– Mira un momento el plano y dime qué puerta da al cuarto de baño.
Þóra miró el diario de Birna y propuso entonces que mirasen la habitación marcada con la palabra Kristín.
– Creo que es la que más le interesaba a Birna -dijo Þóra, indicándole a Matthew la puerta correspondiente.
– Nunca te perdonaré si me estás tomando el pelo y esta puerta da a otro cuarto de baño -exclamó Matthew antes de abrir.
– Mira y ya está -dijo Þóra, que empujó la puerta mientras él ponía la mano sobre el tirador. Entraron en una habitación infantil, que seguramente habría pertenecido a la niña. Sobre la cabecera de la cama de listones de madera pintados de blanco estaba apoyado un desgarbado oso de peluche al que le faltaba un ojo. Era de color marrón claro y peludo por todas partes excepto en el vientre, que era de tela grisácea. Las costuras que unían el tronco a los miembros estaban descosidas, de modo que se veía un alambre negro en los hombros y los muslos del osito. Al cuello tenía atado un descolorido lacito rojo. Þóra sintió una punzada en el corazón al ver cómo, con el paso de los años, el lazo había ido sufriendo los efectos de las leyes de Newton y ahora colgaba en mitad del pecho. Al lado del oso había una muñeca zarrapastrosa, mirando con sus ojos pintados hacia la pared de enfrente.
– Pero qué extraño es todo esto -dijo Þóra, muy afectada.
– Sí -asintió Matthew-. Evidentemente, esta gente se fue a toda prisa. Mira. -Se acercó a una estantería sobre la que estaban colocados varios libros polvorientos. Debajo de ella había una mesa de escritorio pintada en laca blanca con una hoja de papel en la que había un dibujo a medio acabar. Sobre ella y el resto de la mesa había unos lápices de colores de cera. Matthew levantó el dibujo y lo examinó. Las esquinas estaban retorcidas y una capa de polvo grisáceo cubría el papel. Matthew sopló con fuerza sobre la hoja de papel y se levantó una nube de polvo que alejó con la mano. Luego le dio el dibujo a Þóra-. La niña ni siquiera tuvo tiempo de acabar su dibujo.
Þóra miró el papel. Se apreciaba claramente que era de una niña poco mayor que Sóley, su hija de seis años. El dibujo representaba una casa ardiendo, con unas espesas llamas que se alzaban hacia el cielo desde el tejado. La casa tenía una gran puerta y una ventana. Sólo la mitad estaba coloreada.
– Curioso motivo para un dibujo -dijo Þóra, dejando el papel-. ¿Estaría dibujando esta casa?
Matthew sacudió la cabeza.
– No, no lo creo. Aunque el dibujo lo haya hecho una niña pequeña, parece claro que se trata de una casa de una sola planta. -Torció el gesto-. Tiene una puerta curiosamente grande.
Þóra señaló la ventana.
– ¿Es eso un ojo? -Se inclinó para ver el dibujo más de cerca-. Anda, la niña dibujó a alguien dentro de la casa. Mira, aquí hay también una boca abierta. Pero nariz no hay.
Matthew se inclinó también.
– Y que lo digas, si que es un motivo extraño para un dibujo. A lo mejor, esa niña era algo rara.
– O vio algo espantoso -señaló Þóra, apartándose de la mesa-. Creo que tendríamos que intentar averiguar quién vivió aquí y cuándo se trasladaron. Sé que el dueño se llamaba Grímur, pero creo que tuvo una única hija, que murió tan joven que difícilmente habría podido hacer este dibujo. Puede ser que después de él y su mujer viviera aquí alguna otra familia.
Se dirigió hacia una puertecita disimulada en la pared. La abrió con cuidado y vio que se trataba de un armario ropero. De la barra colgaban muchas perchas. En dos de ellas había ropas finas, un elegante jersey y un delicado vestido de algodón sin costuras. Las dos prendas eran demasiado grandes para haber pertenecido a Edda, que murió a los cuatro años de edad, según el álbum de fotos del sótano del hotel.
– ¿Qué es eso de ahí detrás? -preguntó Matthew señalando el fondo del armario.
