Yrsa Sigurðardóttir - El Último Ritual

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«No hallarás nunca paz ni consuelo. Arde para siempre…»
Así reza la carta que, escrita con la propia sangre de su hijo Harald, recibe en Alemania Amelia Gotlieb, días después de que la policía islandesa encontrara el cadáver del muchacho en la Facultad de Historia de Reykjavik: un cadáver al que, además, le han sacado los ojos y lleva marcados en su cuerpo extraños signos que dejan a los forenses entre el estupor y el espanto. Descontentos con el trabajo de la policía, y deseosos de que la verdad se descubra de la forma más discreta posible, los padres del difunto contratan entonces los servicios de Þóra, una letrada islandesa a la que ayudará Matthew, el abogado alemán que envía la familia.
Þóra y Matthew inician una investigación que les llevará desde la moderna Reykjavik al extremo noroeste de la isla, una zona inhóspita y salvaje donde, como en tantos otros lugares de Europa, se llevaron a cabo ejecuciones de decenas de personas acusadas de brujería. A los dos abogados no les quedará otro remedio que sumergirse en los restos y documentos de aquel nefasto episodio de la historia de Islandia para encontrar la clave de un asesinato que parece haber sido inspirado en ancestrales rituales.

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Leer el Malleus Maleficarum resultó ser todo lo contrario que un pasatiempo, pues su inimaginable contenido tuvo como consecuencia que el libro absorbiese toda su atención. No lo pudo leer de cabo a rabo; sus dos partes eran demasiado densas para poder digerirlas en su totalidad. El libro está construido en forma de preguntas o asertos sobre la brujería. Estaban puestas al principio de cada uno de los capítulos o secciones, y se respondían o explicaban con una serie de argumentos religiosos de lo más pasmosos, que no resistirían el menor escrutinio racional.

Las historias y explicaciones de los actos y las intenciones de los brujos eran completos absurdos. Las fuerzas de esos personajes no tenían límite: entre otras cosas eran capaces de convocar a animales salvajes, podían volar, transformar a los hombres en toros u otros animales, causar impotencia y hacer que el miembro sexual de los hombres se soltara del cuerpo. Se gastaba una considerable cantidad de energía en argumentar si la susodicha pérdida del miembro era mera alucinación o pérdida real. La lectura no le dejó claro a Þóra cuál era la conclusión de los autores. Para adquirir tales poderes, los brujos tenían que dedicarse a ocupaciones como quemar y (o) devorar niños y tener relaciones sexuales con el diablo en persona. Þóra no era psicóloga, pero la lectura la convenció de que los autores se resentían de la santa castidad a la que se veían obligados como monjes negros. Todo ello quedaba claramente de manifiesto en sus comentarios sobre las mujeres. La misoginia chorreaba por todas y cada una de las explicaciones, y Þóra se hartó. Las razones aducidas para explicar lo perversas y demoniacas que eran las mujeres resultaban absolutamente absurdas, entre otras cosas se mencionaba que la costilla de Adán, que se utilizó para formar a la primera mujer, estaba curvada hacia dentro, lo que tenía como consecuencia toda una serie de desviaciones. Según esta argumentación, las mujeres serían perfectas si Dios hubiese utilizado el fémur. Todas estas cosas iban dirigidas a convencer al lector de que las mujeres eran presa más fácil del demonio, de ahí que la mayoría de los brujos fueran mujeres. Las mujeres pobres recibían una buena somanta adicional: eran mentirosas y unas piltrafas, al tiempo que seres poderosos. A Þóra le costó imaginar lo que representaría el ser una mujer pobre en aquellos tiempos.

Pero lo que llamó más la atención de Þóra fue la tercera y última parte del libro, que trataba de los procedimientos legales en la investigación y la litigación contra las brujas. Como jurista, le resultaron especialmente impactantes la abominación que representaba, entre otras cosas, asegurar a las acusadas que si confesaban se les perdonaría la vida, y luego ofrecerles tres diferentes vías para retractarse de sus declaraciones sin que se dieran cuenta. Se explicaba con mucha insistencia a las detenidas que estaba prohibido que los pies de las brujas tocasen la tierra en su camino a la cárcel: había que llevarlas hasta allí en parihuelas. De otro modo, recibirían a través del suelo nuevas fuerzas del demonio que les posibilitarían negar las acusaciones, incluso cuando estuvieran ya entre las llamas. Había que registrarlas a su llegada a la cárcel, pues frecuentemente las brujas llevaban consigo objetos utilizados para despedazar a los niños pequeños, que les daban su fuerza. También se estipulaba que había que cortarles el pelo pues en él podían ocultar los trozos de niño, y por eso era imprescindible afeitarlas hasta llegar al cuero cabelludo. Asimismo se indicaban las vías que permitían dificultar la defensa, por ejemplo se señalaba que habría que registrar los testimonios de los testigos de la defensa en dos hojas: en una estaban los testimonios, pero los nombres de los testigos se anotaban en la otra, de modo que fuera imposible saber quién decía qué. La única finalidad, naturalmente, era dificultar la identificación en los casos en que un testimonio se daba a conocer a la acusada, lo que no siempre estaba autorizado, y había una pormenorizada discusión acerca de las ocasiones en que tal autorización era posible y cuándo no. Cualquier persona estaba autorizada a actuar como testigo, a diferencia de lo que sucedía en otros casos, cuando las personas de reputación dudosa no se consideraban testigos fiables.

