Michael Connelly - La oscuridad de los sueños

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Jack McEvoy tiene los días contados como periodista de sucesos; sus momentos de gloria languidecen y su nombre se baraja en las listas de recortes previstos por Los Angeles Times. Sin embargo, guarda todavía un último cartucho: la redacción de la que pretende que sea la crónica criminal más impactante de su carrera.
Para ese propósito, elige a Alonzo Winslow, un drogadicto de dieciséis años encarcelado tras confesar la autoría del asesinato de una joven hallada estrangulada en el maletero de un coche. Jack quiere escribir acerca de la negligencia y la injusticia social que convirtieron a Winslow en un asesino. Al adentrarse en la historia, descubre que la confesión del chico es falsa y sospecha que es inocente. Tras vincular el asesinato del maletero de Los Ángeles con otro acontecido en Las Vegas, McEvoy se ve ante el reportaje más espectacular de su carrera desde que el Poeta se cruzara con él años atrás.
Una vieja amiga del pasado se une a la investigación; se trata de la agente del FBI, Rachel Walling. Juntos le pisarán los talones a un psicópata que lleva demasiado tiempo actuando a la sombra del radar del FBI y la policía.

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– No te preocupes, no es él -dijo Rachel.

– ¿Cómo lo sabes?

– Porque sé cómo huele un cadáver podrido, y es mucho peor.

Volví a acercarme al contenedor. Había varias bolsas de basura, muchas de ellas eran negras y algunas estaban desgarradas y rebosantes de basura pútrida.

– Tú tienes los brazos más largos -dijo Rachel-. Saca las bolsas negras.

– ¡Acabo de comprarme esta camisa! -protesté mientras me disponía a hacerlo.

Saqué todas las bolsas negras que no estuvieran abiertas y revelaran su contenido y las dejé en el suelo. Rachel empezó a abrirlas rasgando el plástico de manera que el contenido permanecía en su sitio. Como si le hiciera una autopsia a una bolsa de basura.

– Hazlo así, y no mezcles el contenido de bolsas diferentes -me indicó.

– Vale. ¿Qué estamos buscando? Ni siquiera podemos estar seguros de que todo esto provenga de la casa de Stone.

– Ya lo sé, pero tenemos que buscar. Quizás encontremos algo que tenga sentido.

La primera bolsa que abrí contenía sobre todo confeti de documentos triturados.

– Mira, aquí hay papel triturado.

Rachel observó la bolsa.

– Podría ser suya. Había una trituradora junto a su mesa de trabajo. Apártala.

Hice lo que me pidió y abrí la siguiente, que contenía lo que parecía basura doméstica básica. Enseguida reconocí una de las cajas de comida vacías.

– Esta sí que es suya. Tenía la misma marca de pizza para microondas en el congelador.

Rachel se acercó.

– Bien. Busca todo lo que sea personal.

No tenía por qué decírmelo, pero no quise recriminárselo. Moví las manos con cautela por los restos de la bolsa abierta. Podía afirmar que todo eso provenía de la zona de la cocina. Envoltorios de comida, latas, pieles podridas de plátano y corazones de manzana. Me di cuenta de que podría haber sido peor. Solo había un microondas en el almacén convertido en loft . Eso limitaba las opciones y la comida venía en recipientes perfectamente limpios que podían cerrarse herméticamente antes de desecharlos.

En el fondo de la bolsa había un periódico. Lo saqué con cuidado, pensando que la fecha de publicación podría ayudarnos a precisar cuándo habían echado la bolsa al contenedor. Estaba doblado de la manera en que podría llevarlo un viajero. Era la edición del Las Vegas Review Journal del miércoles anterior, el día en que yo había estado en Las Vegas.

Lo desdoblé y vi la fotografía de un hombre en primera página. Le habían pintado la cara con un rotulador negro para ponerle gafas de sol, un par de cuernos de diablo y la preceptiva perilla. También se distinguía el círculo de una taza de café. El círculo oscurecía parcialmente un nombre escrito con el mismo rotulador.

– Aquí tengo un periódico de Las Vegas con un nombre escrito.

Rachel apartó de inmediato la mirada de la bolsa que revisaba para comprobarlo.

– ¿Qué nombre?

– Está emborronado por la marca de un café. Georgette algo. Empieza por B y acaba en M-A-N.

Sostuve el periódico en alto y lo incliné para que Rachel pudiera ver la portada. Ella lo estudió durante unos segundos y vi que en sus ojos se encendía el brillo del reconocimiento. Se puso en pie.

– Ahí lo tienes. Lo has encontrado.

– ¿Encontrado el qué?

– Es nuestro hombre. ¿Recuerdas que te hablé de un mensaje de correo electrónico a la cárcel de Ely que hizo que incomunicaran a Oglevy? Era de la secretaria del director al director.

