Gianrico Carofiglio - Las perfecciones provisionales

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En Bari, la vida del abogado Guido Guerreri transcurre en un perfecto equilibrio entre su trabajo de abogado y los éxitos que éste le reporta -acaba de mudarse a un moderno despacho donde cuenta con dos eficientes colaboradores- y su solitaria vida privada siempre con tendencia a sumergirle en la melancolía. Una melancolía que combate con su música, sus largos paseos nocturnos y su saco de boxeo al que trata como un auténtico amigo.
Sin embargo, como todos los equilibrios perfectos, el de Guido Guerreri está condenado a ser provisional y cuando recibe la petición de un colega de investigar la desaparición de la joven Manuela, a quien nadie ha visto desde hace ya varios meses, su rutina se verá alterada y se verá obligado a mirar a los ojos a una juventud que, por más que le pese, ya nada tiene que ver con la suya.
Fenómeno de ventas en Italia y adorado por la crítica, Gianrico Carofiglio posee la maestría de los grandes narradores y, al mismo tiempo, la contención de sus historias y la sutil ironía de sus personajes convierte sus novelas en un delicioso entretenimiento.

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Intenté reconstruir los hechos que acababan de tener lugar.

El perro había ido a mi encuentro, yo le había llamado con un silbido, pensando que iba a ver a Nadia de un momento a otro, el perro me había hecho todo tipo de fiestas, yo le había acariciado detrás de las orejas, me di cuenta, entonces, de que no era Baskerville, un instante después apareció su dueño que…, espera, espera, rebobina, Guerrieri.

Le había acariciado detrás de las orejas y me había dado cuenta de que no era Baskerville. Fue entonces cuando se introdujo en mi cabeza esa idea desconocida. Intenté, frenéticamente, articularla.

El perro Pino, también llamado (por mí) Baskerville, se caracterizaba porque sólo tenía una oreja. Su característica era, pues, una ausencia. La información radicaba en algo que faltaba.

Un pensamiento muy profundo, me dije, intentando ser sarcástico. No lo logré. Había, de verdad, algo importante que agarrar.

Baskerville. Una oreja que falta. Gracias a eso que falta se comprende otra cosa. ¿Cuál? Algo que falta.

Baskerville.

Sherlock Holmes.

El perro no ha ladrado.

La frase se materializó, de repente, en mi cabeza como si fuese una bandera de colorines en medio de un escenario desierto y espectral.

«El perro no ha ladrado» es una frase que pronuncia Sherlock Holmes en El sabueso de los Baskerville. O quizá no, quizá no lo haga en ese libro. Tenía que comprobarlo inmediatamente, aunque todavía no sabía por qué razón.

Subí al bufete, en el que no había nadie. Estaban todos en distintos despachos judiciales, cumpliendo con sus agendas. Me alegré de estar solo, me preparé un café, encendí el ordenador, entré en Google y tecleé: «Holmes y el perro no ha ladrado».

La frase no era de El sabueso de los Baskerville sino de Silver Blaze, el caballo desaparecido. Al leerlo, me acordé. El relato trata de un purasangre que ha sido robado y Holmes resuelve el caso gracias a que constata que el perro guardián no había ladrado: el ladrón del caballo tenía que ser alguien al que el perro conocía.

La clave del misterio radicaba en algo que no había ocurrido. En algo que debería estar y, sin embargo, faltaba.

¿Qué era lo que faltaba? ¿Qué debería estar y, sin embargo, faltaba?

Una idea comenzó a cobrar forma, trayendo consigo una intensa y repentina sensación de náusea, como un mareo súbito.

Cogí el dosier, saqué el listado de llamadas del teléfono de Manuela y lo examiné de nuevo. Y, a medida que lo hacía y confirmaba mi idea, es decir, no encontraba lo que debería estar y no estaba, en lo que no me había fijado hasta entonces, la náusea aumentaba, de forma tan violenta que pensé que iba a vomitar de un momento a otro.

El perro no había ladrado. Y yo sabía quién era ese perro.

Encendí el móvil y me encontré con cuatro llamadas de Caterina.

34

Me pregunté si no sería mejor esperar, y me respondí en el acto que no.

Así que llamé a Caterina. Contestó al segundo timbrazo, muy contenta.

– Hola, Gi-Gi. Me encanta que aparezca tu nombre en mi teléfono.

– Hola, ¿qué tal estás?

– Bien. Mejor dicho, ahora que escucho tu voz, divinamente. He visto tus llamadas de ayer, es que tuve el móvil apagado. Me moría de sueño (pausa con risitas) y me fui a la cama como una niña de cinco años. Intenté hablar contigo varias veces esta mañana, pero tenías siempre el móvil apagado.