Þóra metió más la cabeza y vio que en el fondo del armario había unos listones que rodeaban un espacio que no coincidía del todo con el resto de la pared. Empujó y aquel espacio cedió.
– ¡Anda! -exclamó-. Es una puertecita disimulada. Mira, hay unos escalones que suben. -Se alternaron para mirar por la oscura abertura, y Matthew sacó la llave del coche. Tenía una bombillita que servía de linterna. Iluminó la escalera.
– Mira -dijo Matthew, señalando el escalón con la linterna-. Huellas de pasos en el polvo. Alguien ha subido por aquí.
– Birna. Sin duda alguna, Birna -declaró Þóra con decisión-. En la agenda señaló la posición de vigas y demás. Querría ver en qué estado se encontraba el armazón del tejado. Esto tiene que llevar a una especie de desván. Ven, ¿allanamos también esa parte de la residencia? -Miró a Matthew, que le sonrió.
– Bueno, espera aquí mientras bajo a buscar un cuchillo. Sólo tendré que quitarme un brazo y probablemente también el hombro. -Señaló la abertura-. Es totalmente imposible que yo consiga pasar por ahí.
– Dame la llave, entonces -pidió Þóra. Se la puso en la boca mientras entraba encogida por el armario y atravesaba el estrecho agujero. Antes de empezar a subir las escaleras se volvió hacia Matthew y le regaló una amplia sonrisa-. Hasta ahora. Te mataré si me encuentro a una rata. -Subió el primer escalón, se lo pensó mejor y retrocedió hacia el agujero-. O un ratón. Te mataré también si piso un ratón.
El desván estaba totalmente vacío. Þóra pasó el débil rayo de luz por el suelo y vio que Birna había estado por allí. Þóra no pisaba con demasiada confianza, porque no tenía ni idea de si el entablado soportaría su peso. La arquitecta debía de ser más pequeña que ella, o al menos sus pies eran muy pequeños en comparación con los de Þóra. Por eso habría preferido examinar el desván desde la escalera en la que se encontraba, pero cuando el rayo de luz dio con algo que brillaba en una viga, no pudo resistir la tentación. Puso un pie sobre el suelo del desván con mucho cuidado. A cada paso que daba, se oían crujidos y chirridos, y temió que si se abría el suelo caería encima de Matthew, en el piso de abajo. O peor aún… en un cuarto de baño. Pasó el rayo de luz por el suelo y vio que Birna -o quien hubiera dejado aquellas huellas- también había pasado por allí. Eso la hizo respirar más tranquila, y por fin pudo llegar a la viga. Se inclinó e iluminó el suelo.
Oro. Un juguete, en realidad. Þóra sonrió y recogió una insignia con alas. Sin duda se trataba de una insignia de aviador. La examinó a la débil luz. Volvió a dejarla en su lugar y agarró una taza de porcelana descascarillada. Había más objetos: una cuchara de plata que se había vuelto negra, dos blancos dientes de leche, un collar con una cruz y unas cuantas fotos de estrellas de cine colocadas en un cuidadoso montón. Þóra se levantó, pero se detuvo al instante cuando estaba a punto de estirar las rodillas. Iluminó la viga de madera del techo y se inclinó sobre ella. Había algo grabado. Se percató de que podía leer lo que ponía.
– ¡Matthew! -gritó-. ¡Aquí está el nombre de Kristín!
– ¿Eh? -oyó su respuesta en la lejanía.
Volvió a inclinarse y leyó la inscripción por última vez, para fijarla en su memoria y poder repetírsela a Matthew. Él no la oía con claridad:
papá mató a kristín
odio a papá
– Sí, por fin decidieron llevarse todos los cachivaches que había en la casa, como te dije -explicó Jónas, reclinándose sobre el respaldo de la silla. Estaban muy cómodos junto a la chimenea del bar, rodeados de fotos antiguas que decoraban las paredes-. Le pedí a Birna que les avisara de que habíamos decidido construir en la vieja granja, para que pudieran recoger lo que quisieran antes de empezar las obras de remodelación. Lo del anexo estaba descartado, en realidad, pero de todos modos se pusieron a ello. No tengo ni idea de lo que se han llevado. Al menos, nadie le comunicó a ella, ni tampoco a mí, que hubieran terminado.
Читать дальше