Monika dejó también sus cubiertos. Cuantas menos cosas en las que concentrarse, tanto mejor. Tenía que serenarse, concentrarse. Pernilla acababa de pedirle perdón por algo. Tenía que ocurrírsele algo que decir.
– Te aseguro que no tienes que pedir perdón por nada.
Pernilla bajó la vista.
– Sólo quiero que sepas que aprecio mucho que, pese a todo, hayas seguido viniendo aquí.
Monika tomó el vaso de agua y bebió un trago.
– Después de mi accidente, muchos de nuestros amigos se esfumaron; fue algo natural, simplemente fueron desapareciendo. A mí siempre me dolía la espalda y, además, no teníamos dinero y la mayoría de nuestros amigos seguían con el buceo.
Monika dio otro trago. Casi podía esconderse tras el vaso de agua.
– Ahora, después de lo sucedido, he de admitir que me siento un poco decepcionada al ver qué pocos de ellos me han llamado. De pronto me di cuenta de lo solos que estábamos. -Pernilla miró a Monika y sonrió, casi con timidez-. Vamos, que lo que intento decirte es que me alegro de que nos hayamos conocido. De verdad que has sido de gran ayuda.
Monika intentaba asimilar qué era lo que estaba oyendo. Sospechaba que era por lo que había luchado todo el tiempo, y que ahora debería estar contenta, al tener por fin la prueba de haberlo conseguido. Pero entonces, ¿por qué se sentía como se sentía? Necesitaba irse a casa. A sus somníferos. Pero antes, debía pasarse por la clínica para dejar los análisis de Maj-Britt. Ahora que sabía que todos se habrían marchado, podía aventurarse a ir allí y analizar las muestras ella misma. Puesto que lo había prometido. Y uno debe cumplir lo que promete.
Se estremeció al oír el timbre del teléfono. Pernilla se levantó y se dirigió a la sala de estar. Monika se acercó sigilosa al fregadero y limpió el plato con un trozo de film transparente que había dentro.
Oyó que Pernilla contestaba al teléfono.
– Sí, ¿hola?
Ocultó la comida bajo un cartón de leche vacío.
– Bueno, es lo que cabía esperar, no sé qué esperas que diga exactamente.
La voz de Pernilla había adquirido un timbre acerado y luego guardó silencio un buen rato. Monika volvió a la mesa con el plato y usó el tenedor para borrar las huellas del film transparente. Entonces volvió a oírse la voz de Pernilla y sus palabras reavivaron en Monika un miedo que se abrió paso a través de su desconcierto.
– Sinceramente, me gustaría que no volvieras a llamarme más. Las cosas son como son, pero me parece que es mucho pedir que yo tenga que consolarte a ti.
Al parecer, la persona que llamaba la interrumpió, pero Pernilla continuó un par de segundos después.
– No, ya, pero ésa es la sensación que tengo. Adiós.
Se hizo el silencio, todo estaba en calma. El único que se negaba a adaptarse al sosiego reinante era el corazón de Monika. Entonces apareció Pernilla, que volvió a ocupar su asiento. En ese instante sonó el móvil de Monika. Se puso a buscarlo a tientas en el bolso que tenía a sus pies, no para contestar, sino para poner fin al irritante timbre. Echó una ojeada a la pantalla y vio que era Åse. Estuvo temblándole la mano hasta que logró rechazar la llamada. Notó que Pernilla la observaba, pero Monika le respondió antes de que pudiese formular la pregunta.
– Nada importante, mi madre, pero ya la llamaré luego.
Pernilla apartó el plato que tenía delante, aunque aún estaba casi lleno de comida.
– La que llamaba era la mujer que conducía el coche.
A Daniella se le cayó la galleta al suelo y Monika se agachó aliviada a recogerla, pues así se apartaba un segundo al menos de su vista.
– Vino por aquí otra vez un par de días después del accidente. Vino a pedir perdón, o algo así. -Pernilla resopló-. Llevaba encima tantas pastillas que no entendí bien lo que estaba pasando. Pensé mucho en ello después. Lamenté no haberla mandado a la mierda. ¿Cómo puede pensar que podré perdonarla?