– Estaba en los juzgados y acabo de volver. Escucha, estaba pensando…

– ¿Sí?

– ¿Te apetece que me pase a buscarte, como en veinte minutos, y nos vayamos a comer a algún sitio cerca del mar?

– Sí, es una idea estupenda. Voy corriendo a arreglarme, nos vemos en veinte minutos. Recógeme debajo de mi casa.

Llegué exactamente veinte minutos después, el tiempo de recoger el coche del garaje y llegar. Estaba aparcando en doble fila para esperarla, cuando ella asomó por el portal del edificio. Se subió al coche sonriendo, me dio un beso, y se acomodó en el asiento. Sonreía, parecía alegre, incluso feliz, y estaba realmente guapa. Las imágenes de la noche en Roma me pasaron por la cabeza durante unos instantes, como fotogramas insertos en una película que trataba de otra cosa y que dejaba adivinar que no iba a tener un final feliz. Me quedé sin aliento, por la tristeza y por el deseo, que sentí mezclados de una forma cruel.

– ¿Dónde me llevas?

– ¿Dónde te gustaría ir?

– ¿Te apetece que vayamos a comer erizos de mar a la Forcatella?

La Forcatella es un barrio de pescadores en la costa sur, apenas pasado el límite entre las provincias de Bari y Brindisi. Es una localidad famosa por sus erizos de mar, riquísimos.

El coche se deslizó, ágil y silencioso, por la autopista rodeada de campos. Las nubes eran blancas y grandiosas como en las fotos de Ansel Adams. La primavera parecía a punto de inundarlo todo y producía una sensación de euforia exultante y peligrosa. Yo intentaba concentrarme en la conducción y en sus gestos específicos -cambiar de marchas, tomar despacio las curvas, mirar por el espejo retrovisor- y no pensar.

Había poca gente y conseguimos mesa cerquísima del mar. Con sólo dar dos o tres pasos se podía tocar las olas, que rompían delicadamente contra la escollera, el aire estaba inundado de olores y, en el horizonte, el azul del mar marcaba una frontera nítida, perfecta y necesaria con el azul del cielo.

Maldita sea, exclamé mentalmente mientras me sentaba frente a ella.

Pedimos cincuenta erizos y una garrafa de vino helado. Poco después, otros cincuenta y otra garrafa. Los erizos eran grandes y llenos: pulpas naranja de sabor misterioso. Junto al vino frío y ligero, se subían suavemente a la cabeza.

Caterina hablaba, pero yo no prestaba atención a sus palabras. Sólo escuchaba el sonido de su voz, observaba los movimientos de su rostro, miraba sus labios. Pensé que me gustaría tener una foto suya para conservarla.

Una idea absurda que, sin embargo, provocó otras muchas, entre ellas la de olvidarlo todo. Es más, durante unos minutos, me pareció que era eso lo que había decidido, olvidarlo todo, y durante esos minutos experimenté una sensación de dominio absoluto, de equilibrio inestable y perfecto. La perfección que sólo tienen las cosas provisionales, destinadas a acabar pronto.

Me acordé de unas vacaciones que pasé recorriendo Francia en coche, con Sara y unos amigos, ya hacía muchos años. Llegamos a Biarritz, la atmósfera como de otra época de aquel sitio nos gustó mucho y decidimos quedarnos unos días. Allí tomé algunas clases de surf y, después de innumerables intentos fallidos, conseguí mantenerme de pie sobre la tabla tres, cuatro segundos. En ese momento entendí por qué los surfistas -los verdaderos surfistas- están tan locos y por qué lo único que les interesa en la vida es coger una ola y permanecer allí el mayor tiempo posible. El resto se la suda. No hay nada tan perfecto como esa provisionalidad.

Mientras escuchaba el sonido de la voz de Caterina y sentía en la boca el sabor dulce y salado de los últimos erizos, me pareció estar sobre una tabla de surf que cabalgaba sobre la ola del tiempo, en un instante interminable y perfecto.

Me pregunté cómo recordaría ese instante. Fue entonces cuando me caí de la ola y recordé el motivo por el que estaba allí.

Poco después nos levantamos de la mesa.

– ¿Qué piensas hacer? -me preguntó mientras nos dirigíamos hacia el coche.

– ¿Con respecto a qué?

– A tu investigación. Me hablaste de un camello al que querías enseñarle una foto de Michele.

– Ah, sí. Todavía estoy dándole vueltas a eso. Puede que, al final, no haga falta. Se me ha ocurrido otra idea.

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