– No, desde luego que no -asintió, y empezó a preguntar apuntando bien-: ¿Cómo siguen teniendo el caballo en la cuadra, en vez de libre en el campo? Por lo que sé, eso no es nada habitual en junio.
– Alquilamos caballos -respondió Bergur-. En realidad es mi mujer la que se ocupa de los animales y yo echo una mano en lo que es necesario. Me encargo de alimentarles y poco más. -Bergur se mordisqueó una uña de la mano izquierda-. En realidad, ese semental está aquí de paso, apareció por aquí.
Þórólfur anotó algo en su cuaderno y cuando hubo terminado levantó la vista.
– ¿Cómo se dio cuenta de que había algo que no iba como debía?
Bergur se encogió de hombros.
– No sé la hora con exactitud, si es a eso a lo que se refiere. No llevo ni reloj ni móvil. -Señaló con el dedo el teléfono móvil de Þórólfur, que estaba en medio de ambos, sobre la mesa-. Pero sí que está claro que lo vi muy poco después de entrar en la caballeriza. -Bergur calló y tragó saliva ruidosamente.
– Ah, ya -dijo Þórólfur como si entendiera-. ¿Cómo se dio cuenta tan rápidamente? Esa cuadra está en el otro extremo del edificio. ¿Había algún motivo especial para que fuera directamente hasta allí?
Bergur volvió a tragar con esfuerzo.
– Siempre empiezo dándole al macho. Es medio salvaje todavía y es impetuoso y molesto. Y está siempre a la expectativa mientras estoy yo dentro. Si le doy primero a él, se queda tranquilo mientras atiendo a las otras caballerías.
– Comprendo -dijo Þórólfur-. Está en la cuadra más grande, la que tiene las paredes más altas. ¿Me equivoco? -Bergur asintió con la cabeza sin decir una palabra y Þórólfur continuó-: ¿Y eso por qué? ¿Es porque ese caballo es, cómo dijo usted, impetuoso y molesto?
– No, no exactamente. Los machos sin castrar siempre se encierran mejor que los demás. Así se evita que puedan acercarse a los demás caballos… eso podría tener pésimas consecuencias.
– ¿De modo que el semental en cuestión quizá no era especial? -preguntó Þórólfur-. Quiero decir, ¿todos son iguales, los demás caballos siempre les tienen miedo a este tipo de animales?
– Sí, los sementales son más agresivos que los castrados y que las yeguas -respondió Bergur en voz baja-. Pero ese potro en particular es más fiero de lo habitual. Puedo asegurarlo casi sin ninguna duda, aunque no soy especialista en estos temas.
– Perfecto -dijo Þórólfur sin referirse a nada en particular-. Y al ir usted, como acaba de decir, directamente hasta el corral…
– La cuadra -interrumpió Bergur.
– A la cuadra, entonces -se corrigió Þórólfur un poco molesto-, al momento ve que hay un hombre en el suelo, ¿no?
– Sí, así es -respondió Bergur-. Me resulta tan inverosímil que no me es fácil explicarlo en detalle.
– Inténtelo, de todos modos -alentó Þórólfur.
– Creo que antes que nada vi al zorro, luego al hombre. Recuerdo que vi sangre en las tablas y primero pensé que el caballo se había hecho daño. Luego vi al zorro y pensé que la sangre era suya, pero luego… -Bergur jadeó apresuradamente mientras intentaba controlarse-. Fue horroroso. Estaba allí tumbado y pensé si estaría vivo, pero cuando me incliné para ver mejor comprendí enseguida que tenía que estar muerto. -Respiró hondo y repitió-: Fue horroroso. Y aquellos pies. Dios mío.
– ¿De modo que uno no se acostumbra a estas cosas? -preguntó Þórólfur, dando un golpecito en el borde de la mesa.
Bergur levantó la vista, extrañado, y con gesto de miedo.
– ¿Cómo?
– Es el segundo cadáver que se encuentra usted por casualidad en pocos días. Pensaba que sería menos malo la segunda vez, quizá -dijo Þórólfur-. Resulta una casualidad bastante sorprendente, ¿no cree?
– Yo no decido qué cosas me voy a encontrar -replicó Bergur con voz apagada-. Nunca me habría imaginado que volvería a vivir algo parecido, ojalá no me hubiera pasado a mí. Ninguna de las dos veces. -Levantó los ojos y miró a Þórólfur a la cara-. Yo no tengo nada que ver con esto, si eso es lo que cree usted.
