Yrsa Sigurðardóttir - El Último Ritual

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«No hallarás nunca paz ni consuelo. Arde para siempre…»
Así reza la carta que, escrita con la propia sangre de su hijo Harald, recibe en Alemania Amelia Gotlieb, días después de que la policía islandesa encontrara el cadáver del muchacho en la Facultad de Historia de Reykjavik: un cadáver al que, además, le han sacado los ojos y lleva marcados en su cuerpo extraños signos que dejan a los forenses entre el estupor y el espanto. Descontentos con el trabajo de la policía, y deseosos de que la verdad se descubra de la forma más discreta posible, los padres del difunto contratan entonces los servicios de Þóra, una letrada islandesa a la que ayudará Matthew, el abogado alemán que envía la familia.
Þóra y Matthew inician una investigación que les llevará desde la moderna Reykjavik al extremo noroeste de la isla, una zona inhóspita y salvaje donde, como en tantos otros lugares de Europa, se llevaron a cabo ejecuciones de decenas de personas acusadas de brujería. A los dos abogados no les quedará otro remedio que sumergirse en los restos y documentos de aquel nefasto episodio de la historia de Islandia para encontrar la clave de un asesinato que parece haber sido inspirado en ancestrales rituales.

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Qué tonta había sido. Acostarse con el inquilino. Además, aquel apartamento se lo habían alquilado a hombres mucho más atractivos que aquel alemán majareta. No podía estar en su sano juicio… aparte de que sucedió más de una vez, y más de dos. El sexo con él había sido divertido… eso no se podía negar. Hasta tenía algo de aventura; seguramente porque sabía que no debería estar haciéndolo. Además, Harald era mucho, pero que mucho más joven que su marido, tanto más delicioso por eso mismo. Si no hubiese estado siempre tan terriblemente chiflado por toda clase de anillos y cicatrices y alfileres.

Piensa, piensa… respiró hondo. ¿Cómo iban a enterarse? Nadie lo sabía, por lo menos ella no se lo había contado a ningún bicho viviente. Sólo la razón le había impedido ponerse a presumir delante de su mejor amiga. Y Harald difícilmente habría hablado de aquello. Él no tenía necesidad de presumir: siempre había un montón de mujeres jóvenes subiendo a su apartamento. Si tuviese necesidad de alardear de su vida sexual, siempre podía presumir de ellas. Se pensó mejor el asunto… aquel «montón» eran en realidad principalmente dos chicas, una alta y pelirroja, la otra menudita y rubia. De lo otro difícilmente se habría puesto a hablar, por lo menos la policía no se había olido nada en absoluto. Había hablado brevemente con ellos varias veces y nunca salió nada, ni en lo que dijeron ellos ni en una insinuación que pudiese indicar que no viesen su relación con Harald como la habitual entre casera e inquilino. Además, y.i se había acabado todo. Harald le había dicho que no podía continuar, que tenía una serie de cosas pendientes. Al recordarlo hizo una mueca. Habría preferido ser ella quien rompiera la relación… no él. En realidad, el que le diera las gracias tan efusivamente por las horas que habían pasado juntos no impidió dejarla tirada. Enrojeció al pensarlo. Pobrecita inocente. Le había fastidiado tanto saber qué era lo que pasaba y que él no dijese nada. Y es que había empezado con una novia. Gurra los había visto entrando y saliendo del apartamento varias veces, la semana antes del asesinato. Era una chica nueva que no había ido nunca antes al piso de Harald; por lo menos que Gurra supiese. Hablaban alemán entre ellos, de modo que la chica debía de ser compatriota suya… a lo mejor, a la hora de la verdad, las islandesas no le resultaban suficientemente buenas. Su cólera creció con la hipocresía de Harald; no había nada malo en que ella siguiese engañando a su marido, pero él era demasiado bueno para engañar a su mierda de novia.

Y qué, ya estaba acabado todo, y lo que había que hacer ahora era no darle vueltas a una cosa que quizá no llegaría nunca a salir a la superficie. Se dirigió hacia el lavadero. Hacía tiempo desde que pasó por allí la última vez. Daba al pasillo y se podía entrar desde su propia casa y desde la puerta de la calle del apartamento de Harald. Aquél era uno de los pocos cambios que hicieron en la casa cuando decidieron comprarla y alquilar el piso de arriba. Quitó el pestillo y entró. Claro que sí, aquí sí que podía encontrar algo que hacer. Aún había restos de los sabuesos que lo recorrieron todo husmeando en busca de drogas. Por suerte no encontraron nada de eso: Gurra no sabía si aquello los hubiera convertido en sospechosos a Alli y a ella, o si los hubieran puesto en una lista, caso de encontrarse droga en aquel espacio común. Por lo menos pidieron que les dejaran estar presentes en el registro. Y no es que hubieran tocado nunca las drogas, al menos ella. Quién sabe si Alli la había probado en alguno de sus interminables viajes. En cualquier caso no sucedió nada: la policía puso a los perros a olisquear por allí dentro y cuando parecieron satisfechos, el grupo entero se marchó sin decir ni una palabra más. Habían mirado dentro de la secadora y la lavadora, más por curiosidad que por cualquier otro motivo. Pero tampoco hicieron las cosas demasiado a fondo.

