Yrsa Sigurðardóttir - El Último Ritual

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«No hallarás nunca paz ni consuelo. Arde para siempre…»
Así reza la carta que, escrita con la propia sangre de su hijo Harald, recibe en Alemania Amelia Gotlieb, días después de que la policía islandesa encontrara el cadáver del muchacho en la Facultad de Historia de Reykjavik: un cadáver al que, además, le han sacado los ojos y lleva marcados en su cuerpo extraños signos que dejan a los forenses entre el estupor y el espanto. Descontentos con el trabajo de la policía, y deseosos de que la verdad se descubra de la forma más discreta posible, los padres del difunto contratan entonces los servicios de Þóra, una letrada islandesa a la que ayudará Matthew, el abogado alemán que envía la familia.
Þóra y Matthew inician una investigación que les llevará desde la moderna Reykjavik al extremo noroeste de la isla, una zona inhóspita y salvaje donde, como en tantos otros lugares de Europa, se llevaron a cabo ejecuciones de decenas de personas acusadas de brujería. A los dos abogados no les quedará otro remedio que sumergirse en los restos y documentos de aquel nefasto episodio de la historia de Islandia para encontrar la clave de un asesinato que parece haber sido inspirado en ancestrales rituales.

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– ¿Y dedos de la mano? -se apresuró a añadir Þóra-. ¿Habéis leído, o practicado, algún conjuro en el que se tuvieran que usar dedos?

– No. -La voz de Dóri era decidida y se apartó el pelo de los ojos para poder apoyar su argumento mirando a los ojos a Þóra y Matthew-. Lo mejor es que quede bien claro que nosotros no nos hemos dedicado a practicar ninguna clase de magia que necesitara partes del cuerpo humano. Sé lo que estáis queriendo dar a entender, y es total y absolutamente absurdo. Nosotros no matamos a Harald… eso podéis descartarlo desde ya. La policía comprobó lo que estábamos haciendo cada uno de nosotros, y les quedó bien claro. -Dóri se echó hacia delante para coger un cigarrillo de uno de los paquetes que había sobre la mesa. Lo encendió, dio una profunda calada y fue echando el humo despacio.

– ¿De modo que fue Hugi quien le mató? -preguntó Þóra-. ¿Es eso lo que estás diciendo?

– No, yo no he dicho nada por el estilo. No te inventes cosas -dijo Dóri, su vez delataba su nerviosismo. Se echaba hacia delante de nuevo para decir algo más, pero Marta Mist extendió el brazo y lo empujó hacia el respaldo del sofá.

Tomó la palabra, aunque más tranquila que Halldór.

– No sé dónde estudiaste lógica, pero que nosotros no matáramos a Harald no significa automáticamente que fuese Hugi quien lo hiciera. Lo único que ha dicho Dóri es que nosotros no matamos a Harald. Punto. -Ahora le llegó a Marta Mist el turno de reclinarse en el sofá. Sacó el cigarrillo de entre los dedos de Dóri, dio una chupada y lo devolvió a su lugar. En el rostro de Bríet se vio brotar la rabia; aquella muestra más que evidente de amistad íntima la había alterado.

– Hugi no le mato. Él no es así -farfulló Dóri con gesto de enfado. Apoyó el brazo en Marta Mist y se inclinó sobre la mesita para tirar la ceniza del cigarrillo.

– ¿Y tú? ¿Eres tú así? Si no recuerdo mal, no tenías una coartada tan buena como tus amigos. -Matthew miró fijamente a Dóri esperando su reacción.

Ésta no se hizo esperar. La voz de Dóri se hizo más grave por la ira y cuando empezó a hablar avanzó hasta el borde del sofá… acercándose a Matthew tanto como podía sin llegar a caerse.

– Harald era amigo mío. Un buen amigo. Hizo muchísimo por mí, y yo por él. Yo no le he matado. No. Estáis más perdidos que la policía y tú no tienes ni puta idea de lo que estás insinuando -añadió énfasis a sus palabras apuntando a Matthew con su cigarrillo encendido.

– ¿Qué hacías tú por él? Aparte de ayudarle a traducir documentos -añadió Þóra para poder meter baza.

Dóri apartó los ojos de Matthew y dirigió su mirada a ella, sin abandonar la cólera. Abrió la boca como si fuera a decir algo, pero se detuvo. Después de una última calada y de apagar el cigarrillo, volvió a su lugar en el sofá.

Brjánn, el estudiante de Historia, se asignó a sí mismo el papel de conciliador.

– Venga, entiendo perfectamente lo que pretendéis decir: naturalmente, alguien mató a Harald, y si no fue Hugi, ¿quién fue? Pero os ahorraríais tiempo y trabajo simplemente con creer que estamos diciendo la verdad, ninguno de nosotros mató a Harald. No teníamos ningún motivo para ello… era simpático, imaginativo, un anfitrión espléndido, un gran amigo y un estupendo colega. Sin él, por ejemplo, nuestra asociación no es nada de nada. Además, no podríamos haberle matado nosotros… no estábamos cerca de donde andaba él, y hay un montón de testigos que lo pueden confirmar.

