven un poco mayor que Giorgio que pasa a representar todo a lo que éste aspira. Porque Francesco es atractivo y elegante, anda siempre rodeado de mujeres e irradia la irresistible fascinación de una persona con tratos con el misterioso mundo del delito. A partir de su encuentro con Francesco, la existencia de Giorgio cambiará para siempre. Su nuevo amigo lo iniciará en el universo del juego y de la trampa, del sexo y el lujo, de la miseria y de la ilegalidad. Al tiempo que Giorgio va pasando, casi sin darse cuenta, de la alta sociedad a las márgenes de la criminalidad, Chiti, un novato policía que acaba de llegar a Bari, debe enfrentarse a una seguidilla de violaciones cuyo culpable siempre consigue evadir la acción policial.
Galardonada con el prestigioso premio Bancarella y éxito instantáneo de público y crítica, El pasado es un país extranjero es una novela sobre las amistades peligrosas y sobre el doloroso paso de la juventud a la adultez, a la vez que un inquietante thriller psicológico sobre la iniciación al mal y a la vida.

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Luego me dio las tres cartas y me dijo que probara.

Probé. Y volví a probar una y otra vez. Él me corregía, me explicaba cómo debía tener las cartas, cómo debía dejarlas, cómo debía dirigir la mirada -no sobre la reina- y todo el resto.

Era un buen maestro, y yo un buen alumno.

Cuando terminamos, tal vez tres horas después de haber entrado en aquella habitación, me dolían las manos pero ya era capaz de efectuar de un modo aceptable aquella magia.

Eso me dio una sensación de embriaguez. Ardía en deseos de mostrársela a alguien, acaso a mis padres en cuanto volviera a casa. Francesco me leyó el pensamiento.

– Todo el mundo sabe que estos juegos no se enseñan a nadie hasta que no se dominan del todo. Hacer un juego de prestidigitación y que te descubran es una tontería frustrante. Hacerlo en la mesa de juego y que te descubran implica riesgos un poco más serios.

Hice un gesto de suficiencia con las manos, como para indicar que me estaba diciendo cosas obvias.

Todo el mundo lo sabe, exactamente.

8

Tenía esos sueños desde que era niño. Correspondían a un pasado impreciso que tal vez no había existido nunca. En lugares desconocidos y tranquilizadores, con presencias amigas. Tibieza, espera, orden, deseos, emociones, habitaciones luminosas y cálidas, niños que jugaban, voces remotas y familiares, serenidad, olores de comida y de limpio.

Nostalgia un poco melancólica y dulce.

Eran sueños recurrentes. No era una verdadera historia ni había personajes reconocibles ni lugares conocidos. Sin embargo, eso era lo extraño, en aquellos sueños le parecía estar en casa.

Cuando los tenía, el despertar era muy desagradable.

Se parecía siempre, de la misma manera, a cuando había muerto su madre.

Él todavía no tenía nueve años y una mañana, al despertarse, había encontrado la casa llena de gente. Su madre no estaba. La mujer de uno de los oficiales de su padre -el general- lo había tomado a su cuidado y se lo llevó a su casa.

– ¿Dónde está mamá?

Aquella señora no contestó enseguida. Primero lo había mirado largamente, con una expresión de desconcierto y a la vez de incomodidad. Era gorda, con una cara enorme de expresión cohibida.

– Tu mamá no está bien, tesoro. Está en el hospital.

– ¿Por qué? ¿Qué ha pasado? -Y mientras hablaba, el niño sentía que las lágrimas irrumpían junto con una desesperación desconocida hasta aquel momento.

– Tuvo un accidente, tu mamá está… Está muy mal. -Después, no sabiendo qué decir, lo abrazó. Era blanda y desprendía un olor parecido al de la criada de la casa. Un olor que el pequeño Giorgio nunca olvidaría.

La madre no había tenido ningún accidente.

La noche anterior el padre había salido, como ocurría a menudo. Cenas oficiales, trabajo, algo más. La madre casi nunca lo acompañaba. A las nueve y media en punto, como siempre, lo había acostado y le había dado el acostumbrado beso en la frente.

Luego había ido al lugar más lejano de aquella casa enorme -el alojamiento del comandante general, el más grande de todos-, se había encerrado en un baño de servicio con un almohadón y una pequeña pistola calibre 22 que el padre le había regalado unos años antes.

Nadie había oído el ruido del disparo, apagado por el almohadón y disperso por los corredores oscuros de aquella casa demasiado grande y tétrica.