– Sí.

– La secretaria se llama Georgette Brockman.

Todavía agachado junto a la bolsa abierta, miré a Rachel al comprenderlo. No podía haber más que una razón para que Freddy Stone hubiera escrito ese nombre en un diario de Las Vegas en su almacén. Me había seguido los pasos hasta Las Vegas y sabía que yo iba a ir a Ely para hablar con Oglevy. Era él quien quería aislarme en medio de ninguna parte. Freddy Stone era el Patillas, el Sudes.

Rachel cogió el periódico para estudiarlo. Sus conclusiones fueron idénticas a las mías.

– Estaba en Nevada persiguiéndote. Consiguió el nombre de Brockman y lo escribió mientras entraba en la base de datos del sistema de la prisión. Este es el vínculo, Jack. ¡Lo has encontrado!

Me incorporé para acercarme a ella.

– Lo hemos encontrado, Rachel. Pero ¿qué hacemos ahora?

Rachel bajó el periódico y vi que en su rostro se dibujaba un plan de acción.

– No creo que tengamos que seguir tocando nada más. Hemos de dejarlo y llamar al FBI. Ellos se ocuparán a partir de aquí.

E n cuanto a medios materiales, el FBI siempre parecía preparado para cualquier circunstancia. No había pasado una hora desde la llamada de Rachel a la policía local y ya nos tenían sentados en cuartos de interrogatorio separados situados en el interior de un vehículo sin distintivos del tamaño de un autobús. Este se hallaba aparcado junto al almacén en el que había vivido Freddy Stone. Varios agentes nos interrogaban en el interior, mientras fuera otros se hallaban en el almacén y en el callejón contiguo en busca de más señales que probaran la implicación de Stone en los asesinatos de las dos víctimas halladas en maleteros o que proporcionaran pistas sobre su paradero.

Naturalmente, el FBI no los consideraba salas de interrogatorio y habrían puesto objeciones a que yo llamara Guantánamo Exprés a aquella caravana reconvertida. Para ellos se trataba de una unidad móvil para entrevistas con testigos.

Mi sala era un cubo sin ventanas de tres por tres metros y mi interrogador era un agente llamado John Bantam. El apellido llamaba a engaño porque ese Bantam era tan enorme que parecía llenar el cuarto entero. Caminaba de un lado a otro delante de mí y se daba golpecitos rítmicamente en la pierna con el bloc de notas, de una manera que según creo se proponía hacerme pensar que mi cabeza podía ser su próximo objetivo.

Durante una hora, Bantam me estuvo friendo a preguntas sobre cómo había establecido la conexión con Western Data y todos los pasos que Rachel y yo habíamos seguido a continuación. Yo había hecho caso del consejo que Rachel me había dado antes de que aparecieran las tropas federales: «No mientas. Mentirle a un agente federal es un delito. Una vez que lo cometes, ya te han pillado. No mientas sobre nada».

Así que dije la verdad, pero no toda la verdad. Respondí solamente a las preguntas que se me hacían y no ofrecí ningún detalle que no me pidieran específicamente. Bantam parecía frustrado todo el rato, molesto por no ser capaz de plantearme la pregunta correcta. El brillo del sudor se extendía sobre su piel negra. Pensé que tal vez fuera la personificación de la frustración de todo el departamento por el hecho de que un periodista hubiera establecido una conexión que ellos habían pasado por alto. Fuera como fuese, Bantam no estaba contento conmigo. La sesión, que se había iniciado como una entrevista cordial, se había convertido en un interrogatorio tenso y parecía prolongarse sin fin.

Al final me harté y me levanté de la silla plegable en la que estaba sentado. Incluso de pie, Bantam seguía sacándome más de quince centímetros.

– Mire, ya se lo he explicado todo. Ahora he de ir a escribir un artículo.

– Siéntese. Todavía no hemos terminado.

– Esto era una entrevista voluntaria. Usted no es quién para decirme cuándo se acaba. He respondido a todas y cada una de sus preguntas y ahora lo único que hace es repetirse, para ver si me cabreo. Eso no ocurrirá, porque solamente le he dicho la verdad. Y ahora, ¿puedo irme o no?

– Podría detenerle ahora mismo por allanamiento de morada y por hacerse pasar por agente federal.

– Bueno, si se trata de ponerse a inventar supongo que podría detenerme por un montón de cosas. Pero yo no he cometido ningún allanamiento. Seguí a alguien al interior del almacén cuando le vimos entrar y pensamos que podía estar cometiendo un delito. Y no me hice pasar por ningún agente federal. Ese muchacho tal vez creyera que lo éramos, pero ninguno de los dos dijo o hizo nada que remotamente lo indicara.

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