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Michael Connelly: La oscuridad de los sueños

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Michael Connelly La oscuridad de los sueños

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Jack McEvoy tiene los días contados como periodista de sucesos; sus momentos de gloria languidecen y su nombre se baraja en las listas de recortes previstos por Los Angeles Times. Sin embargo, guarda todavía un último cartucho: la redacción de la que pretende que sea la crónica criminal más impactante de su carrera. Para ese propósito, elige a Alonzo Winslow, un drogadicto de dieciséis años encarcelado tras confesar la autoría del asesinato de una joven hallada estrangulada en el maletero de un coche. Jack quiere escribir acerca de la negligencia y la injusticia social que convirtieron a Winslow en un asesino. Al adentrarse en la historia, descubre que la confesión del chico es falsa y sospecha que es inocente. Tras vincular el asesinato del maletero de Los Ángeles con otro acontecido en Las Vegas, McEvoy se ve ante el reportaje más espectacular de su carrera desde que el Poeta se cruzara con él años atrás. Una vieja amiga del pasado se une a la investigación; se trata de la agente del FBI, Rachel Walling. Juntos le pisarán los talones a un psicópata que lleva demasiado tiempo actuando a la sombra del radar del FBI y la policía.

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No sabía si se estaba refiriendo al asesinato o a la confesión, pero no importaba: tenía que cortarla. Miré la pantalla y vi que me esperaban seis mensajes de correo electrónico. Todos habían llegado desde que había salido de la oficina de Kramer. Los buitres digitales estaban volando en círculos. Quería terminar con la llamada y pasarle eso y todo lo demás a Angela Cook, cederle a ella el trato con la gente loca y desinformada que llamaba, dejárselo todo.

– Vale, señora Winslow, voy a…

– Es Sessums, ¡se lo he dicho! ¿Ve como se equivoca todo el tiempo?

En eso me había pillado. Me concedí un momento de pausa antes de hablar.

– Lo siento, señora Sessums. He tomado unas notas y lo miraré, y si hay algo de lo que pueda escribir, no le quepa duda de que la llamaré. Entretanto, le deseo suerte y…

– No lo hará.

– ¿No haré qué?

– No me llamará.

– Le he dicho que la llamaré si…

– ¡Ni siquiera me ha preguntado el número! No le importa. Es tan hijoputa como los demás, y mi chico va a ir a la cárcel por algo que no hizo.

Me colgó y me quedé sentado inmóvil un momento, pensando en lo que había dicho de mí; luego volví a arrojar la sección metropolitana a la pila. Miré la libreta que tenía delante de mi teclado. No había tomado notas y esa mujer supuestamente ignorante también me había pillado en eso.

Me recosté en la silla y estudié el contenido de mi cubículo: un escritorio, un ordenador, un teléfono y dos estantes llenos de archivos, libretas y periódicos. Y un diccionario encuadernado en cuero rojo tan viejo y usado que el nombre «Webster» se había borrado del lomo. Mi madre me lo había regalado cuando le había dicho que quería ser escritor.

Era lo único que me quedaría después de veinte años en el periodismo. Lo único con algún significado que iba a llevarme al cabo de dos semanas sería ese diccionario.

– Hola, Jack.

Regresé de mi ensueño para levantar la mirada y ver el encantador rostro de Angela Cook. No la conocía, pero había oído hablar de ella: una recién contratada de una facultad de prestigio. Era lo que llamaban una «periodista móvil», por su destreza para informar desde el terreno valiéndose de cualquier medio electrónico. Podía enviar texto y fotos para la web o el periódico, o vídeo y audio para las emisoras de televisión y de radio. Poseía la preparación necesaria para hacerlo todo, pero en la práctica estaba muy verde. Probablemente iban a pagarle quinientos dólares a la semana menos que a mí y, considerando la presente situación económica del periódico, eso le daba más valor desde el punto de vista empresarial. No importaban los artículos que se perderían porque le faltaban fuentes; daba igual cuántas veces la engañarían y manipularían los jefes de la policía, que reconocían una oportunidad en cuanto la veían.

Probablemente tampoco duraría mucho. Conseguiría unos años de experiencia, firmaría unos cuantos artículos decentes y progresaría a cosas mayores, algo relacionado con el derecho o con la política, quizás un trabajo en la tele. Pero Larry Bernard tenía razón: era una belleza de pelo rubio, ojos verdes y labios gruesos. A los polis les encantaría verla en sus comisarías. No tardarían ni una semana en olvidarse de mí.

– Hola, Angela.

– El señor Kramer me ha dicho que viniera.

