– Antes, todos querían el anuncio en la contraportada de las Páginas Amarillas -explicó O’Connor-. Hoy en día se consiguen más clientes con una buena página web a través del cual se puede establecer un contacto inmediato.
Asentí con la cabeza y lamenté no poder decirle a Danny que estaba bien versado en cómo Internet había cambiado el mundo. Yo era una de las personas a las que había atropellado.
– Por eso estamos aquí -dije.
Mientras Chávez hacía una llamada desde su móvil, pasamos otros diez minutos con O’Connor y miramos diversas páginas web de bufetes de abogados que Western Data había diseñado y alojaba. Iban desde la página de inicio básica que contenía toda la información de contacto hasta sitios de niveles múltiples con fotos y biografías de todos los abogados, historia de la firma y comunicados de prensa sobre casos sonados, así como presentaciones gráficas interactivas y vídeos de abogados que explicaban a los espectadores que eran los mejores.
En cuanto terminamos con el laboratorio de diseño, Chávez abrió una puerta con su tarjeta llave y nos condujo por otro pasillo hasta un ascensor. Tuvo que usar de nuevo la tarjeta para llamarlo.
– Ahora voy a llevarles a lo que llamamos el «búnker» -dijo-. Ahí está nuestra sala COR, junto con las principales instalaciones de la planta y la granja de servidores dedicados a hosting .
Una vez más no pude contenerme.
– ¿Sala COR? -pregunté.
– Centro de Operaciones en Red -dijo Chávez-. Es el verdadero corazón de nuestra empresa.
Al entrar en el ascensor, Chávez explicó que, aunque solo íbamos a bajar una planta, desde el punto de vista estructural equivalía a un descenso de seis metros bajo la superficie. Se había excavado en el desierto con el fin de logar que el búnker fuera impenetrable para el hombre y la naturaleza. El ascensor tardó casi treinta segundos en bajar y me pregunté si se movía tan despacio a fin de que los potenciales clientes pensaran que estaban viajando al centro de la Tierra.
– ¿Hay escaleras? -pregunté.
– Sí, hay escaleras -dijo Chávez.
Una vez que llegamos abajo, el ascensor se abrió a un espacio que Chávez llamó el octágono. Era una sala de espera de ocho paredes con cuatro puertas, además de la del ascensor. Chávez las fue señalando una a una.
– Nuestra sala COR, la sala de equipos, los servicios de la planta y la sala de control de hosting , que conduce a la granja de servidores. Vamos a echar un vistazo al centro de operaciones de red y al centro de hosting , pero solo los empleados con plena autorización pueden entrar en el «núcleo», como ellos lo llaman.
– ¿Por qué?
– El equipo es muy importante y en gran parte es de diseño propio. No lo mostramos a nadie, ni siquiera a nuestros clientes más antiguos.
Chávez deslizó su tarjeta llave a través del dispositivo de bloqueo de la puerta del COR y entramos en un espacio estrecho, apenas lo bastante grande para que cupiéramos los tres.
– Todos los accesos al búnker cuentan con una puerta de seguridad. Cuando paso la tarjeta en el exterior, suena un pitido en el interior. Los técnicos que están dentro tienen la oportunidad de vernos y pulsar un botón de emergencia si creen que somos intrusos.
Saludó a una cámara cenital y a continuación deslizó su tarjeta a través del lector de la siguiente puerta. Entramos en el centro de operaciones de red, que me resultó un poco decepcionante. Yo estaba esperando un centro de lanzamiento de la NASA, pero solo había dos filas de puestos de trabajo con tres técnicos que controlaban señales digitales y de vídeo en múltiples pantallas de ordenador. Chávez explicó que los técnicos controlaban el suministro eléctrico, la temperatura, el ancho de banda y el resto de aspectos mesurables de las operaciones de Western Data, así como las doscientas cámaras situadas en todo el complejo.
