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Michael Connelly: La oscuridad de los sueños

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Michael Connelly La oscuridad de los sueños

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Jack McEvoy tiene los días contados como periodista de sucesos; sus momentos de gloria languidecen y su nombre se baraja en las listas de recortes previstos por Los Angeles Times. Sin embargo, guarda todavía un último cartucho: la redacción de la que pretende que sea la crónica criminal más impactante de su carrera. Para ese propósito, elige a Alonzo Winslow, un drogadicto de dieciséis años encarcelado tras confesar la autoría del asesinato de una joven hallada estrangulada en el maletero de un coche. Jack quiere escribir acerca de la negligencia y la injusticia social que convirtieron a Winslow en un asesino. Al adentrarse en la historia, descubre que la confesión del chico es falsa y sospecha que es inocente. Tras vincular el asesinato del maletero de Los Ángeles con otro acontecido en Las Vegas, McEvoy se ve ante el reportaje más espectacular de su carrera desde que el Poeta se cruzara con él años atrás. Una vieja amiga del pasado se une a la investigación; se trata de la agente del FBI, Rachel Walling. Juntos le pisarán los talones a un psicópata que lleva demasiado tiempo actuando a la sombra del radar del FBI y la policía.

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Su blog se actualizaba casi a diario y en la redacción todos lo leían en secreto y con avidez. No estaba seguro de que le importara a la mayor parte del mundo que habitaba detrás de las gruesas paredes del edificio de Spring Street. El Times iba por el mismo camino que el conjunto del periodismo, y eso no era noticia. Incluso en el glorioso New York Times se sentían los apuros causados por el cambio a una sociedad que buscaba en Internet noticias y publicidad. Lo que escribía Goodwill y aquello por lo que me estaba llamando no significaba mucho más que un reordenamiento de sillas en la cubierta del Titanic .

Y al cabo de otras dos semanas tampoco me importaría a mí. Yo ya estaba pasando página y pensando en la novela empezada de manera un poco tosca que tenía en mi ordenador. Iba a ponerme con ella en cuanto llegara a casa. Sabía que podía exprimir mis ahorros durante al menos seis meses y después, si lo necesitaba, podría vivir de una hipoteca inversa; es decir, del valor que le quedara a la casa después de la reciente caída de precios. También podía cambiarme el coche por uno más pequeño y ahorrar gasolina comprando una de esas latas de sardinas híbridas que llevaba todo el mundo en la ciudad.

Ya estaba empezando a contemplar mi despido como una oportunidad. En lo más hondo, todo periodista desea ser novelista: es la diferencia entre el arte y el oficio. Todo escritor quiere que lo consideren un artista, y yo iba a intentarlo. La media novela que tenía esperando en casa -la trama de la cual ni siquiera podía recordar del todo- era mi trampolín.

– ¿Te vas hoy? -preguntó Goodwin.

– No, tengo un par de semanas si preparo a mi sustituta. He accedido.

– Joder, qué gente más noble. ¿Ya no le dejan a nadie mantener la dignidad?

– Mira, es mejor que irse hoy con una caja de cartón. Dos semanas de paga son dos semanas de paga.

– Pero ¿te parece justo? ¿Cuánto tiempo llevas ahí? Seis, siete años, ¿y te dan dos semanas?

Estaba tratando de sonsacarme una cita jugosa. Yo era periodista y sabía cómo funcionaba. Goodwin quería un comentario iracundo que pudiera poner en el blog, pero yo no iba a morder el anzuelo. Le dije que no tenía más comentarios para el Ataúd de Terciopelo, al menos hasta que me marchara definitivamente. No le satisfizo la respuesta y trató de sacarme un comentario hasta que oí el pitido de llamada en espera. Miré el identificador de llamada y vi XXXXX en la pantalla. Eso significaba que la llamada venía de la centralita y no de alguien que tuviera mi número directo. Lorene, la telefonista de la redacción a la que veía de servicio en la cabina, podría haber dicho que estaba comunicando, así que su decisión de poner la llamada en espera en lugar de anotar el mensaje solo podía significar que quien llamaba la había convencido de que se trataba de algo importante.

Corté a Goodwin.

– Mira, Don, no voy a hacer comentarios y he de colgar. Tengo otra llamada.

Pulsé el botón antes de que él hiciera un tercer intento para que comentara mi situación laboral.

– Soy Jack Mc Evoy -dije después de colgar.

Silencio.

– Hola, soy Jack Mc Evoy. ¿En qué puedo ayudarle?

Llámenme tendencioso, pero inmediatamente identifiqué a la persona que llamaba como mujer, negra y sin educación.