Se explicaba cómo había que aplicar el tormento, cuánto tiempo debía transcurrir entre una sesión y otra, y que era preciso comprobar con regularidad si la persona a la que se estaba torturando era capaz de llorar en presencia de los jueces, en el potro del tormento, pues tal cosa podía indicar su inocencia. Pero se hacía la reserva de que las mujeres solían utilizar saliva para aparentar que lloraban. Era de esperar que a la pobre gente a la que se torturaba sin pausa le quedaran pocas lágrimas cuando el juez y sus auxiliares les ordenaban llorar; Þóra se dijo, pensativa, que aquello era privarlas de toda defensa. El llanto que se producía sin que estuvieran presentes los jueces (en la mazmorra, el potro, etcétera) no era válido. Todo iba dirigido a obtener confesiones, confesiones que se fabricaban siguiendo lo expuesto en la primera parte del libro, y que se utilizaban para demostrar la naturaleza demoniaca de las brujas. A cualquier persona en su sano juicio le habría resultado obvio, al leer aquello, que las confesiones eran totalmente inválidas, al haberse obtenido mediante la tortura, y que no podía caber duda alguna de que se hacían con la finalidad de detener la tortura y acabar así con los sufrimientos.

Þóra hizo una pausa y se sentó en la cama. Dirigió los ojos hacia la mesilla de noche, a aquel libro perverso. Intentó calmarse fijándose solamente en lo único positivo que había sacado de aquella lectura: la sensación de que desde aquellos años, en torno a 1500, la humanidad no había hecho más que progresar.

Se levantó y se metió en la ducha. De paso tocó en la puerta del dormitorio de su hijo para despertarle. El desayuno fue un rato tan patético como de costumbre, pues la única que podía sentarse a comer tranquilamente era su hija. Camino del coche, Þóra les recordó que tenían que ir a casa de su padre esa tarde. Nunca parecía que les apeteciese demasiado ir, pero después siempre se alegraban de haber estado con su padre. Si conseguían evitar que les hiciera montar a caballo.

Después de despedirse de los niños, Þóra se dirigió al bufete. Llevaba consigo la hoja manuscrita que había aparecido en el libro para enseñársela a Matthew. No había llegado nadie todavía, pues faltaba media hora para que abriera la oficina, a las nueve. Tiempo de sobra para un café y para echar un vistazo al correo… para ver lo que pasaba fuera de aquel extraño caso que ahora le absorbía todo su tiempo.

Bríct llegaba a tiempo a la clase que empezaba a las ocho y cuarto, pero Gunnar, el decano, la detuvo cuando estaba a punto de entrar en el aula. Después de hablar unas palabras con ella, desapareció toda posibilidad de llegar a la hora. En lugar de entrar en el aula, se dirigió a toda prisa hacia las escaleras y salió del edificio para fumar. Tenía que calmarse un poco… además, debía llamar a los demás para contarles la noticia. Dio una profunda calada a su cigarrillo verde mentolado, un tipo que a Marta Mist le parecía tan ridículo y tan flojo que decía que Bríet habría podido afirmar con pleno convencimiento que no fumaba. Marta Mist prefería el Marlboro y mientras Bríet marcaba su número de teléfono, confiaba en que su amiga tendría cigarrillos suficientes… le harían falta.

– Hola -dijo precipitadamente en cuanto contestaron al otro lado-. Soy Bríet.

– Qué tempranito llamas. -La voz de Marta Mist estaba ronca; evidentemente, Bríet la había despertado.

– Tienes que bajar a la uni: el Gunnar ese anda como loco y dice que va a hacer todo lo que haga falta para que nos expulsen de la universidad con deshonor, como una puta mierda, si no hacemos lo que nos dice.

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