Michael Connelly - La oscuridad de los sueños

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Jack McEvoy tiene los días contados como periodista de sucesos; sus momentos de gloria languidecen y su nombre se baraja en las listas de recortes previstos por Los Angeles Times. Sin embargo, guarda todavía un último cartucho: la redacción de la que pretende que sea la crónica criminal más impactante de su carrera.
Para ese propósito, elige a Alonzo Winslow, un drogadicto de dieciséis años encarcelado tras confesar la autoría del asesinato de una joven hallada estrangulada en el maletero de un coche. Jack quiere escribir acerca de la negligencia y la injusticia social que convirtieron a Winslow en un asesino. Al adentrarse en la historia, descubre que la confesión del chico es falsa y sospecha que es inocente. Tras vincular el asesinato del maletero de Los Ángeles con otro acontecido en Las Vegas, McEvoy se ve ante el reportaje más espectacular de su carrera desde que el Poeta se cruzara con él años atrás.
Una vieja amiga del pasado se une a la investigación; se trata de la agente del FBI, Rachel Walling. Juntos le pisarán los talones a un psicópata que lleva demasiado tiempo actuando a la sombra del radar del FBI y la policía.

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– Cierra la puerta, por favor -dijo Carver.

Stone obedeció. Carver volvió a las cámaras. Eligió la cámara situada sobre la zona de recepción y vio a Yolanda sentada en el mostrador. Geneva se había ido. Empezó a buscarla, saltando de cámara a cámara.

Capítulo 4

El gran treinta

C uando Sonny Lester y yo salimos del apartamento donde vivía Wanda Sessums, el barrio estaba vivo y activo. Habían terminado las clases en la escuela y los camellos y sus clientes se habían despertado. Los aparcamientos, patios y parterres quemados entre los edificios de apartamentos se estaban llenando de niños y adultos. El mercadeo de la droga en el barrio se hacía desde el vehículo, con una preparación elaborada que implicaba vigilancias y camellos de todas las edades que dirigían a los compradores a través de un laberinto de calles hasta un lugar de venta que cambiaba de manera constante durante el día. Los planificadores del Gobierno que diseñaron y construyeron el barrio no tenían ni idea de que estaban creando un entorno perfecto para el cáncer que de un modo u otro destruiría a la mayoría de sus habitantes.

Yo sabía todo eso porque había acompañado a brigadas de narcóticos del South Bureau en más de una ocasión para escribir mis actualizaciones semestrales sobre la guerra local contra la droga.

Al cruzar un parterre y aproximarnos al vehículo de empresa de Lester caminamos con la cabeza baja, con aire de ocuparnos únicamente de nuestros asuntos. Solo queríamos salir de allí. Hasta que casi habíamos llegado al coche no me fijé en el hombre joven que estaba apoyado en la puerta del conductor. Llevaba unas botas de trabajo desatadas, tejanos caídos que dejaban a la vista la mitad de sus calzoncillos bóxer azules y una camiseta blanca impoluta que casi brillaba al sol. Era el uniforme de la banda que imperaba en el barrio: los Crips.

– ¿Cómo va? -dijo el joven.

– Bien -dijo Lester-,volviendo al curro.

– ¿Sois de la pasma?

Lester rio como si fuera el mejor chiste que había oído en una semana.

– No, tío, somos del periódico.

Lester puso la cámara en el maletero sin inmutarse y luego rodeó el coche hasta la puerta donde estaba apoyado el joven. Este no se movió.

– Hemos de irnos, hermano. ¿Me dejas pasar?

Yo estaba al otro lado del coche, junto a mi puerta. Sentí que se me hacía un nudo en el estómago. Si iba a haber problemas, iba a ser ya. Vi a otros con el mismo uniforme de la banda en el lado en sombra del aparcamiento, listos para participar si los necesitaban. No me cabía duda de que todos llevaban armas o las tenían escondidas cerca.

El joven apoyado en nuestro coche no se movió. Cruzó los brazos y miró a Lester.

– ¿De qué estabas hablando con Ma arriba, hermano?

– De Alonzo Winslow -dije desde mi lado-. No creemos que matara a nadie y vamos a investigarlo.

El joven se apartó del coche para poder mirarme.

– ¿En serio?

Asentí.

– Estamos trabajando. Acabamos de empezar y por eso hemos venido a hablar con la señora Sessums.

– Entonces os ha hablado del impuesto.

– ¿Qué impuesto?

– Sí, ella paga un impuesto. Todos los que trabajan por aquí pagan un impuesto.

– ¿Ah sí?

– El impuesto de la calle, tío. Mira, cualquier tío de un periódico que venga aquí a hablar del empanado de Zo ha de pagar un impuesto de calle. Yo te lo puedo cobrar ahora.

