Michael Connelly - La oscuridad de los sueños

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Jack McEvoy tiene los días contados como periodista de sucesos; sus momentos de gloria languidecen y su nombre se baraja en las listas de recortes previstos por Los Angeles Times. Sin embargo, guarda todavía un último cartucho: la redacción de la que pretende que sea la crónica criminal más impactante de su carrera.
Para ese propósito, elige a Alonzo Winslow, un drogadicto de dieciséis años encarcelado tras confesar la autoría del asesinato de una joven hallada estrangulada en el maletero de un coche. Jack quiere escribir acerca de la negligencia y la injusticia social que convirtieron a Winslow en un asesino. Al adentrarse en la historia, descubre que la confesión del chico es falsa y sospecha que es inocente. Tras vincular el asesinato del maletero de Los Ángeles con otro acontecido en Las Vegas, McEvoy se ve ante el reportaje más espectacular de su carrera desde que el Poeta se cruzara con él años atrás.
Una vieja amiga del pasado se une a la investigación; se trata de la agente del FBI, Rachel Walling. Juntos le pisarán los talones a un psicópata que lleva demasiado tiempo actuando a la sombra del radar del FBI y la policía.

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– En fin, todavía tengo algo de tiempo. Tal vez encuentre algo bueno de verdad para terminar a lo grande.

Fowler sonrió de buena gana.

– ¡Eso sería genial!

– ¿Ha pasado algo hoy que tú sepas?

– Nada importante -dijo Dorothy-. He visto que el jefe de policía se va a reunir otra vez con líderes negros para hablar de los crímenes raciales. Pero ya estamos hartos de eso.

– Voy a llevar a Angela al Parker Center, a ver si encontramos algo.

– Bien.

Al cabo de unos minutos, Angela Cook y yo volvimos a llenarnos las tazas de café y ocupamos una mesa en la cafetería situada en la planta baja, en el espacio donde las viejas rotativas habían girado durante muchas décadas antes de que empezaran a imprimir el diario fuera. La conversación con Angela era encorsetada. La había conocido seis meses antes, cuando la contrataron y Fowler fue pasando por los cubículos a presentarla. Pero desde entonces no había trabajado con ella en ningún artículo, no había comido ni tomado café con ella, ni la había visto en ninguno de los bares favoritos de los veteranos de la redacción.

– ¿De dónde eres, Angela?

– De Tampa. Fui a la Universidad de Florida.

– Buena escuela. ¿Periodismo?

– Hice el máster allí, sí.

– ¿Has hecho reportaje policial?

– Antes de volver de mi máster trabajé dos años en St. Pete. Pasé un año en Sucesos.

Tomé un poco de café, pues lo necesitaba. Tenía el estómago vacío, porque no había podido retener nada en las últimas veinticuatro horas.

– ¿St. Petersburg? ¿De qué estamos hablando, de unas pocas docenas de crímenes al año?

– Con suerte.

Angela sonrió con ironía. Un buen reportero de crímenes siempre codiciaba un buen asesinato del que escribir. La buena suerte del periodista era la mala de alguien.

– Bueno -dije-, aquí si estamos por debajo de los cuatrocientos puede considerarse un buen año. Muy bueno. Los Ángeles es el sitio donde hay que estar si quieres trabajar en Sucesos; si quieres contar historias de asesinatos. Si solo estás haciendo tiempo hasta que surja el siguiente ascenso, probablemente no te gustará.

Angela negó con la cabeza.

– No me preocupa el siguiente ascenso; esto es lo que quiero. Quiero escribir historias de asesinatos, quiero escribir libros sobre esto.

Sonaba sincera, como si fuera yo mucho tiempo atrás.

– Bien -dije-. Voy a llevarte al Parker Center para que conozcas a alguna gente: detectives, sobre todo. Te ayudarán, pero solo si confían en ti. Si no lo hacen, lo único que conseguirás serán comunicados de prensa.

– ¿Y eso cómo se logra, Jack? Que confíen en mí.

– Ya sabes cómo: escribe artículos y sé justa, precisa. Sabes lo que has de hacer; la confianza se construye sobre los hechos. Lo que has de recordar es que los polis de esta ciudad tienen una red asombrosa. La fama de un periodista se extiende deprisa. Si eres justa, todos se enterarán. Si jodes a uno de ellos, también, y entonces te cortarán el acceso.

Parecía avergonzada por mi lenguaje. Tendría que acostumbrarse, si iba a tratar con policías.