Andri, que estudiaba el máster en Química, tomó la palabra a continuación. Sus ojos estaban empañados y Þóra pensó que debía de estar pasando un mal trago.

– Eso es totalmente cierto. Harald era único; ninguno de nosotros habría querido jamás quitarle de en medio. Podía ser cáustico y desconcertante, pero siempre era tremendamente amistoso cuando llegaba el momento.

– Qué bonito-exclamó Matthew con tono de burla-. Hay una cosa que quiero saber. Estabais todos en la fiesta excepto Halldór; ¿podéis recordar si Hugi y Harald entraron juntos al baño y luego salieron con manchas de sangre en la ropa?

Todos los jóvenes sacudieron la cabeza excepto Halldór.

– A nadie le iba nada en la ropa de nadie -dijo Andri encogiéndose de hombros-. Puede ser perfectamente cierto, pero, al menos yo, no lo recuerdo. -Los otros tres asintieron.

Estuvieron un rato sentados sin decir nada. Se apagaban cigarrillos y se encendían otros nuevos. Matthew rompió el silencio.

– ¿De manera que no sabéis quién mató a Harald?

– No -dijo el grupo al unísono, con determinación.

– ¿Y nunca habéis utilizado partes del cuerpo, como por ejemplo dedos, en vuestras prácticas? -continuó Matthew.

Ya no todos a la vez:

– No.

– ¿Y no conocéis este signo mágico? -Matthew arrojó sobre la mesita un dibujo del signo que habían grabado en el pecho de Harald.

Todos a la vez:

– No.

– Resultaría más convincente si miraseis el papel -dijo Matthew en tono de burla. Ninguno de ellos había concedido al dibujo más que una mirada brevísima.

– Los maderos nos enseñaron el signo este. Sabemos perfectamente adonde quieres llegar -respondió Marta Mist. Puso la mano con descuido sobre el muslo de Dóri.

– Vale… comprendo. ¿Pero podéis decirnos qué fue de todo ese dinero que Harald se trajo al país poco antes de morir? -preguntó entonces Matthew.

– No, de eso no sabemos nada -dijo Marta Mist-. Eramos amigos de Harald, no inspectores de hacienda.

– ¿Compró algo, o habló de comprar algo? -preguntó Þóra dirigiéndose a Bríet, que le parecía, de todos ellos, quien más probablemente diría la verdad.

– Siempre estaba comprando algo -respondió ésta, mirando de reojo a Marta Mist y Dóri. Cuando vio la mano de Marta en el muslo de Dóri, se volvió otra vez hacia Þóra y añadió-: Si no era para él mismo, era para Dóri. Estaban muy unidos. -Sonrió con desvergüenza.

Þóra vio que las mejillas de Dóri se encendían.

– ¿Qué le compraba, y por qué?

Dóri se agitó incómodo en el sofá.

– En realidad no me compraba cosas así, sin más. A veces me daba una cosa u otra en señal de agradecimiento por la ayuda que le prestaba yo.

Þóra no le dejó escapar.

– ¿Cómo qué?

Dóri se ruborizó aún más.

– Vamos. -Volvió a echarse el pelo sobre los ojos.

Matthew volvió a darse una palmada en el muslo… con más decisión que antes.

– Muy bien, buena gente. Tengo una idea. Marta Mist, Bríet, Brjánn y Andri… vosotros no sabéis nada, según decís, y no parece que se os pueda sacar mucho. ¿Qué tal si os vais a casa a estudiar, o a las clases, o a lo que sea que os tiene tan ocupados… y nos dejáis a Þóra y a mí charlar con Dóri en paz y tranquilidad? -Se dirigió a Halldór-. ¿No es lo mejor? Así no resulta tan forzado.

– ¿Pero qué rollo es éste? -gritó Marta Mist-. Dóri no sabe más que cualquiera de nosotros. -Se giró hacia éste-. No tienes por qué quedarte. Nos marchamos todos.

Al principio Dóri no dijo nada, pero apartó de su muslo la mano de la muchacha y se encogió de hombros.

– Vale.

– ¿Vale? ¿Vale qué? ¿Vienes con nosotros? -preguntó Marta Mist intranquila.

– No -respondió Dóri-. Quiero terminar con esto. Me quedo.

Una mueca de furia recorrió el rostro de Marta Mist, pero se dominó y trató de mostrar indiferencia. Se inclinó hacia Dóri y le dijo algo al oído antes de levantarse. Él asintió, con la mente puesta en otro sitio. Þóra se fijó en el leve beso que ella depositó en la coronilla de Dóri, y del que Bríet aparentó no darse cuenta. Andri y Brjánn estaban más que deseosos de apagar sus cigarrillos y ponerse de pie. Se les notaba a kilómetros lo contentos que estaban.

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