Me hizo preguntas sobre lo que íbamos a hacer y le conté todo lo que pude, aunque de momento no tenía gran cosa en marcha. Le dije que la mujer a la que íbamos a ver se había quejado de mi artículo en el que había llamado asesino a su nieto. Esperaba encontrarla y decirle que trataría de refutar los cargos presentados si ella y su nieto accedían a cooperar conmigo. No le conté el verdadero plan; supuse que era lo bastante listo como para imaginárselo.
Lester asintió cuando terminé y circulamos el resto del camino en silencio. Llegamos a Rodia Gardens a eso de la una y el barrio estaba en calma. Todavía no habían terminado las clases en la escuela y el mercadeo de la droga no empezaba en serio hasta después de anochecer. Los camellos, drogadictos y pandilleros aún estaban durmiendo.
El complejo era un laberinto de viviendas de dos plantas pintadas en dos tonos: marrón y beis en la mayoría de los edificios, y lima y beis en el resto. No había arbustos ni árboles ante las casas, porque estos podrían usarse para esconder drogas y armas. En general, el lugar tenía el aspecto de una comunidad recién construida donde todavía no habían puesto los extras; solo tras una inspección más cercana quedaba claro que no había pintura reciente en las paredes y que los edificios no eran nuevos.
Encontramos la dirección que me había dado Braselton sin dificultad. Correspondía a la planta superior de un apartamento que hacía esquina, con la escalera en el lado derecho del edificio. Lester sacó una bolsa grande y pesada donde llevaba el material fotográfico y cerró el coche.
– No necesitarás todo eso si entramos -dije-. Si te deja sacarle una foto, tendrás que hacerlo rápido.
– No me importa no hacer ninguna foto, pero no pienso dejar el material en el coche.
– Entendido.
Cuando llegamos al primer piso, me fijé en que la puerta delantera del apartamento estaba abierta detrás de una puerta mosquitera con barrotes. Me acerqué y eché un vistazo a mi alrededor antes de llamar. No vi a nadie en ninguno de los aparcamientos y patios del complejo. Era como si el lugar estuviera completamente vacío.
Llamé.
– ¿Señora Sessums?
Esperé y enseguida oí una voz al otro lado de la puerta mosquitera. La reconocí de la llamada del viernes.
– ¿Quién es?
– Soy Jack Mc Evoy, del Times . Hablamos el viernes.
La puerta mosquitera lucía la suciedad de años de mugre y polvo incrustado. No veía el interior del apartamento.
– ¿Qué está haciendo aquí?
– He venido a hablar con usted, señora. El fin de semana he estado pensando mucho en lo que me dijo por teléfono.
– ¿Cómo demonios me ha encontrado?
Sabía por la cercanía de su voz que ahora estaba del otro lado de la mosquitera. Solo se adivinaba su silueta a través de la mugre.
– Porque sabía que fue aquí donde detuvieron a Alonzo.
– ¿Quién le acompaña?
– Es Sonny Lester, que trabaja conmigo en el periódico. Señora Sessums, he venido porque he pensado en lo que dijo y quiero revisar el caso de Alonzo. Si es inocente quiero ayudar a sacarlo.
Recalqué el «si».
– Por supuesto que es inocente. No ha hecho nada.
– ¿Podemos entrar y hablar? -dije con rapidez-. Quiero ver qué puedo hacer.
– Pueden pasar, pero no saque fotos, ¿eh? Nada de fotos.
La puerta mosquitera se abrió unos centímetros y yo cogí el pomo y la abrí un poco más. Inmediatamente calculé que la mujer del umbral era la abuela de Alonzo Winslow. Aparentaba unos sesenta años, con rastas teñidas de negro que mostraban canas en las raíces. Estaba delgada como un palo de escoba y vestía tejanos y jersey, aunque no era época de llevar jersey. El hecho de que se hubiera identificado como la madre al llamar el viernes era una curiosidad, pero nada importante. Tenía la sensación de que iba a descubrir que había sido una madre y una abuela para el chico.