– Hay otra cosa -dije-. Tienen una nobleza oculta; me refiero a los buenos. Y si puedes meter eso en tus artículos, con el tiempo te los ganarás. Así que fíjate en los detalles reveladores, en los pequeños momentos de nobleza.

– Vale, Jack. Lo haré.

– Entonces te irá bien.

M ientras hacíamos las rondas y las presentaciones en la comisaría central del Parker Center, dimos con la pequeña noticia de un asesinato sin resolver en la unidad de Casos Abiertos. Habían resuelto un suceso de violación y asesinato de veinticinco años atrás después de que el ADN hallado en el cuerpo de la víctima en 1989 fuera desenterrado de los archivos de pruebas y pasado por el banco de datos de delitos sexuales del Departamento de Justicia. El ADN pertenecía a un hombre que en ese momento cumplía condena en Pelican Bay por intento de violación. Los investigadores de Casos Abiertos presentarían cargos contra el reo antes de que este tuviera ocasión de solicitar la libertad condicional. No era una noticia espectacular, porque el villano ya estaba entre rejas, pero merecía doscientas palabras. A la gente le gustaba leer historias que reforzaran la idea de que los malos no siempre quedaban impunes. Sobre todo en una situación de crisis económica, cuando ser cínico resulta muy fácil.

Al volver a la redacción, le pedí a Angela que escribiera -sería su primer artículo en el puesto- mientras yo trataba de localizar a Wanda Sessums, quien me había llamado airada el viernes anterior.

Como no había registro de su llamada en la centralita del Times y una rápida comprobación en información telefónica no había revelado ningún número de Wanda Sessums en la zona de Los Ángeles, decidí contactar con el detective Gilbert Walker del Departamento de Policía de Santa Mónica. Era el investigador jefe en el caso que desembocó en la detención de Alonzo Winslow por el asesinato de Denise Babbit. Supongo que podía decirse que era una llamada sin red. No tenía relación con Walker, porque su departamento no aparecía muy a menudo en el radar de noticias. Santa Mónica, una localidad de playa relativamente segura situada entre Venice y Malibú, sufría un problema acuciante con los sin techo, pero en ella se registraban muy pocos homicidios. El departamento de policía solo investigaba unos pocos casos al año y la mayoría de ellos no eran noticiables. Con mucha frecuencia se trataba de abandono de cadáveres como el de Denise Babbit. El crimen ocurría en algún otro sitio, por ejemplo en la zona sur de Los Ángeles, y a los policías de playa les tocaba hacer limpieza.

Walker estaba sentado a su mesa cuando llamé. Su voz sonó bastante amable hasta que me identifiqué como periodista del Times : al momento se tornó distante. Ocurría con frecuencia; había pasado siete años en el puesto y muchos policías de varios departamentos se contaban entre mis fuentes e incluso entre mis amigos. Si algún día me veía en un brete, sabría a quién acudir. Pero en ocasiones no puedes elegir a quién recurrir; nunca puedes tenerlos a todos de tu parte. Los medios y la policía nunca se han llevado bien. Los primeros se ven a sí mismos como vigilantes públicos y a nadie, policías incluidos, le gusta tener a otra persona mirando por encima del hombro. Entre las dos instituciones se abría una grieta por donde la confianza había caído mucho antes de que yo llegara. Y eso complicaba las cosas para el periodista de sucesos que solo necesita unos pocos datos para completar un artículo.

– ¿Qué puedo hacer por usted? -dijo Walker con tono tajante.

– Estoy tratando de localizar a la madre de Alonzo Winslow y me preguntaba si podría ayudarme.

– ¿Y quién es Alonzo Winslow?

Iba a decir, «venga, detective», cuando me di cuenta de que se suponía que yo no debía conocer la identidad del sospechoso. Había leyes que impedían la publicación de nombres de menores acusados de crímenes.

– Su sospechoso en el caso Babbit.

– ¿Cómo conoce ese nombre? Y no lo estoy confirmando.

– Lo entiendo, detective. No le estoy pidiendo que confirme el nombre; lo conozco. Su madre me llamó el viernes y me lo dio. El problema es que no me dejó su teléfono y solo estaba tratando de hablar con ella…

– Que pase un buen día -dijo Walker, interrumpiéndome y colgando el teléfono.

Me recosté en la silla de mi escritorio, tomando nota de que necesitaba decirle a Angela Cook que la nobleza que había mencionado antes no se aplicaba a todos los policías.

– Capullo -dije en voz alta.

Tamborileé con los dedos en el escritorio hasta que se me ocurrió un nuevo plan, el que tendría que haber usado desde el principio.

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