Caterina suspiró, cogió otro cigarro y lo encendió.
– Cuando supe que tenía que ir a verte llamé a Duilio. Hacía meses que no hablábamos. Nos vimos y decidimos juntos cómo tenía que actuar. Tenía que confirmar lo que les había dicho a los carabinieri; si acaso tú me preguntabas qué había hecho aquella tarde tenía que contarte que había estado con él, que habíamos salido a cenar fuera, y que había visto a Manuela por última vez un par de días antes. No me esperaba que sacases el tema de la droga. Cuando lo hiciste me entró pánico. No me imaginaba que supieses lo de la cocaína.
Y, de hecho, no lo sabía. Fue algo lanzado al azar, pero tú picaste.
Debería haberme sentido muy satisfecho de mí mismo, pero era imposible. Tenía la boca seca y con un gusto amargo.
– Como me dijiste que Michele se había negado a hablar contigo, que su abogado te había amenazado, pensé que podía cargar sobre él todo el tema de la droga y desviar tu atención.
– Y, como es lógico, Michele no tiene nada que ver con esto.
– No, no tiene nada que ver con la muerte de Manuela. Pero con la cocaína sí, y mucho. Fue él quien metió a Manuela en la droga, y hacía negocios con Duilio. Por eso su abogado no ha querido que fuese a verte, tiene un montón de cosas que ocultar, de todas formas.
– ¿Sabe qué le ocurrió a Manuela?
– No. Cuando volvió le preguntó a Duilio si sabía qué le había pasado, él le dijo que no, y Michele no insistió. Puede que no le creyera, pero Michele es un hijo de la gran puta, sólo va a lo suyo, los demás le importan tres cojones. Todo lo que te he dicho de él es verdad.
– ¿Por qué convenciste a Nicoletta para que hablara conmigo?
– Ibas a terminar hablando con ella, por un medio u otro. Lo hablé con Duilio y pensamos en hacerte creer que podía serte de ayuda. Si fingía que te estaba ayudando en la investigación podía controlar todo lo que hacías y, al mismo tiempo, despistarte. Un poco poniéndote detrás de la pista de Michele, otro poco insinuando que Manuela podía haber desaparecido en Roma, no en Puglia.
Dejó de hablar casi bruscamente. De hecho, pensé, ya no quedaba nada que contar.
Empezaba a oscurecer.
No sólo afuera.
– ¿Y ahora qué va a pasar? -dijo ella después de muchos minutos de silencio, sacándome del enfermizo entorpecimiento en el que había caído.
– Perdóname un momento -respondí, abriendo la puerta y saliendo del coche.
Se había levantado viento, despejando el cielo. La atmósfera era tensa, salobre y trágica.
Caminé hasta el restaurante y entré para que ella no pudiera verme, mucho menos oírme. A continuación, marqué el número, y Navarra respondió casi en el acto, al segundo o al tercer timbrazo.
– Buenas tardes, abogado.
– Buenas tardes, maresciallo.
– No me dirá que ha descubierto qué le ha ocurrido a la chica… -dijo en tono de broma, así, para empezar la conversación. Yo permanecí en silencio. Bastante rato, creo.
– ¿Abogado?
El tono de ligereza había desaparecido.
– Estoy aquí. Me imagino que usted estará en su casa.
– No, estoy todavía en el despacho, pero ya me iba. Ha sido un día pesado.
– Lo lamento, pero me temo que tendrá que quedarse todavía un rato más.
– ¿Qué ha ocurrido?
– Le voy a llevar a una persona dentro de poco. Mientras me espera, conviene que localice al defensor de oficio que esté de turno. Lo necesitará.
Se produjo una pausa larguísima y espesa.
– ¿La chica está muerta?
– Sí.
– Ocurrió la misma tarde en la que desapareció, ¿verdad?
– Sí.
Le conté lo esencial y quedamos en que de allí a tres cuartos de hora nos encontraríamos frente al cuartel. Luego colgué y regresé al coche.
