Lo dijo como si fuera una afirmación, pero en realidad era una pregunta desesperada. Y, jurídicamente, una imbecilidad.
– Tú no eres mi cliente.
– ¿Y si digo que te has acostado conmigo? ¿Si te escupen derechito al colegio de abogados?
– Sería muy desagradable -admití-. Desagradable, pero sin consecuencias. Como te he dicho antes, no eres mi cliente y tampoco eres menor de edad.
Permaneció un breve rato sin hablar, buscando un último, desesperado argumento, pero no lo encontró. Entonces se dio cuenta de que habíamos llegado realmente al final.
– Eres un mierda. Me arrojas a los tiburones porque quieres que te paguen tus clientes. Te importan tres cojones ellos, yo, todos. Lo único que te importa es pillar tu cochino dinero.
Volví a poner el motor en marcha y recorrí las pocas manzanas que nos separaban de la entrada del cuartel. Navarra ya estaba allí y mientras pasaba por delante intercambiamos un gesto de saludo. Me detuve unos veinte metros más allá, aparcando el coche cerca de dos contenedores de basura.
– Antes de ir a la policía y de mandar mi vida a la mierda, te tengo que decir una cosa.
Su voz estaba cargada de rabia y agresividad y quizá se esperaba que le preguntara qué era lo que tenía que decirme. No lo hice y esto la enfureció aún más.
– He follado contigo sólo para tenerte controlado, para impedir que nos descubrieses.
En ese caso, se podría decir que no has tenido mucho éxito, pensé asintiendo.
– Ha sido como un trabajo, lo fingí todo, y tú me das asco. Eres un viejo, y cuando tengas alzheimer, o te mees encima, o andes apoyado en una cuidadora moldava, yo seré todavía joven y guapa, y recordaré asqueada que me has puesto las manos encima.
Eh, frena. Ahora estás exagerando un poco, jovencita. Me gustaría recordarte que nos llevamos veintidós años, no cuarenta. No son pocos, es verdad, pero cuando yo esté para que me atienda una cuidadora tú no serás exactamente una muchacha en flor.
No dije eso, pero estaba pensando seriamente en hacerlo cuando ella, en un alarde de estilo, puso fin a mi dilema y a toda aquella penosa situación.
– Eres un mierda -dijo, por si acaso no me había quedado claro el concepto que había expresado antes. Luego me escupió a la cara, abrió la puerta y salió del coche.
Yo permanecí inmóvil mientras la seguía por el espejo retrovisor.
La vi llegar hasta donde estaba Navarra y luego desaparecer con él, definitivamente, en el interior del cuartel.
Sólo entonces me limpié la cara y me fui de allí.
Durante unos pocos minutos pensé en llamar a Fornelli, decirle lo que había descubierto y dejar en sus manos la tarea de informar a los padres de Manuela.
En el fondo, había hecho el trabajo para el que me habían contratado. Mejor dicho: había hecho mucho más. Ellos me habían pedido -recordaba las palabras de Fornelli- que encontrase posibles nuevas líneas de investigación para sugerírselas a la fiscalía y que no archivase el dosier. Yo había ido más lejos, había llevado personalmente a cabo la investigación, había resuelto el caso y, por lo tanto, había cumplido mi función sobradamente.
No era mi responsabilidad ir a ver a los padres de Manuela y decirles cuál había sido el destino de su hija.
Fueron unos pocos minutos. Durante esos instantes cogí varias veces el teléfono para llamar a Fornelli y lo dejé otras tantas. Y pensé miles de cosas. Y al final me acordé de una vez en la que Carmelo Tancredi, puede que dos años atrás, me invitó a dar una vuelta en su lancha de goma.
Era un día de finales de mayo, el mar estaba en calma, la luz era vagamente lechosa.
Salimos del muelle de San Nicola, nos dirigimos hacia el norte y, a la hora, estábamos en el puerto antiguo de Giovinazzo. Era un lugar irreal, casi metafísico, el tiempo no había dejado huella alguna de su paso desde hacía dos o tres siglos. No había coches a la vista, ni antenas, ni lanchas a motor. Sólo barcas a remo, viejos bastiones, chavales en calzoncillos que se tiraban de cabeza al agua, grandes gaviotas que trazaban círculos en el aire, solitarias y elegantes.