Aquella noche, la madre había cumplido treinta años.

Los tendría para siempre.

El teniente Giorgio Chiti pensaba que él también se volvería loco. Como su madre. Muchos años después, con su tono helado y distante, sin compasión, sin sentimiento, sin nada, su padre le había explicado que estaba enferma de los nervios.

Enferma de los nervios quería decir loca.

Y él se parecía a su madre, por cierto. La misma cara, los mismos colores; algo ligeramente femenino en su fisonomía, algo ligeramente masculino y remoto en la fisonomía de ella en aquellas pocas fotografías desenfocadas. En los recuerdos cada vez más descoloridos.

Tenía miedo de volverse loco.

A veces estaba seguro de que se volvería loco como su madre. Ya no tendría el control de sus pensamientos y de sus actos, como le había ocurrido a ella. A veces, la idea de la locura como un destino ineluctable se volvía obsesiva e insoportable.

En aquellos momentos se ponía a dibujar.

Dibujar y pintar -junto con el piano-, así llenaba la madre sus días largos y vacíos en aquellas casas escondidas en los cuarteles. Casas siempre demasiado limpias, con los suelos relucientes, todas con el mismo olor a cera, todas sin ruidos, sin voces.

Despiadadas.

Giorgio era igual a la madre aun en eso. Desde pequeño era capaz de copiar dibujos dificilísimos, inventar animales fantásticos y sin embargo increíblemente realistas. Medio gato y medio paloma; medio perro y medio golondrina; medio dragón y medio hombre; extraños. Y sobre todo le gustaba dibujar rostros. Le gustaba hacer retratos de memoria. Veía un rostro, se lo grababa en la cabeza y después -incluso horas o días después- lo copiaba en el papel. Esto sobre todo no lo había cambiado al hacerse mayor. Dibujaba de memoria las caras de la gente. Eran iguales a las que había visto y, al mismo tiempo, distintas, como si en las fisonomías ajenas estuvieran incorporados su inquietud y sus temores.

Caras. Caras locas. Caras infelices. Caras gélidas, lejanas y hurañas como la de su padre. Caras crueles.

Caras remotas, llenas de melancolía y añoranza, que miraban a algún punto lejano.

9

Del trabajo de archivo no se había obtenido nada. Había una treintena de sujetos con antecedentes específicos compatibles con la modalidad de violaciones sobre las que estaban trabajando. Algún violador confeso, voyeuristas, acosadores de plazas públicas. Los habían controlado a todos, uno por uno.

Algunos estaban en la cárcel en la época de las agresiones; otros tenían coartadas irrefutables. Algunos eran inválidos o viejos. O en cualquier caso, físicamente incapaces de cometer aquella clase de agresión.

Al fin habían seleccionado a tres, carentes de coartada y cuyo aspecto no contradecía los fragmentos de descripciones físicas proporcionadas por las víctimas.

Obtuvieron las órdenes y fueron a registrar sus casas. A ciegas, sin una idea precisa. Buscaban algo que pudiera relacionarse con los hechos investigados. Hasta un recorte de prensa sobre aquella historia, por lo menos para decir que había, sino un indicio, un punto de partida para empezar a indagar.

No encontraron nada, aparte de montones de porquerías y de diarios pornográficos.

Durante un mes estuvieron recorriendo los lugares de las agresiones en busca de posibles testigos, alguien que hubiese visto algo. Aunque no fuera justamente la acción pero, por ejemplo, un tipo sospechoso apostado en aquellos lugares poco antes, alguien que volviera a pasar por allí poco después o en días sucesivos.

Chiti había leído que esos sujetos a veces regresan al lugar donde han cometido el abuso. Les gusta recordarlo justamente en el lugar, saborear la sensación de control, de poder, que la violencia les ha regalado. Así que sus hombres y él mismo habían recorrido durante horas y días, habían mostrado fotografías, habían hablado con comerciantes, porteros de edificios, inquilinos, mensajeros, mendigos.

Nada.

Estaban buscando un fantasma. Un maldito fantasma. Chiti pensó exactamente estas palabras mientras comunicaba a los suyos que por el momento podían suspenderse aquellas diligencias. Era una soleada mañana de junio, casi dos meses después del último episodio. El período de calma más largo desde el comienzo de aquel asunto. Sin atreverse a admitirlo, Chiti esperaba que todo terminara así, como había comenzado. La misma esperanza con la que esperaba que el dolor de cabeza nocturno pasara solo.

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