Caterina seguía allí, parecía que se había quedado perfectamente inmóvil. Entré en el coche, lo puse en marcha y nos fuimos. No me volvió a preguntar qué iba a pasar ahora. No dijo nada. Ninguno de los dos dijo una sola palabra hasta que llegamos a Bari y nos detuvimos a unas manzanas del cuartel.
– Tendrás que contarles a los carabinieri todo lo que me has contado a mí.
Antes de responder me lanzó una larga mirada que no conseguí descifrar.
– ¿Me detendrán?
– No. Ante todo no existe flagrancia y no existen las condiciones necesarias para una detención. Luego, te estás presentando voluntariamente y, sobre todo, la cocaína no era tuya, no has sido tú la que se la ha suministrado a Manuela. Te acusarán sólo de haber sido cómplice en la eliminación del cadáver. Saldrás de ésta con un pacto y la condicional.
– ¿Y Duilio?
– Dependerá de él. La muerte de Manuela, bajo muchos aspectos, ha sido un accidente. Si colabora (y le interesa hacerlo) puede evitar la cárcel y, con un buen abogado, podría obtener un pacto también él. Naturalmente, por una pena más alta.
Estaba a punto de añadir algún detalle técnico, precisando qué debería hacer un buen abogado para limitar los daños y hasta evitarle la cárcel al señor Duilio Nosequé. Me di cuenta de que no tenía el más mínimo interés en hacerlo, es más, me sorprendí deseando que su abogado fuese un inepto -Schirani, ojalá-, que el fiscal no fuese comprensivo y que a Duilio lo arrojasen despiadadamente a un calabozo, el lugar sin duda más adecuado para él.
– ¿Le acusarán también por lo de la droga?
– Sí. Los cargos de los que deberá responder serán, además de la eliminación del cadáver, tenencia de narcóticos con fines de tráfico y el 586.
– ¿Qué es el 586?
– El artículo 586 del Código Penal, deberías haberlo estudiado.
Ella no dijo nada, así que continué.
– «Muerte como consecuencia de otro delito». Una especie de homicidio preterintencional, pero menos grave. La idea es que si le das droga a alguien y esa droga le provoca la muerte, tú eres responsable.
– ¿Tendremos que acompañarlos al lugar en que la hemos…, a aquel vertedero?
– No creo que sea necesario -mentí.
Se estrujó las manos. Se rascó el lado izquierdo del cuello con la mano derecha. Se sorbió la nariz de una forma ruidosa e inconsciente, como una persona que ha estado llorando. Luego se pasó la mano por la cara y me miró. Su cara parecía ahora llena de dolor y sinceridad y remordimientos. Era una actriz endiabladamente buena y se estaba preparando para su tentativo final.
– Guido, ¿de verdad que tengo que ir? Manuela está muerta, yo tendré remordimientos el resto de mi vida por lo que ha pasado, pero esto no se la devolverá a su familia. Lo único que pasará es que arruinaré mi vida, sin que nadie gane nada. ¿Qué sentido tiene?
Excelente pregunta. La primera, la única respuesta que se me ocurrió fue que, acaso, aquel pobre desgraciado dejaría de ir a la estación a esperar trenes. Acaso.
Vacilé, pensando que quizá me había apresurado en llamar a Navarra. Quizá ella llevaba razón, obligarla a entregarse sólo iba a servir para destrozar otras vidas, sin arreglar las que ya habían quedado hechas pedazos, irremediablemente.
¿Qué sentido tenía, realmente?
Como una pequeña luz en medio de la oscuridad, me vino a la memoria una frase de Hannah Arendt.
El remedio a lo imprevisible de la suerte, a la caótica incertidumbre del futuro radica en la facultad para hacer y mantener promesas.
Mantener una promesa. Quizá ése era el sentido. En cualquier caso, era todo lo que tenía.
– Debes ir. Desgraciadamente, no es algo discutible.
– ¿Y si no voy?
– Entonces tendré que hacerlo yo, y será mucho peor. Para todos.
– No puedes. El secreto profesional te obliga a guardar silencio sobre lo que te he dicho.
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