Abrió el armario y sacó el cubo y la fregona. Al hacerlo apareció una caja grande. Se quedó mirándola. La última vez que había fregado allí, en el armario, no había ninguna caja. En realidad estaba vacío, aparte de los trastos de limpieza de las dos viviendas. Sacó la caja con mucho cuidado. Tenía que ser de Harald. Intento recordar cuándo había sido la última vez que había fregado allí. Dios mío… fue allí precisamente donde Harald la dejó colgada. Había entrado a poner la lavadora y cuando hizo notar (para que no hubiera malentendidos) que estaba allí ocupada, apareció él a comunicarle tan sonriente que el asunto se había acabado. Aquella caja la había dejado allí en algún momento justo antes del crimen. ¿Por qué? Nunca aceptó utilizar el espacio que ella le ofreció en el trastero. Las cuatro estanterías destinadas a los inquilinos estaban vacías. ¿Podía ser que le hubiese querido ocultar algo a su nueva amante, lo hubiese metido en la caja y la hubiese dejado luego allí dentro? Teniendo en cuenta cómo acabó y lo raro de la decoración de su apartamento, era dudoso que tuviese algo que ocultar. Gurra dio las gracias de todo corazón. A menos que se hubiera dedicado a hacer fotos de sus anteriores compañeras de sexo y luego hubiese querido evitar que la chica nueva las encontrase. Pocas cosas había más repelentes que pensar en el sexo de esa forma: saber que al cabo de un rato una misma formaría parte de la colección. Gurra se cogió la cabeza entre las manos. Entonces podía ser que también ella estuviese allí, en un carrete o en una foto. Se quedó inmóvil mirando fijamente la caja que tenía a sus pies. Había que abrirla. No quedaba otra solución. Abrir la caja y comprobar que no había en ella nada que pudiera traicionar su secreto.

Gurra se inclinó y apretó las alas de cartón para abrirlas. Clavó los ojos en lo que había dentro. Nada de fotos… nada de carretes. Eran trapos que envolvían unos objetos, seguramente frágiles, así como unos papeles en fundas de plástico. Se sintió enormemente aliviada. Cogió uno de los papeles y vio que era una carta antiquísima, que imaginó sería valiosa. Pero no comprendía la letra ni el texto, de modo que se puso la carta debajo del brazo… la miraría más tranquilamente después. Hojeó el resto de los papeles y comprobó, con gran alivio, que tampoco tenían nada que ver con la vida sexual o privada de Harald. Una de las hojas le llamó la atención. Estaba muy mal escrita, unos fragmentos a medio terminar, en tinta roja, y el papel (si aquello era papel) era espeso, oscuro y de tacto de cera. El texto era de lo más extraño y había runas o signos de alguna clase dibujados en la parte inferior de la hoja. Y estaba firmada con los nombres de dos individuos; ninguna de las dos firmas era legible, pero por el contrato de alquiler reconoció una de ellas como la de Harald. Volvió a meter el papel en la caja. Qué raro.

Gurra hurgó entre las cosas que había hasta llegar a los objetos frágiles que estaban envueltos en paños, en el fondo de todo. Sacó uno de los envoltorios y lo levantó con cuidado. No pesaba mucho… en realidad era como si dentro de los paños no hubiese nada. Lo abrió con mucha cautela y se quedó perpleja mirando lo que contenía. Soltó un grito, estrujó la carta antigua y soltó el paño. Salió corriendo del lavadero y cerró con llave.

Gunnar levantó el teléfono y marcó el número de Maria, la directora del Instituto Árni Magnússon. Era bastante probable que siguiera allí, aunque fuera sábado. Se acercaba una importante exposición y si la última exposición del mismo tamaño había enseñado algo es que el Instituto estaba lleno a todas horas.

– Hola, Maria, aquí Gunnar. -Procuró que la voz sonara adecuadamente autoritaria: la voz de un hombre que no tiene nada que ocultar y que no alberga deseo alguno de aparentar más de lo que era.

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