Estaban actuando deprisa. Me habían dado la rosa hacía menos de quince minutos y mi sustituta ya estaba llamando a la puerta.

– ¿Sabes qué? -dije-. Es viernes por la tarde, Angela, y acaban de echarme. Así que no empecemos con esto ahora. Mejor lo dejamos para el lunes por la mañana.

– Sí, claro. Y, eh, lo siento.

– Gracias, Angela, pero no pasa nada. Creo que al final será lo mejor para mí. Pero si estás apenada, puedes venir esta noche al Short Stop y me invitas a una copa.

Angela me sonrió y se avergonzó, porque tanto ella como yo sabíamos que eso no iba a ocurrir. La nueva generación no se mezclaba con la vieja, ni dentro ni fuera de la redacción. Y menos conmigo. Yo era historia y ella no tenía ni tiempo ni interés de relacionarse con las filas de los caídos. Ir al Short Stop esa noche sería como visitar una leprosería.

– Bueno, quizás en otra ocasión -dije con rapidez-. Te veré el lunes, ¿vale?

– El lunes por la mañana. Y yo pagaré el café.

Sonrió, y me di cuenta de que era ella la que debería seguir el consejo de Kramer y probar suerte en televisión.

Se volvió para marcharse.

– Ah, Angela.

– ¿Qué?

– No lo llames señor Kramer. Esto es una redacción, no un bufete de abogados. Y la mayoría de los jefes no merecen que los llames señor. Recuerda eso y te irá bien aquí.

Sonrió otra vez y me dejó solo. Acerqué mi silla al ordenador y abrí un documento nuevo. Tenía que poner en marcha un artículo sobre un asesinato antes de poder salir de la redacción e ir a ahogar mis penas en vino tinto.

P ero otros tres periodistas se presentaron a mi velatorio. Larry Bernard y dos tipos de la sección de Deportes que seguramente habrían ido igualmente al Short Stop tanto si estaba yo allí como si no. Si Angela Cook hubiera aparecido me habría resultado embarazoso.

El Short Stop estaba en Sunset Boulevard, en Echo Park. Eso lo dejaba cerca del Dodger Stadium, de modo que cabía presumir que tomaba su nombre de la posición de jugador de béisbol. También se hallaba cerca de la Academia de Policía de Los Ángeles, lo cual lo había convertido en un bar de polis en sus primeros años. Era uno de esos locales que aparecían en las novelas de Joseph Wambaugh, donde iban los polis a estar con los de su propia clase y con aquellos que no los juzgaban. Pero esos días habían pasado hacía mucho: Echo Park estaba cambiando. Estaba llegando la moda de Hollywood y los nuevos profesionales que se mudaron al barrio fueron echando a los polis del Short Stop. Subieron los precios y los maderos encontraron otros garitos. La parafernalia policial todavía colgaba de las paredes, pero cualquier agente que acudiera allí en la actualidad simplemente estaba desinformado.

Aun así, me gustaba el local porque estaba cerca del centro y me pillaba de camino a mi casa de Hollywood.

Era temprano y pudimos escoger sitio en la barra. Elegimos los cuatro taburetes que quedaban delante de la tele; yo, luego Larry y a su lado Shelton y Romano, los dos tipos de Deportes. No los conocía muy bien, así que me convenía que Larry se sentara entre nosotros. Pasaron la mayor parte del tiempo hablando de un rumor según el cual iban a cambiar los destinos de todos los periodistas de Deportes. Tenían la esperanza de que les tocara un trozo del pastel de los Dodgers o de los Lakers; esos eran los puestos más envidiados del periódico, a los que seguían a escasa distancia ocuparse del equipo de fútbol americano de la USC o del de baloncesto de la UCLA. Los dos eran buenos escritores, como debían serlo los periodistas deportivos. El arte de escribir esa clase de noticias siempre me había asombrado. Nueve de cada diez veces el lector ya conoce el resultado de tu artículo antes de leerlo; sabe quién ganó, probablemente incluso vio el partido. Pero lo lee de todas formas y has de encontrar una forma de escribir con una perspectiva y un punto de vista que le dé frescura.

Me gustaba ocuparme de los sucesos policiales, porque normalmente les contaba a los lectores una historia que desconocían. Escribía sobre las cosas malas que pueden ocurrir, la vida in extremis, el submundo que la gente sentada a sus mesas de desayuno con sus tostadas y sus cafés nunca ha experimentado pero quiere conocer. Me daba energía, me hacía sentir como un príncipe en la ciudad cuando conducía hacia casa de noche.

Y sabía cuando me senté allí cortejando una copa de vino tinto barato que eso sería lo que más echaría de menos en el trabajo.

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