– Sigue a esa caja -dijo Rachel.
Arranqué y enseguida me incorporé a McKellips. Perseguir una moto en un coche de alquiler que parecía una lata de sardinas no se correspondía con mi idea de un buen plan, pero no había otra alternativa. Pisé el acelerador y enseguida me coloqué a unos cien metros de la caja.
– ¡No te acerques demasiado! -me advirtió Rachel, muy nerviosa.
– No voy a acercarme. Lo único que quiero es no perderlo de vista.
Ella se echó hacia delante y puso las manos en el salpicadero, visiblemente nerviosa.
– Esto no irá bien. Seguirle la pista a una moto con cuatro coches que se turnan ya es difícil. Hacerlo nosotros solos será una pesadilla.
Tenía razón. A las motos no les costaba nada colarse entre el tráfico. La mayoría de motoristas parecían menospreciar el concepto de los carriles señalizados.
– ¿Quieres que pare y conduces tú?
– No, pero hazlo lo mejor que puedas.
Me las arreglé para mantener el contacto visual con la caja durante los siguientes diez minutos en un tráfico de paradas continuas y entonces nos sonrió la suerte. La moto se metió en la autopista y se dirigió hacia Phoenix por la 202. Ahí no tenía ningún problema para seguirla. Circulaba a quince kilómetros por encima del límite de velocidad, y yo me mantuve detrás a unos cien metros y dos carriles más allá. Durante quince minutos lo seguimos en el tráfico fluido mientras él cambiaba a la I-10 y luego se dirigía al norte por la I-17 a través del centro de Phoenix.
Rachel empezó a respirar más relajada e incluso se apoyó en el respaldo. Creía que habíamos disimulado tan bien nuestra persecución que incluso me pidió que aceleráramos por nuestro carril para tener una mejor visión del motorista.
– Es Mizzou -dijo-. Lo sé por la ropa.
Eché un vistazo, pero yo no podía asegurarlo. No había retenido en la memoria los detalles de lo que había visto en el búnker. Rachel sí, y esa era una de las razones de que fuera tan buena en lo que hacía.
– Si tú lo dices… ¿Qué crees que está haciendo?
Volví a quedarme atrás para que Mizzou no pudiera reparar en nosotros.
– Le lleva su caja a Freddy.
– Eso ya lo sé. Pero ¿por qué ahora?
– Quizás esté en su descanso para comer, o quizás ha acabado el trabajo por hoy. Puede ser por muchos motivos.
Había algo que me preocupaba en esa explicación, pero no tuve tiempo para pensar en ello. La moto empezó a cruzar cuatro carriles de la interestatal para dirigirse hacia la siguiente salida. Hice la misma maniobra y me quedé detrás de él, con un coche entre nosotros. Pillamos el semáforo en verde y nos dirigimos hacia el oeste por Thomas Road. Pronto estuvimos en un barrio de naves industriales en el que los pequeños negocios y las galerías de arte intentaban mantenerse a flote en un área abandonada por la industria.
Mizzou se detuvo frente a un edificio de ladrillo de una planta y bajó de la moto. Yo paré a media manzana de distancia. No había apenas tráfico y vi pocos coches aparcados en la zona. Destacábamos como… en fin, como policías en misión de vigilancia. Sin embargo, Mizzou no miró a su alrededor en ningún momento pensando que alguien podía seguirle. Se quitó el casco, lo cual confirmó la identificación de Rachel, y lo colocó sobre el faro. Luego desató el pulpo, sacó el paquete del portaequipajes de la moto y cargó con él hacia una gran puerta corredera situada a un lado del edificio.
Había una pesa redonda, como las que se utilizan en las halteras, colgando de una cadena. Cuando Mizzou la agarró y la hizo chocar contra la puerta, oí el ruido desde media manzana de distancia y con las ventanas subidas. Esperó y nosotros también, pero nadie acudió a abrirle la puerta. Mizzou volvió a llamar y obtuvo el mismo resultado negativo. Caminó hasta una ventana grande y tan sucia que no hacía falta cortina. La limpió un poco con la mano y miró al interior. Yo no sabía si había visto a alguien o no. Volvió a la puerta y llamó otra vez. Y entonces, por hacer algo, cogió el pomo de la puerta y trató de abrir. Para su sorpresa y la nuestra, la puerta se desplazó sobre sus rodamientos. No estaba cerrada.