Comimos focaccia, nos bebimos unas cervezas, tomamos el sol y hablamos mucho rato. Como suele ocurrir, de los comentarios banales pasamos a cuestiones esenciales.
– ¿Tú tienes reglas, Guerrieri? -me preguntó Tancredi en un momento determinado.
– ¿Reglas? Nunca lo he pensado, al menos no explícitamente, pero sí, creo que sí. ¿Y tú?
– Sí, yo también.
– ¿Cuáles son tus reglas?
– Soy policía. La primera norma, para un policía, es no humillar a la gente con la que tienes que tratar por motivos de trabajo. Tener poder sobre otras personas es algo obsceno, y la única forma de que sea tolerable es a través del respeto. Es la regla más importante, pero también la más fácil de violar. ¿Y las tuyas?
– Adorno decía que la forma más alta de moralidad consiste en no sentirte nunca como en tu casa, ni siquiera en tu propio hogar. Estoy de acuerdo. Nunca tienes que encontrarte demasiado a gusto. Es necesario sentirse siempre un poco fuera de lugar.
– Justo. Para mí, la otra regla de oro concierne a las mentiras. Hay que decirles las menos posibles a los demás. Y ninguna a uno mismo.
Y después de haber reflexionado unos instantes:
– Algo imposible, por otro lado, pero al menos hay que intentarlo.
La visión del puerto inundado por la luz opaca de la prematura calima de mayo se esfumó lentamente, mientras reaparecían las luces de la ciudad y el caos del tráfico vespertino. Las palabras de Tancredi fluctuaron desde aquel paisaje hasta mi coche, y allí se quedaron, suspendidas.
Te lo haces encima sólo de pensar en ir a ver a los padres de la chica y darles la noticia. Por eso buscas excusas y cuentas mentiras. A ti mismo, algo que, como decíamos, no está bien.
¿No es tu responsabilidad hablar con los padres de la chica? ¿Y de quién es, si no?
De nadie más. Fin del discurso.
Dejé de pensar y empecé a actuar como en trance, con una extraña seguridad. Llamé a Fornelli, le conté lo indispensable y le dije que me pasaría a buscarlo por su bufete para ir juntos a casa de los padres de Manuela. Quizá le hubiera gustado decirme algo o hacerme alguna objeción, pero no le di tiempo. Colgué el teléfono y me puse en marcha por enésima vez. Lo peor de aquella historia estaba todavía por llegar.
Cuando llegamos a su casa los Ferraro nos estaban ya esperando. Fornelli les había avisado y al mirarles a la cara supe que habían comprendido.
Por tercera vez en menos de dos horas conté todo lo que había descubierto y qué le había ocurrido a Manuela.
Conté casi todo.
Algunas partes de la historia me las guardé para mí. No dije que Manuela había sido una especie de traficante de coca, tampoco conté la forma en la que los novios se habían deshecho del cadáver. Pensé que tenía derecho a ahorrarles, al menos, ese sufrimiento. Lógicamente, antes o después iban a enterarse de todo, hasta el último y despiadado detalle. Pero no esa tarde y no por mí.
Cuando dije que Manuela estaba muerta, la señora Rosaria se cogió la cabeza con las manos; pensé que iba a soltar un alarido, pero no fue así. Sólo emitió un sollozo sofocado y permaneció en esa postura durante mucho rato, con la cabeza entre las manos y la boca entreabierta, en una imagen congelada de muda, infinita, insoportable tristeza.
Antonio, más conocido como Tonino, estaba sentado un poco más atrás, apoyado sobre una mesa. Él sí se puso a llorar, y luego a sollozar. Y yo estaba allí, mirando, escuchando, haciendo lo único que podía hacer.
No duró mucho rato, por suerte. A los tres cuartos de hora de haber entrado en la casa de los Ferraro ya estaba de nuevo en mi coche. Dejé a Fornelli después de haber padecido, con absoluta impotencia, un largo monólogo acerca de lo listo que yo había sido descubriendo lo que había descubierto y de que en los próximos días tenía que contarle todos los detalles. Y, por supuesto, tenía que encargarme yo de la defensa, por el lado civil, de la familia, dijo mientras nos despedíamos.
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