De repente, Pernilla se hallaba al otro lado del túnel. Monika clavaba la mirada en su rostro, ahora rodeado por una envolvente masa de color gris oscuro. Cerró los ojos bien fuerte y volvió a abrirlos, para encontrarse con la misma visión. Y se preguntó por qué estaba abierto el grifo, quién había abierto el grifo, por qué rugía con tal fuerza.
– ¿Qué te pasa? ¿No te encuentras bien?
Respiraba con rapidez y de forma entrecortada.
– Sí, bueno, tengo que irme.
– Pero también he preparado un postre.
Monika se levantó de la silla.
– Tengo que irme.
Al levantarse, el túnel desapareció. El rugido del agua persistía, pero vio que el grifo estaba cerrado, así que el raudal de agua debía de proceder de otro lugar del apartamento.
Avanzó con paso vacilante hasta el vestíbulo, apoyándose en los marcos de las puertas y en las paredes. Pernilla iba detrás.
– ¿Estás bien?
– Sí, pero tengo que irme ya.
Se calzó las botas y se puso el abrigo. Pernilla sostenía su bolso en la mano y se lo tendió.
– Te llamaré mañana.
Monika no respondió, sino que abrió la puerta sin decir nada. Pensaba marcharse. Pernilla le había pedido que se quedase, pero ella pensaba marcharse. Vendría cualquier otro día, porque Pernilla era su amiga y estaba agradecida por su amistad, por todo lo que Monika había hecho por ella. No le había pedido que se fuera a la mierda, como habría querido hacer con Åse; al contrario, ellas dos eran amigas de verdad y en las amigas de verdad se puede confiar. Ellas no se mentían. Y estaban para lo bueno y para lo malo y siempre podías contar con ellas.
A Pernilla sólo le quedaba una amiga, y esa amiga era la honrada Monika Lundvall.
Si, por alguna razón, ella también la traicionase, Pernilla se quedaría completamente sola.
Maj-Britt estaba junto a la puerta del balcón, aguardando a que entrase Saba. Acababa de colarse por el hueco de la reja y se había perdido de vista por el césped.
Maj-Britt había empujado el sillón hasta la ventana y, los dos últimos días, había pasado allí la mayor parte del tiempo, aunque no había ocurrido nada emocionante. La doctora estuvo en casa de la viuda una vez. El mismo día que fue a visitar a Maj-Britt para efectuar su asqueroso reconocimiento, apareció de nuevo al anochecer, pero después no volvió a verla. Y tampoco había llamado con los resultados de las pruebas, aunque tanto daba, la única que los esperaba con impaciencia era Ellinor.
Maj-Britt, por su parte, vivía la tregua como algo agradable. Las pastillas que Ellinor le había dejado para el dolor se lo aliviaban y, mientras que no supiese nada, tampoco había nada ante lo que adoptar una postura. Se paseaba por el apartamento como siempre lo hizo, o se pasaba sentada un tiempo transido de silencio. La única diferencia era el dolor de espalda, y que ya no comía tanto. Y no eran sólo las náuseas las que se lo impedían, el impulso de llevarse algo a la boca se había atenuado; de repente, era capaz de resistirlo, aunque no comprendía bien por qué. Algo cambió cuando se atrevió a concluir todos aquellos razonamientos. Cuando se aproximó a recuerdos insufribles y admitió su naturaleza infame, dejó de necesitar esconderse de ellos. De huir. Dolían tanto como siempre intuyó que harían y, puesto que ya lo sabía, no podían asustarla como antes. Estaban perdiendo su poder.
Vio a Ellinor acercarse por el sendero. El día parecía frío, ella llevaba la barriga al aire entre el jersey y los pantalones y Maj-Britt meneó la cabeza displicente. La fina cazadora vaquera no podía ser abrigo suficiente para aquella estación, pero claro, todas aquellas pegatinas de movilizada conciencia que la adornaban tal vez pudiesen detener el peor vendaval. Vio que Saba atravesaba el césped con paso pesado y cansino para acudir a su encuentro y Ellinor miró hacia la puerta del balcón y la saludó con la mano. Maj-Britt le devolvió el saludo. Y sintió una oleada cálida en su interior.
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