Nada me pareció siniestro o relacionado con el Sudes. No vi a nadie allí del que pudiera pensar que era el Patillas. Nadie dio un respingo al levantar la cabeza y verme. Todos parecían más bien aburridos con la rutina de clientes potenciales de visita.
No hice ninguna pregunta y esperé con impaciencia mientras Chávez continuaba con su charla de ventas y concentraba su contacto visual con Rachel, la jefa de TI del bufete. Mirando a los técnicos que de manera estudiada hacían caso omiso de nuestra presencia, tuve la sensación de que para ellos era algo tan rutinario que casi se convertía en una actuación. Imaginé que cuando la tarjeta de Chávez disparaba la alerta de intrusión, los técnicos quitaban el solitario de sus pantallas, cerraban los cómics y se cuadraban antes de que franqueáramos la segunda puerta. Tal vez cuando no había visitantes en el edificio, las puertas de seguridad simplemente estaban abiertas.
– ¿Qué les parece si vamos a ver la granja ahora? -preguntó Chávez por fin.
– Claro -dije.
– Voy a dejarles con nuestro director técnico, quien se ocupa del centro de datos. He de salir a hacer otra llamada rápida, pero volveré a recogerles. Estarán en buenas manos con el señor Carver. Él es también nuestro IJA.
Mi expresión debió de mostrar que estaba confundido y a punto de hacer la pregunta.
– Ingeniero jefe contra amenazas -respondió Rachel antes de que pudiera preguntar.
– Sí -dijo Chávez-. Es nuestro espantapájaros.
P asamos por otra puerta de seguridad que conducía al centro de datos. Entramos en una habitación poco iluminada configurada de manera similar a la sala COR, con tres estaciones de trabajo y múltiples pantallas en cada una de ellas. Dos jóvenes estaban sentados detrás de dos mesas situadas una al lado de otra, mientras que la otra estación de trabajo estaba vacía. A la izquierda de esas mesas vi la puerta abierta de una pequeña oficina privada que también parecía vacía. Las estaciones de trabajo se hallaban situadas frente a dos grandes ventanas y una puerta de cristal que daba a un gran espacio donde había varias filas de torres de servidores bajo una luz cenital intensa. Había visto la sala en la página web: la granja.
Los dos hombres giraron en sus sillas para mirarnos cuando entramos por la puerta, pero luego casi de inmediato volvieron a su trabajo. Era solo otro número de circo para ellos. Ambos llevaban camisa y corbata, pero el cabello desaliñado y las mejillas mal afeitadas indicaban que estarían más a gusto con camiseta y tejanos.
– Kurt, pensaba que el señor Carver estaba en el centro -dijo Chávez.
Uno de los hombres se volvió hacia nosotros. Era un chico con granos de no más de veinticinco años, con un patético intento de barba en el mentón. Tenía un aspecto menos sospechoso que las flores en una boda.
– Ha entrado en la granja para comprobar una incidencia en el servidor setenta y siete.
Chávez se acercó a la estación de trabajo vacía y levantó un micrófono incorporado al escritorio. Pulsó un botón del micro y habló.
– Señor Carver, ¿puede hacer una pequeña pausa para hablar con nuestros clientes sobre el centro de datos?
No hubo respuesta durante varios segundos y luego lo intentó de nuevo.
– Señor Carver, ¿está ahí?
Pasó más tiempo hasta que por fin sonó una voz áspera a través de un altavoz del techo.
– Sí, voy para allá.
Chávez se volvió hacia Rachel y hacia mí y miró su reloj.
– Muy bien, él se encargará de esta parte de la visita y yo los recogeré dentro de unos veinte minutos. Después de eso, la visita habrá terminado a menos que tengan preguntas específicas sobre el complejo o su funcionamiento.
Se volvió para irse y vi que sus ojos se detenían un momento en una caja de cartón apoyada en la silla que había delante del escritorio vacío.
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