Asentí.

– ¿Cuánto?

– Hoy son cincuenta dólares.

Lo pasaría a gastos y ya vería si Dorothy Fowler se ponía hecha una furia. Metí la mano en el bolsillo y saqué el dinero. Llevaba cincuenta y tres dólares y enseguida saqué dos de veinte y uno de diez.

– Toma -dije.

Caminé hacia la parte de atrás del coche y el joven se apartó de la puerta del conductor. Al pagarle, Lester entró y puso el coche en marcha.

– Hemos de irnos -dije al entregarle el dinero.

– Sí. Si vuelves el impuesto será el doble, gacetillero.

– Está bien. -Debería haberlo dejado ahí, pero no podía irme sin hacerle la pregunta obvia-. ¿No te importa que esté trabajando para sacar a Zo?

El joven levantó la mano y se frotó la mandíbula como si se lo estuviera pensando en serio.

Vi las letras PUTA tatuadas en los nudillos. Mi mirada fue a su otra mano, que colgaba a un costado. Vi POLI tatuado en los otros nudillos y obtuve la respuesta: puta poli. Con un sentimiento así expresado en las manos, no era de extrañar que extorsionara a aquellos que trataban de ayudar a un compañero de la banda. Allí cada uno iba a lo suyo.

El chico rio y se alejó sin responder. Lo que quería era que le viera las manos.

Me metí en el coche y Lester salió marcha atrás. Me volví y vi al joven que acababa de extorsionarnos cincuenta dólares haciendo el paso de los Crips. Se agachó y usó los billetes que acababa de darle para fingir que se limpiaba los zapatos, se enderezó e hizo el movimiento talón-punta, talón-punta que los Crips consideraban suyo. Sus compañeros pandilleros lo jalearon cuando se acercó a ellos.

No sentí que se me pasaba la tensión en el cuello hasta que llegamos a la 110 y nos dirigimos al norte. Entonces me olvidé de los cincuenta dólares y empecé a sentirme mejor al revisar lo que se había logrado en el viaje: Wanda Sessums había accedido a cooperar plenamente en la investigación del caso Denise Babbit-Alonzo Winslow. Saqué el móvil y llamé al abogado de oficio de Winslow, Jacob Meyer. Le dije que, como tutora del acusado, Sessums me estaba concediendo un acceso total a los documentos y pruebas relacionados con el caso. Meyer, aunque de mala gana, aceptó reunirse conmigo a la mañana siguiente entre vistas en el tribunal de menores del centro. En realidad no tenía alternativa. Le había dicho a Wanda que si Meyer no cooperaba, habría un montón de abogados privados que aceptarían defenderlo gratis una vez que supieran que habría titulares de prensa. La elección de Meyer estaba entre trabajar conmigo y conseguir un poco de atención de los medios o renunciar al caso.

Wanda Sessums también había accedido a llevarme al Sylmar Juvenile Hall para que pudiera entrevistar a su nieto. Mi plan consistía en usar el sumario del abogado de oficio para familiarizarme con la causa antes de hablar con Winslow. Sería la entrevista clave del artículo que iba a escribir. Quería saber todo lo que hubiera que saber antes de hablar con él.

En total había sido un buen viaje, al margen del arancel de cincuenta dólares. Ya estaba pensando en cómo iba a presentar el plan a Prendergast cuando Lester interrumpió mis pensamientos.

– Sé lo que estás haciendo -dijo.

– ¿Qué estoy haciendo?

– Puede que esa lavandera fuera demasiado tonta y que el abogado estuviera demasiado preocupado por los titulares para verlo, pero yo no.

– ¿De qué estás hablando?

– Llegas como el príncipe blanco que va a demostrar que el chico es inocente y lo va a liberar. Pero estás haciendo justo lo contrario, tío. Vas a usarlos para acceder al caso y sacar todos los detalles jugosos; luego escribirás un artículo sobre cómo un chico de dieciséis años se convierte en un asesino a sangre fría. Joder, poner en libertad a un hombre inocente es un tópico periodístico hoy en día, pero ¿meterte en la mente de un joven asesino de esta manera? Contar cómo la sociedad deja que ocurran estas cosas. Eso es territorio Pulitzer, hermano.

Al principio no dije nada. Lester me había dejado helado. Preparé una defensa y respondí.

– Lo único que le he prometido es que investigaría el caso. Nada más.

– Claro, claro. La estás usando porque es demasiado ignorante para saberlo. El chico probablemente sea igual de estúpido. Y todos sabemos que el abogado cambiará al cliente por los titulares. De verdad crees que vas a llevarte el premio gordo con este, ¿eh?

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