Michael Connelly - La oscuridad de los sueños

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Jack McEvoy tiene los días contados como periodista de sucesos; sus momentos de gloria languidecen y su nombre se baraja en las listas de recortes previstos por Los Angeles Times. Sin embargo, guarda todavía un último cartucho: la redacción de la que pretende que sea la crónica criminal más impactante de su carrera.
Para ese propósito, elige a Alonzo Winslow, un drogadicto de dieciséis años encarcelado tras confesar la autoría del asesinato de una joven hallada estrangulada en el maletero de un coche. Jack quiere escribir acerca de la negligencia y la injusticia social que convirtieron a Winslow en un asesino. Al adentrarse en la historia, descubre que la confesión del chico es falsa y sospecha que es inocente. Tras vincular el asesinato del maletero de Los Ángeles con otro acontecido en Las Vegas, McEvoy se ve ante el reportaje más espectacular de su carrera desde que el Poeta se cruzara con él años atrás.
Una vieja amiga del pasado se une a la investigación; se trata de la agente del FBI, Rachel Walling. Juntos le pisarán los talones a un psicópata que lleva demasiado tiempo actuando a la sombra del radar del FBI y la policía.

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Rachel y yo asentimos con la cabeza al unísono. Pero sabíamos algo que Carver o bien no sabía o estaba encubriendo de manera experta. Alguien allí se había metido en los datos del cliente. Un asesino había acosado a su presa en los campos digitales de la granja.

– ¿Qué pasó con el chico que trabajaba ahí? -le pregunté, señalando con el pulgar en la dirección de la sala exterior-. Creo que han dicho que se llamaba Fred. Parece que se ha ido y sus cosas están en una caja. ¿Por qué se ha ido sin recoger sus pertenencias?

Carver dudó antes de contestar. Me di cuenta de que estaba siendo cauteloso.

– Así es, señor Mc Evoy. No ha recogido sus pertenencias todavía. Pero lo hará, y por eso se las hemos puesto en una caja.

Me di cuenta de que todavía me trataba de señor Mc Evoy, mientras que a Rachel ya la llamaba por el nombre.

– Bueno, ¿lo han despedido? ¿Qué hizo?

– No, no lo han despedido. Renunció por razones desconocidas. El viernes por la noche, en lugar de presentarse a trabajar me envió un mail diciendo que dimitía para dedicarse a otras cosas. Eso es todo. Estos chicos jóvenes tienen muchas ofertas. Supongo que Freddy fue atraído por un competidor. Pagamos bien aquí, pero siempre puede haber alguien que pague mejor.

Asentí con la cabeza como si estuviera completamente de acuerdo, pero estaba pensando en el contenido de la caja y añadiendo información nueva. El FBI se presenta a hacer una visita y pregunta sobre la página web asesinodelmaletero el viernes y Freddy se va sin ni siquiera volver a por su iPod.

¿Y qué ocurría con Mc Ginnis? Estaba a punto de preguntarle si su desaparición podría estar relacionada con la abrupta partida de Freddy, pero me interrumpió el timbre de la puerta de seguridad. La pantalla de debajo del escritorio de cristal de Carver cambió automáticamente a la puerta de seguridad y vi que Yolanda Chávez volvía a recogernos. Rachel se inclinó hacia delante y de manera inadvertida puso una nota de urgencia en su pregunta.

– ¿Cuál es el apellido de Freddy?

Como si tuvieran un espacio de separación prescrito entre ellos, Carver se echó hacia atrás una distancia igual al avance de Rachel. Ella todavía estaba actuando como un agente, haciendo preguntas directas y esperando respuestas, porque para algo era del FBI.

– ¿Por qué quiere saber su apellido? Ya no trabaja aquí.

– No lo sé. Solo…

Rachel estaba acorralada. No había una buena respuesta a la pregunta, al menos desde el punto de vista de Carver. Esa simple pregunta bastaba para arrojar sospechas sobre nuestros motivos. Pero tuvimos suerte cuando Chávez asomó la cabeza por la puerta.

– Bueno, ¿cómo va por aquí? -preguntó.

Carver mantuvo su mirada en Rachel.

– Va bien -dijo-. ¿Hay alguna otra pregunta que pueda contestar?

Todavía dando marcha atrás, Rachel me miró y yo negué con la cabeza.

– Creo que he visto todo lo que necesito ver -respondí-. Agradezco la información y la visita.

– Sí, gracias -dijo Rachel-. Su complejo es muy impresionante.

– En ese caso los llevaré de nuevo a la superficie y pueden ver a un representante de cuentas si lo desean.

Rachel se levantó y se volvió hacia la puerta. Yo aparté la silla y me levanté. Le di las gracias a Carver otra vez y me estiré sobre la mesa para darle la mano.