– No, no. Quizá no. Pero no deja de ser curioso -señaló Þórólfur, devolviendo la mirada de Bergur con expresión decidida.
– Tiene que haber sido un accidente -dijo Bergur en tono dolorido-. ¿Sospechan de alguien?
– ¿Cómo explicaría usted un accidente así? -preguntó Þórólfur.
– Bueno, no sé -dijo Bergur, que reflexionó por unos momentos-. Quizá fue ese cazador de zorros quien trajo al animal. O quizá fue por alguna otra cosa aún más rara.
– ¿Qué quiere decir, con «más rara»?
– Ha habido casos de hombres que entran en los establos para aliviar sus necesidades. Quizá ese hombre entró para eso -respondió Bergur, ruborizándose un poco.
– Pero entonces habría llevado una banqueta, o una caja, o algo a lo que subirse, ¿no? ¿Y cómo encaja el zorro en todo esto? ¿Y los alfileres? -preguntó Þórólfur con gesto duro-. Esas explicaciones suyas son demasiado rebuscadas.
Bergur se incorporó y se sentó con la espalda bien estirada.
– No soy yo quien investiga el caso. Usted me preguntó y yo le he respondido. No tengo ni idea de cómo llegó ahí ese hombre. Sólo sé que yo no tengo nada que ver.
– Muy bien, pero es su establo…
– Caballeriza. Los establos son para las vacas -dijo Bergur, irritado. Enseguida se le disipó la ira y añadió, ya más calmado-: No estoy seguro de querer seguir hablando de esto por ahora. Aún no tengo superado este horror. -Bajó la cabeza y volvió a mirar el suelo.
– Enseguida terminamos -anunció Þórólfur, su voz no mostraba el menor asomo de simpatía hacia el hombre que estaba sentado delante de él-. He visto que hay un rifle en esa pared. ¿Es suyo?
– Sí -dijo Bergur-. Es mío. Dudo mucho que encuentre por estas tierras un solo granjero que no tenga un rifle. -Levantó la mirada enfadado-. A ese hombre no lo mataron a tiros. ¿A qué viene esa pregunta?
Þórólfur sonrió con fingida inocencia.
– No, pero al zorro sí que le pegaron un tiro, si no me equivoco. ¿Mató usted al zorro?
Bergur pellizcó el borde del mantel de plástico coloreado de la mesa.
– No. O sí. No lo sé.
– ¿Cómo? -preguntó Þórólfur extrañado-. ¿Puede explicármelo mejor? No estoy seguro de haberle entendido bien. ¿No sabe si fue usted quien le pegó un tiro a ese zorro?
Bergur dejó de juguetear con el mantel y miró a Þórólfur.
– Mato a los zorros en cuanto los veo. Tenemos una zona de puesta de eideres, y no podemos permitirnos el lujo de dejar que ande por ahí una alimaña suelta. Pero resulta que hace varios meses que no le disparo a ninguno, con la excepción de un día en que se me escapó uno. Le alcancé, porque encontré sangre y algunos jirones de pelo, pero no conseguí hallar el cadáver por ningún sitio. Pesé que había escapado vivo, pero ¿quién sabe? A lo mejor aquel zorro es éste.
– Sí, quién sabe -dudó Þórólfur-. Tal vez nos lo pueda explicar más detenidamente y, por supuesto, hay muchísimas cosas más que necesitaremos repasar mejor.
– Ahora no puedo -dijo Bergur claramente molesto con la idea-. Sencillamente, no puedo.
– No tiene importancia -dijo Þórólfur, poniéndose las manos abiertas sobre los muslos-. Sólo dos cosas más para terminar y ya volveremos a hablar más tarde. En primer lugar… ¿la caballeriza suele estar habitualmente abierta, o cerrada con llave? En segundo lugar… ¿conocía usted al difunto?, ¿pudo reconocerle?
Bergur no levantó la mirada.
– Nunca cerramos la caballeriza con llave. Hasta ahora jamás ha sido necesario. -Levantó los ojos y los clavó cansinamente en Þórólfur-. No tengo ni idea de si conocía o no a ese hombre. Podría ser cualquiera… ya vio lo desfigurado que estaba.
Читать дальше