Mizzou dudó y por primera vez miró a su alrededor. Sus ojos no se detuvieron en mi coche, sino que volvieron rápidamente a la puerta abierta. Dio la impresión de que decía algo en voz alta y luego, tras unos segundos, entró en el edificio y volvió a cerrar la puerta.
– ¿Qué opinas? -pregunté.
– Creo que tenemos que entrar -dijo Rachel-. Es evidente que Freddy no está, y no sabemos si Mizzou decidirá cerrar o llevarse algo que pueda ser valioso para la investigación. Es una situación incontrolada y deberíamos estar ahí.
Metí la marcha y avancé la media manzana que nos separaba del edificio. Rachel ya estaba en la calle y avanzaba hacia la puerta antes de que yo pusiera la transmisión en la posición de estacionamiento. Bajé y la seguí.
Rachel corrió la puerta lo justo para que ambos pudiéramos pasar. El interior estaba oscuro y tardé unos momentos en acostumbrar la vista. Cuando por fin lo conseguí, comprobé que Rachel ya avanzaba cinco metros por delante de mí hacia el centro del almacén. Era un espacio muy amplio, con columnas que se alzaban cada cinco metros. Habían levantado tabiques para dividir el espacio en vivienda, estudio y gimnasio. Vi el banco y los soportes para pesas de donde seguramente provenía el picaporte. Había también un aro de baloncesto y un espacio de por lo menos media pista para jugar. Más adentro, vi un armario y una cama por hacer. Contra uno de los tabiques había una nevera y una mesa con un microondas, pero ni fregadero ni fogones ni nada que se pareciera a una cocina. Vi la caja que había traído Mizzou en una mesa junto al microondas, pero ni rastro del joven.
Alcancé a Rachel al pasar uno de los tabiques y vi una mesa de trabajo apoyada contra una pared. Había tres pantallas en estantes sobre el escritorio y un ordenador situado debajo. Pero faltaba el teclado. Los estantes estaban repletos de libros de código, cajas de software y otros componentes electrónicos. Pero ni rastro de Mizzou.
– ¿Dónde se ha metido? -susurré.
Rachel levantó la mano para pedirme silencio y caminó hacia la mesa de trabajo. Parecía estudiar el lugar que debería de haber ocupado el teclado.
– Se ha llevado el teclado -susurró-. Sabe lo que podemos…
Se calló al oír vaciarse la cisterna de un cuarto de baño. El ruido procedía del otro extremo del almacén y le sucedió el sonido de otra puerta que se abría. Rachel cogió de uno de los estantes bridas de las que se utilizan para atar los cables de los ordenadores y luego me agarró por el hombro y me empujó hasta una pared de la zona de dormitorio. Nos quedamos con la espalda pegada a la pared, esperando a que pasara Mizzou. Oí sus pasos al acercarse sobre el suelo de cemento. Rachel pasó a mi lado y se situó al borde del tabique. En cuanto apareció Mizzou, ella se lanzó hacia delante, lo agarró por la muñeca y el cuello, y lo tumbó sobre la cama antes de que él pudiera saber lo que estaba ocurriendo. Lo inmovilizó allí, boca abajo sobre el colchón, y con un movimiento fluido saltó sobre su espalda.
– ¡No te muevas! -gritó.
– ¡Espere! ¿Qué…?
– ¡No te resistas! -dije yo-. No te muevas.
Lo obligó a poner los brazos a la espalda y utilizó una brida para atarle las muñecas.
– ¿Qué es esto? ¿Qué he hecho yo?
– ¿Qué estás haciendo aquí?
El chico intentó mirar hacia arriba, pero Rachel lo obligó a pegar la cabeza al colchón.
– ¡Te he hecho una pregunta!
– He venido a dejarle un paquete a Freddy y he aprovechado para ir al lavabo.
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