– Encantado de conocerle, Jack -dijo-. Espero volver a verle.

Asentí con la cabeza. Había ascendido a la categoría del nombre de pila.

– Yo también.

El coche estaba tan caliente como un horno cuando regresamos a él. Rápidamente giré la llave, puse el aire acondicionado al máximo y bajé la ventanilla hasta que el coche comenzó a enfriarse.

– ¿Qué te parece? -le pregunté a Rachel.

– Primero salgamos de aquí -contestó ella.

– Está bien.

El volante me quemaba las manos. Utilizando solo el pulpejo de la mano izquierda salí marcha atrás. Pero no conduje directamente hacia la salida, sino que fui hasta la esquina del aparcamiento e hice un cambio de sentido en la parte posterior del edificio de Western Data.

– ¿Qué estás haciendo? -preguntó Rachel.

– Solo quería ver qué hay allí atrás. Se nos permite. Somos posibles clientes, ¿recuerdas?

Al dar la vuelta y enfilar hacia la salida, atisbé la parte posterior del edificio. Más cámaras. Y había una puerta de salida y un banco debajo de un pequeño toldo. A cada lado había un cenicero de arena, y allí, sentado en un banco, estaba el ingeniero de servidor Mizzou, fumando un cigarrillo.

– El porche de los fumadores -dijo Rachel-. ¿Satisfecho?

Saludé con la mano a Mizzou a través de la ventana abierta y él me saludó con la cabeza. Nos dirigimos hacia la puerta.

– Creía que estaba trabajando en la sala de servidores. Lo vi en la pantalla de Carver.

– Bueno, cuando la adicción llama…

– Pero ¿te imaginas tener que salir ahí en pleno verano solo para fumar? Te freirías, hasta con ese toldo.

– Supongo que para eso hacen la crema solar de protección total.

Cerré la ventana en cuanto estuvimos en la calle. Cuando ya no estábamos a la vista de Western Data pensé que ya era seguro repetir mi pregunta.

– Entonces, ¿qué opinas?

– Opino que casi la cago. A lo mejor lo he hecho.

– ¿Te refieres al final? Creo que no pasa nada. Nos ha salvado Chávez. Solo has de recordar que ya no llevas esa placa que abre todas las puertas y hace que la gente tiemble y responda a tus preguntas.

– Gracias, Jack. Lo recordaré.

Me di cuenta de lo cruel que debía de haber sonado.

– Lo siento, Rachel, no quería…

– Está bien. Entiendo lo que querías decir. Me molesta porque tienes razón, y lo sé. Ya no soy lo que era hace veinticuatro horas. Supongo que tengo que recuperar la delicadeza. Mis días de arrollar con el poder del FBI han pasado.

Rachel miró hacia la ventana, así que no pude verle la cara.

– Mira, ahora mismo no me preocupa tu delicadeza. ¿Qué pasa con el ambiente? ¿Qué opinas de Carver y todos los demás? ¿Qué hacemos ahora?

Se volvió hacia mí.

– Me interesa más a quien no vi que a quien vi.

– ¿Te refieres a Freddy?

– Y a Mc Ginnis. Creo que tenemos que averiguar quién es este Freddy que se ha ido y qué pasa con Mc Ginnis.

Asentí con la cabeza. Estábamos en la misma onda.

– ¿Crees que la marcha de Freddy y la desaparición de Mc Ginnis están relacionadas?

– No lo sabremos hasta que hablemos con los dos.

– Sí, ¿cómo los encontramos? Ni siquiera sabemos el apellido de Freddy.

Rachel vaciló antes de contestar.

– Podría tratar de hacer algunas llamadas, a ver si alguien todavía quiere hablar conmigo. Estoy segura de que cuando vinieron la semana pasada con una orden judicial sacaron una lista de nombres de todos los empleados. Eso habría sido el procedimiento estándar.

Pensé que era ilusorio por su parte. En las burocracias de las fuerzas del orden, una vez que estabas fuera, estabas fuera. Y probablemente era más cierto aún en el caso del FBI. Cerraban filas de tal manera que ni siquiera policías legítimos con placa podían pasar entre ellas. Pensé que a Rachel le esperaba un rudo despertar si pensaba que sus antiguos compañeros iban a cogerle el teléfono, buscar nombres y compartir información con ella. Pronto se daría cuenta de que estaba fuera, del otro lado de un cristal de quince centímetros.

– ¿Y si eso no funciona?

– Entonces no lo sé -dijo secamente-. Habría que hacerlo a la vieja usanza. Volvemos y nos sentamos en ese lugar a esperar a que los colegas vagos de Freddy fichen y se vayan a casa. O nos llevarán directamente a él o podemos usar la delicadeza con ellos.

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