– ¿Mc Evoy? ¿Cuándo va a decir la verdad, Mc Evoy?

– ¿Quién es?

– Está contando mentiras en su periódico, Mc Evoy.

«Ojalá fuera mi periódico», pensé.

– Señora, si quiere decirme quién es y cuál es su queja, la escucharé, de lo contrario voy a…

– Ahora dicen que Mizo es adulto, ¿de qué coño van? No ha matado a ninguna puta.

Inmediatamente supe que era una de esas llamadas que están de parte del inocente: una madre o novia que tenía que decirme lo equivocado que estaba mi artículo. Las recibía siempre, pero no lo haría durante mucho tiempo más. Me resigné a manejarla de la manera más rápida y educada posible.

– ¿Quién es Mizo?

– Zo. Mi Zo. Mi hijo Alonzo. No es culpable de nada y no es adulto.

Sabía que eso era lo que iba a decir. Nunca son culpables. Nadie te llama para decirte que tienes razón o que la policía la tiene y que su marido o su novio es culpable de las acusaciones. Nadie te llama desde la prisión para reconocer que lo hizo: todo el mundo es inocente. Lo único que no entendía de la llamada era el nombre. No había escrito ni una línea sobre alguien que se llamara Alonzo; lo recordaría.

– Señora, ¿no se equivoca de persona? Creo que no he escrito nada sobre Alonzo.

– Y tanto que sí, sale su nombre. Dijo que la metió en el maletero y eso es una mentira asquerosa.

Entonces lo comprendí. La víctima hallada en el maletero de un coche la semana anterior. Era un breve de ciento cincuenta palabras, porque a nadie de la sección le había interesado demasiado. Camello menor de edad estrangula a una de sus clientas y mete el cadáver en el maletero del coche de la propia víctima. Era un crimen de negro contra blanca, pero en la sección siguió sin importar nada porque la víctima era una drogadicta. El periódico la marginaba a ella tanto como a su asesino. Si te vas a South L.A. a comprar heroína o crack y pasa lo que pasa, no conseguirás que la Dama Gris de la calle Spring -como llamamos al periódico entre nosotros- se compadezca; no hay mucho espacio para eso en el periódico. Una columna de quince centímetros en el interior es lo que vales y lo que consigues.

Me di cuenta de que no conocía el nombre de Alonzo, porque para empezar nunca me lo habían dado. El sospechoso tenía dieciséis años y la policía no proporcionaba la identidad de los menores detenidos.

Pasé las pilas de periódicos que tenía a la derecha de mi mesa hasta que encontré la sección metropolitana de hacía dos martes. La abrí por la página cuatro y eché un vistazo al artículo. No era lo bastante grande para ir firmado bajo el título, pero la redacción había puesto mi nombre al pie. De lo contrario, no habría recibido la llamada. Qué suerte la mía.

– Alonzo es su hijo -dije-. Y lo detuvieron hace dos domingos por el asesinato de Denise Babbit, ¿es correcto?

– Le he dicho que es una puta mentira.

– Sí, pero es el artículo del que está hablando, ¿no?

– Sí. ¿Cuándo va a contar la verdad?

– La verdad es que su hijo es inocente.

– Eso es. Se ha equivocado y ahora dicen que lo van a juzgar como a un adulto, aunque solo tiene dieciséis años. ¿Cómo pueden hacerle eso a un crío?

– ¿Cuál es el apellido de Alonzo?

– Winslow.

– Alonzo Winslow. ¿Y usted es la señora Winslow?

– No -dijo con indignación-. No va a poner mi nombre en el periódico junto a un montón de mentiras.

– No, señora. Solo quiero saber con quién estoy hablando.

– Wanda Sessums. No quiero mi nombre en ningún periódico, solo que escriba la verdad. Ha arruinado su reputación al llamarlo asesino.

«Reputación» era una palabra que disparaba las alarmas cuando se trataba de reparar errores cometidos por un periódico, pero casi me reí al examinar el artículo que había escrito.

– Dije que lo detuvieron por el asesinato, señora Sessums. Eso no es mentira; es cierto.

– Lo detuvieron, pero él no lo hizo. El chico no haría daño a una mosca.

– La policía dice que tiene antecedentes desde los doce años por vender droga. ¿Eso también es mentira?

– Anda por las esquinas, sí, pero eso no significa que haya matado a alguien. Se lo van a endilgar y usted les sigue la corriente con los ojos bien cerrados.

– La policía dijo que confesó que mató a la mujer y metió su cadáver en el maletero.

– Es una mentira de mierda. No hizo eso.

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