Señaló un rincón donde había un sofá y una mesita de café. Había pilas de ropa doblada en casi todas las superficies y encima de estas trozos de papel con nombres escritos. Oí una lavadora o secadora en algún lugar del apartamento y supe que tenía un pequeño negocio en su vivienda de protección. Quizá por eso no quería fotógrafos.
– Aparte un poco de colada y siéntese. Cuénteme qué va a hacer por mi Zo -dijo la mujer.
Moví una pila de ropa doblada del sofá a una mesa lateral y me senté. Me fijé en que no había ni una sola prenda de color rojo. Las viviendas de Rodia estaban controladas por la banda callejera de los Crips y vestir de rojo -el color de los rivales Blood- podía resultar peligroso.
Lester se sentó a mi lado. Dejó la bolsa de la cámara en el suelo, entre sus pies, y guardó en ella la cámara que llevaba en la mano. Wanda Sessums se quedó de pie delante de nosotros. Subió un cesto de colada a la mesita de café y empezó a sacar y doblar ropa.
– Bueno, quiero revisar el caso de Zo -dije-. Si es inocente como dice, podré sacarlo.
Mantuve el condicional como un vendedor de coches. Me aseguré de no prometer nada que no pudiera cumplir.
– ¿Va a sacarlo así como así? El señor Meyer aún no ha conseguido fecha para ir al tribunal.
– ¿El señor Meyer es su abogado?
– Sí. De oficio. Es un abogado judío.
Lo dijo sin la menor traza de enemistad o prejuicio. Lo afirmó casi como si fuera motivo de orgullo que su nieto hubiera llegado a la categoría de tener un abogado judío.
– Bueno, hablaré con el señor Meyer de todo esto. En ocasiones, señora Sessums, el periódico puede conseguir lo que no puede lograr nadie más. Si yo le digo al mundo que Alonzo Winslow es inocente, entonces el mundo presta atención. Con los abogados no siempre ocurre así, porque ellos siempre dicen que sus clientes son inocentes, tanto si lo creen como si no. Son como el niño del cuento que grita que viene el lobo; lo dicen tanto que cuando de verdad tienen un cliente que es inocente, nadie les cree.
Me miró con expresión socarrona y pensé que o bien estaba confundida o pensaba que la estaban engañando. Traté de seguir adelante para que no se quedara pensando demasiado en lo que había dicho.
– Señora Sessums, si he de investigar esto, ha de llamar al señor Meyer y pedirle que coopere conmigo. Tendré que revisar el sumario del caso y todos los hallazgos.
– Hasta ahora no ha encontrado nada, aunque va por ahí diciendo a la gente que se calme, nada más.
– Me refiero al término legal. El estado, o sea el fiscal, ha de entregar toda la documentación y las pruebas a la defensa para que las vea. Tendré que revisarlo todo si he de trabajar para sacar a Alonzo.
La señora Sessums no parecía estar prestando atención a lo que le acababa de decir. Sacó lentamente la mano del cesto de ropa. Sostenía unas bragas de color rojo. Las apartó como si fueran la cola de una rata muerta.
– ¡Será idiota! Esta chica no sabe con quién está jugando. Escondiendo el rojo… Es tonta y media si cree que no le va a pasar nada.
Se acercó al rincón de la habitación, pisó el pedal de una papelera y echó la rata muerta dentro. Yo asentí con la cabeza como si lo aprobara y traté de volver a encarrilarme.
– Señora Sessums, ¿ha entendido lo que he dicho sobre los hallazgos? Voy a…
– Pero ¿cómo va a decir que mi Zo es inocente si saca la información de la pasma y mienten como la serpiente del árbol?
Tardé un momento en responder mientras consideraba su uso del lenguaje y la yuxtaposición de jerga de la calle y referencias religiosas.
– Voy a recopilar todos los hechos y haré mi propio juicio -dije-. Cuando escribí el artículo la semana pasada dije lo que comunicó la policía; ahora voy a descubrirlo por mí mismo. Si su Zo es inocente, lo sabré. Y lo escribiré. Cuando lo escriba, el artículo hará que salga de la cárcel.
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